New York City Blues – Un artefacto literario de Juan Luis Calbarro & José Luis Martín – II

New York City Blues – Un artefacto literario de Juan Luis Calbarro & José Luis Martín – II
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New York City Blues – Un artefacto literario de Juan Luis Calbarro & José Luis Martín – II
«Juro que todo lo vi».
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He vuelto después de diez años. Soy más viejo, más descreído y menos sabio. Hace justo diez años que me fui a trabajar al otro lado del océano. Sí, me recibieron con los brazos abiertos, llevaba buenas referencias. Mi trabajo en Nueva York había sido intachable y muy innovador. Aquí aprendí las técnicas punteras. Pero no solo aprendí lo más adelantado, yo lo llevé un paso más allá con mis ideas y mi capacidad para ver lo que nadie veía. Pero aquí no podía ponerlo en práctica, aquí no lo permitían. El sentido de la ética en occidente es muy limitado. Para algunas cosas, solo. Para otras hay carta blanca. Se puede hacer de todo con tal de no romper los esquemas. Pero ¿quién hace los esquemas? Gente como yo, gente que da un paso más allá. A unos se lo permiten y pasan a la historia, y a otros se los crucifica. Como a mí. A mí me crucificaron por ser el que rompió la baraja. Pero en realidad fue por romperla al otro lado. Si la hubiera roto aquí, si hubiera demostrado aquí que el artefacto funcionaba, ya habrían sabido cómo darle cobertura ética. Porque entonces habría dinero. Y, si hay dinero, todo se puede explicar. Pero lo que no podían aceptar es que un avance como este, lo que no podían aceptar es que no fuera suyo. En realidad, no me fui por culpa de las barreras éticas, no las habría habido. Me fui porque, después de dos proyectos fallidos, ya no me financiaban nada. Es lo que pasa aquí, que puedes haber sido el mejor durante dos años, tres, cuatro, pero un error lo manda todo a la mierda. Si la máquina se para para retomar energía, ya no le ponen nunca más combustible. Luego me vino la idea y decidí irme, porque aquí mis ideas ya no valían, me había parado a descansar, o simplemente el azar, que unas veces mete la pelota en el hoyo y otras las deja caer en el lago. Y por qué he vuelto aquí, a Nueva York, a Manhattan, si no soy de aquí, si podría haber vuelto a mi tierra. Porque ya no es mi tierra. En realidad, creo que nunca lo fue. Me vine para desarrollar mi carrera profesional, sí, aquí que hay más dinero, pero también porque allí no dejaba nada importante. Mis padres ya habían desaparecido, mi novia no me interesaba ya, ni siquiera tuve la delicadeza de decírselo cuando me vine y le dejé claro que el viaje significaba el fin de nuestras relaciones. Mis amigos, así los llamaba, mis amigos, pero pude dejarlos sin demasiado pesar y pronto los olvidé. Algún mensaje de vez en cuando, cada vez más neutros, cada vez más espaciados y, pronto, los olvidé. He vuelto aquí porque ya me da igual morir en cualquier lugar del mundo y porque aquí se gestó mi tragedia. Está bien que las cosas acaben donde empiezan. Yo estaba preparado para asimilar el mensaje, yo era carne de cañón, yo tenía en mi cerebro la configuración necesaria para aceptar, y no solo aceptar, para poner en práctica eso de que el único norte que hay que seguir en la vida es el que te lleva al éxito. Sí me lo creí y desde el primer momento lo puse en práctica. Pisé a quien hubiera que pisar para ser el destinatario del traspaso del conocimiento de nuestro líder, yo fui el elegido, el encargado de tomar el relevo. Para ello puse todas las zancadillas que fueron necesarias y fue cayendo por el camino todo el que tuviera que caer. No me importó. Pero me lo enseñaron ellos. Su cultura, persigue tu sueño y lo conseguirás, trabaja y lo conseguirás, pero para conseguirlo tienes que llegar el primero, y para llegar el primero tienes que hacer todo lo que sea necesario.
