Metamorfosis sin fin: sobre el arte de Pedro Zamora
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I. Metamorfosis sin fin
Es hermoso ver que cartones de embalaje, listones de madera usada y sucia con restos de pintura y otros accidentes del tiempo, muebles, marcos, molduras, bastidores o libros viejos, en suma, objetos desechados y abandonados, pueden convertirse en obras de arte bajo una operación sencilla pero no exenta de sensibilidad y cuidado. ¿Acaso no consiste el arte en transformar las sensaciones y despojos de la vida, en levantar una obra que nos devuelva la verdadera vida? ¿Esa que tal vez no vivimos sino a través de la imaginación y de las artes? El arte, al igual que la vida, es una metamorfosis sin fin.
Pedro Zamora (Barcelona, 1968) se vale de estos desechos y otros materiales residuales y, “sin arte casi”, como señala irónica y provocadoramente el título de su hasta la fecha última exposición en las salas de la Coracha del MUPAM, los devuelve a la vida con otra forma y luz inusitada. Ciertamente él no pinta nada, a pesar de los colores de no pocas de sus piezas, ni los somete a otras operaciones artísticas tradicionales. Entonces, nos preguntaremos, ¿en qué consiste su arte? En componer líneas, texturas, volúmenes, formas y geometrías, “pinturas” y “esculturas”, en restaurar objetos abandonados, y devolverlos a la vida contemplativa.
No es simplemente reciclaje, ya que esta acción tiene la finalidad de volver a utilizar los objetos. Y esta no es exactamente la finalidad que le mueve. A la manera del poeta Rilke, Pedro Zamora percibe en estos desechos abandonados con los que trabaja con sumo cuidado y sensibilidad el “Fur-sich-Sein”, el ser por y para sí, una existencia no degenerada por la finalidad utilitaria, como ha criticado de manera memorable Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil. ¿No es esta la forma de vida más elevada? ¿No es esta una forma de “dignificar” hasta los objetos más humildes y pobres? Ni siquiera las vidas humanas, que según Kant son fines en sí mismas por estar dotadas de razón, alcanzan esta elevada dignidad, instrumentalizadas tantas veces por el sistema económico-político que, paradójicamente, hemos creado y nos esclaviza.
II. Redimir, aprender a sentir, valorar
Según el reconocido crítico interdisciplinar Mario Praz, “gracias a la magia de la luz, ese supremo elixir, logró Rembrandt que la fealdad fuese aceptable para la visión artística. Este fue su gran descubrimiento, que también había sido el de Caravaggio: no hay nada tan vulgar que el arte no pueda redimirlo”. Se diría que la poética de Pedro Zamora gira en torno a esta función redentora del arte, y ya no solo por esa metamorfosis sin fin que señalábamos antes y que transforma la materia de los desechos abandonados a las piezas para ser contempladas:
“mi única idea es valorar, valorar cada trozo de color o de materia que he recogido del mundo. Ponerlo en su sitio, junto a otros. Sin estridencias, sin énfasis… pues los quiero a todos por igual. Que cada trozo ocupe su espacio con la amabilidad y el sentido de una leve musicalidad (…) Es en esa “torpeza”, en esa lentitud de escoger elementos con mimo y disponerlos, donde quisiera habitar”.
Tengo para mí que con su praxis artística Pedro Zamora no sólo consigue poco a poco habitar ese espacio donde cualquier objeto desechado o abandonado puede resplandecer y cantar, sino que por analogía los espectadores que se aproximen a su obra pueden participar de esa liturgia, de esa “transfiguración de la visión cotidiana”, como diría el filósofo Arthur C. Danto. No hay apenas arte que no tenga en mayor o menor medida el propósito de alterar y transformar nuestra percepción de la realidad.
Alterar y transformar nuestra percepción suele ser el primer paso. Esto contribuye a cambiar nuestra comprensión de lo que nos rodea. Y de ahí pasamos a sentir, pensar, valorar y actuar de otro modo. Este proceso, insisto, lo experimenta en primer lugar el artista, que pacientemente elabora las piezas ensayando, sin saber a ciencia cierta adónde va. De hecho, guarda en su estudio objetos encontrados en los lugares más insospechados –un basurero, un taller, la calle…– hasta que de súbito, por los hallazgos de la imaginación, se produce la obra uniéndose objetos que en principio no mantienen ninguna relación entre sí.
Esta forma de crear es habitual en sus esculturas, cuya poética no se encuentra lejos de la poética surrealista del “objeto encontrado” y el ensamblaje que iluminó su querido Picasso. Pienso, por ejemplo, en una de sus esculturas más inquietantes, “L´Amore-Corona de Espinas” (2018), en la que la estructura de una mesa de madera se ha invertido, sosteniendo las patas de otra pieza de madera coronada por unos pinchos de acero. Con ese título y esa forma la cadena de asociaciones que suscita en nosotros es interminable: no hay amor sin sufrimiento, y ya no solo por el trasfondo judeo-cristiano de la cultura Occidental, también a juicio de escritores como Marcel Proust es inconcebible el amor sin dolor. ¿Por qué entonces caemos en manos del amor? (Más bien tendríamos que preguntarnos cómo evitarlo) Pues gracias a él podemos acariciar los límites de la vida, así como conocer más profundamente lo que somos…
Manuel Fontán del Junco ha indicado acertadamente tres fuentes de procedencia de la redención de lo profano en la obra de Pedro Zamora: “el cristianismo primitivo, la sabiduría zen y el aspecto más sumatorio y propositivo de las vanguardias”. De estas últimas hay que añadir el dadaísmo y, en particular, el gesto radical de Duchamp, que situó la importancia del arte no tanto en lo creado como en aquel que mira. ¿No es el creador antes de transformarse en artista alguien que sabe mirar? De la sabiduría zen el gusto por la difícil sencillez, el vacío y la inmanencia del tiempo.
Y del cristianismo hay bastante: pensemos en dos obras: Cittá di Dio (2014) y Cruz (2015). La primera, con clara referencia a la obra de san Agustín de Hipona, es una escultura suspendida en el aire compuesta de perfiles de marcos en la que, en un juego de líneas, por sus tejados triangulares sobresalen siete construcciones. La segunda, en un tablero de 49 rectángulos dorados y ocre, hay cuatro de colores marrones oscuros: nada más observarlo es difícil que la imaginación no trace dos líneas imaginarias que los una, y de esa forma está al mismo tiempo que no está la cruz.
III. Arte, ascetismo, mística
Los vínculos entre arte, ascetismo y mística son más estrechos de lo que a menudo creemos. Tengo para mí que las tres buscan por diferentes caminos una visión adecuada del mundo que les permita adoptar un estilo de vida correcto. Al comienzo de la exposición hay dos piezas de papel cuyos títulos son “Místico I” y Místico II”. Definir lo místico es muy complicado. Wittgenstein, sin ir más lejos, sostuvo que lo místico no se expresa, sino que se muestra. Hacia el final del Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein escribe en las proposiciones 6.44 y 6.45: “No cómo sea el mundo es lo místico sino que sea. (…) La visión del mundo sub specie aeterni es su visión como-todo-limitado. El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico”.
Paseando por esta exposición, “Sin arte casi”, acompañado por Pedro Zamora, tuve la impresión recurrente de que no pocas piezas estaban concebidas como tablas de meditación en las que desde el silencio se reconfigura nuestras formas de decir-pensar-sentir, como obras en las que a través de geometrías de líneas, texturas y colores podemos acceder a otro modo de percibir y comprender, sentir y pensar, valorar y actuar más acorde con lo que queremos ser. Y en las que podemos encontrarnos a nosotros mismos, siquiera por unos momentos. ¿Acaso no es esta la principal finalidad de cualquier ejercicio ascético?
Otro aspecto común de los fenómenos artísticos y místicos es la disolución temporal del sujeto en el objeto o, si se prefiere, la fusión de ambos. Una serie reciente compuesta de cubiertas de libros en la que se puede apreciar el arte como espacio de meditación es “Quiebros”; serie en la que rompe con el marco tradicional –de forma rectangular, cuadrada…–, de ahí el nombre que recibe, y que, a diferencia de otras piezas, poseen colores más intensos y vivos. Hay que tener en cuenta que Pedro Zamora es arquitecto, disciplina en la que ha trabajado, pero llegó a la plástica por los caminos de los colores y de la autonomía que le ofrece.
“La ciencia distingue cuatro modos de abordar el color: como pigmento, como luz, como sensación y como información” (Félix de Azúa, Diccionario de las artes). Pedro Zamora se vale de los colores de acuerdo con estas cuatro funciones. Según Juan Carlos Sanz, “la función primigenia del color es la de significar conceptos para, unido a ellos, fundamentar el proceso de comunicación visual entre el individuo y el ambiente físico; proceso presente en la interrelación de la flor con el insecto, o en la de una “imagen” de alta resolución y el cerebro de su espectador”.
IV. Pitagorismo y geometría
Dos características que atraviesan la obra entera de Pedro Zamora son el pitagorismo y la geometría. Una de las ideas de belleza más antiguas y universales que conocemos es la formulada por la corriente pitagórica, que concibe que la realidad son números, y la adecuada relación de esos números nos proporciona el orden, la medida, la proporción, la simetría, la armonía. Como ha escrito el filósofo Remo Bodei: “Es verdad en que casi todas las civilizaciones conocidas los hombres se sienten fuertemente atraídos por los fenómenos de orden y simetría, que se manifiestan en ellos mismos y en el mundo circundante”.
Además, este orden suscita sensaciones de seguridad y equilibrio emocional, hasta el punto de apaciguar el malestar o el horror que nos provoca el caos del mundo. En este sentido estamos de acuerdo con el poeta, traductor y ensayista José Ángel Valente en que una de las funciones del arte es “llevar el caos al orden”. Este efecto es aún mayor si reparamos en que los materiales de estas obras, repito, provienen por lo general de basuras, desechos y abandonos. Pedro Zamora los respeta de tal manera que, durante el proceso de creación –y redención–, se recrea en sus texturas, manchas e “imperfecciones”, y procura no forzarlos ni manipularlos excesivamente, procura que cada uno de ellos sea… tejiendo una unidad dentro de la diversidad.
Otro rasgo significativo de estas piezas, y que las emparenta con el pitagorismo, es que muchas de ellas están compuestas por números simbólicos, como Dozzina bianca (2018), Docena blanca (2018) o Pareja de docenas elípticas (2018). Es cierto que sus obras se asemejan en no pocas ocasiones, pero es el aire de familia que guardan por brotar de quien brotan: sin repeticiones –más exacto es decir variaciones– no hay estilo. Si no son “quiebros”, con frecuencia son formas rectangulares o cuadradas que a su vez están compuestas por libros, papeles o cartones de estas mismas formas, lo que produce un efecto de orden, equilibrio, mesura, sosiego. Ejemplo de esta geometría es Dos cubos (2018), pieza en la que con unas cuantas cubiertas de libros –una de sus formas de figurar– logra representar con armonía de líneas y colores lo que anuncia en el título.
V. Desaparecer y aparecer
A lo largo de esta exposición desfilan ante nosotros nombres como Simone Martini, Goethe, Sade, Stendhal, Lorca, Pollock, Miles Davis, Oriana Fallacci…estas referencias culturales e intertextuales son un signo de la posmodernidad, de la conciencia de nuestras deudas con el pasado que nos constituye. Y al mismo tiempo, si el espectador se demora suficientemente y descifra la pieza y establece un diálogo, son guiños cómplices que en medio del silencio nos pueden mover a sonreír.
Una pieza que podremos ver en una futura exposición de la Fundación March de Madrid con un condensado poder de síntesis en esta línea es Breve Storia Dell´Arte (2018), en la que con seis cubiertas de libros consigue ofrecer una visión panorámica de la historia del arte desde las paredes de las cuevas, pasando por el arte griego, el románico, el renacimiento y las vanguardias hasta nuestros días, donde una figura que se sale de los tonos, y que evoca en mí a Ícaro, está cayendo…
¿Cuántas toneladas de basura producimos al día en el mundo? Los ritmos de consumo en los países más desarrollados tecnológica y económicamente amenazan la sostenibilidad del planeta. Y en no pocas ocasiones se confunden las obras de arte con la basura. La técnica de Pedro Zamora invierte esta lógica, y es otro de los motivos por los que sospecho que su estrategia artística está a la altura de nuestros tiempos: en vez de producir más desechos, restaurar y redimir –no acepta el término “reciclar” por las razones utilitaristas que expusimos al comienzo– lo que ya existe, pero transformándolo por obra y gracia del arte, que nos permite percibirlo, comprenderlo, pensarlo, sentirlo y valorarlo de otro modo. ¿Llegaremos también a actuar de otro modo?
Mas, a diferencia de tantos artistas contemporáneos, en los que las imágenes o manifestaciones del yo son casi omnipresentes en un desmesurado culto individualista, en las piezas de Pedro Zamora no aparecen sus yoes, más bien se diría que desaparece en ellas… Relata Margarite Yourcenar en uno de sus Cuentos Orientales la historia de cómo el anciano Wang-Fô se salvó de la ira del emperador desapareciendo en su pintura.
Es una forma de expresar la disolución del sujeto en el objeto a la que antes apuntamos a propósito del arte y la mística. Quizá Pedro Zamora se esté ejercitando en este arduo aprendizaje ante la incertidumbre del destino. Sea como sea, si alguien tiene una paciencia y una sensibilidad semejante a la suya a la hora de restaurar y redimir los desechos abandonados tal vez pueda, contemplando estas piezas, reconstruir fragmentos y retazos de su biografía incompleta, velada, secreta, íntima.
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Sebastián Gámez Millán