Os preguntaréis por qué os cuento esto. Bueno no os lo preguntaréis porque en realidad no existís, lo cuento para mí mismo, para ver si logro volver a lo de antes. Las drogas ayudan. Marihuana todo el día, ahora que se ha legalizado, y algunas cosas más… Es verdad que alguna de las cosas que he dicho son un poco exageradas, lo de morir en cualquier sitio y tal, pero, con la vida que llevo, no me extrañaría que cualquier día me pasara algo y, claro, administro bien mis ahorros, lo que dejé aquí y lo que me traje del otro lado. He calculado que me dará para unos veinte o veinticinco años, llevando siempre la misma vida, claro, sin imprevistos ni gastos extra, la maría y las pastillas están incluidas, no son gastos extra. Veinte años son demasiados. Y es demasiado tarde para recuperar la situación. Ya no volveré a trabajar, no sé trabajar en otra cosa y en lo mío tengo vedado el campo para toda la eternidad. Veinte años son demasiados. Pero sin imprevistos, y un imprevisto es un jamacuco que me dé, algo del corazón, por ejemplo. Entonces me tendría que morir, porque curarme aquí se llevaría todos mis ahorros. Sí, los ahorros de veinte años para hacer una vida como la que tengo intención de hacer. Mis canutitos. Este antro donde vivo, que no tiene luz, tiene solo el espacio para poner una cama, una mesa, y para cocinar para mí. Para mí y para nadie más. No hay espacio para más platos. Dos camisetas, dos pantalones, dos jerséis, un abrigo, dos pares de calcetines y un par de zapatillas cómodas. Eso es todo lo que tengo que gastar en ropa. Y pasear, y ver lo que hay en la calle, y contároslo, contármelo. No os olvidéis, no existís. A partir de ahora vais a ser mis fantasmas, mis interlocutores, mi pretexto para hacer la narración de lo que vea cada día, mi cuarta pared, el asidero de Sherezade para conservar la vida. Ya solo existo yo, porque me da vergüenza hablar con la gente, que descubran que fui yo el que lo que hizo. Es muy fácil apelar a la moral cuando no se ha cometido el hecho. Pero si da dinero, ya se retorcerá la moral, ya. Ya solo existo yo, yo para mí, para nadie. Así que, queridos fantasmas, podéis tener la garantía de que voy a decir la verdad. Si algo se apartara de la verdad, sería por despiste y el único engañado sería yo.
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Esta vez la ciudad me resultó hostil desde la primera vez que puse un pie en territorio americano. El agente de frontera, no sé si lo habían adiestrado así o lo tenía en su genética y lo habían elegido por eso, trataba a los que llegábamos a su puesto de control con una rudeza innecesaria, como dando por supuesto que todos nos poníamos ante él como si fuera San Pedro, llamando a las puertas del cielo, implorando porque nos dejaran entrar en un supuesto paraíso que, luego, una vez dentro, no se ha visto por ninguna parte. No todos los que solicitan entrar en los Estados Unidos quieren quedarse aquí, no todos los que vuelan cruzando el Atlántico o el Pacífico vienen babeando por conquistar un sueño que, para muchos, se convierte en una pesadilla. El adolescente, que viajaba solo y serio, para encontrarse con su padre, quizá, que hacía un año se separó de su madre, quizá, y se vino aquí porque en su país no tenía nada que hacer, como yo. Y el grupo folklórico de alguna región de Europa central que vendría a actuar en algún escenario de la gran manzana para ganarse el sueldo de tres meses y alguno de cuyos integrantes, ante la tortura del paso de frontera, empezaba a querer volverse a su pueblo de la montaña austriaca.
Cuando cogí el taxi para venir a Manhattan, me vinieron recuerdos de mi tierra. Aunque poco, de vez en cuando me vienen recuerdos de cuando vivía allí, pero solo de vez en cuando. Hace ya tanto tiempo. El recuerdo de los taxistas, famosos porque no pueden hacer un solo trayecto sin entablar una animada conversación con el cliente. Al menos así era cuando yo vivía allí. Pero no sé, de eso hace ya mucho tiempo. El taxista que me recogió al salir del aeropuerto no hablaba, solo lo imprescindible para preguntarme a dónde íbamos. Aquí los taxistas no hablan mucho, será porque tienen una vida dura o porque los pasajeros a menudo tienen dificultades con el idioma, pero, sea lo que sea, no hablan mucho. Ponen el aire acondicionado a toda mecha y piensan en sus cosas, no sé, serán cosas de la familia, de las dificultades por sobrevivir, vete tú a saber.
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Llegué al apartamento de noche. La calle olía mal. No recuerdo esos olores antes de irme. Claro que entonces mi casa no estaba en Harlem, estaba en el Upper East y ahí huele bien y las aceras son anchas. Me crucé con dos vecinos en la puerta. Yo los saludé, pero ellos no me devolvieron el saludo. Es otra cosa que pasa aquí, que la gente no saluda ni se mira a los ojos cuando se cruza con otra gente en la calle o en la escalera del edificio. Y aquí estoy, “la Gloria de Manhattan empieza a partir del quinto piso”* pero yo vivo en un bajo, sin luz, sin vistas y sin higiene. Y lo de a partir del quinto piso, en el Upper East Side, porque aquí, en Harlem, es otra cosa. Ni el quinto, ni el décimo. Quién iba a decir que hubo una época en que la gente de bien (qué error del lenguaje, confundir la bondad con el dinero) vivía en Harlem y la gente del pueblo en el sur de Manhattan. Pues eso, que aquí no hay gloria, que se lo digan a los de los projects** de ahí enfrente, rodeados de basura. Vivo rodeado de miseria, pero me aseo todos los días y, cuando es necesario, me cambio de ropa y la lavo en el barreño. No me preocupa estar fumando marihuana todo el día. Veinte años son demasiados. No puede ser tan mala si la han legalizado. Aunque hay una cosa que me inquieta. No sé si esto que hago es normal o es que estoy perdiendo la cabeza. ¿Es el flujo de pensamiento normal o hay algo que empieza a funcionar mal? ¿Por qué cuento todo lo que pienso y todo lo que veo? ¿A quién se lo cuento? Vosotros sois una fantasía, ya os he dicho que no existís, sois solo un pretexto para justificar mi discurso y para creerme que es normal. Pero ¿lo es? No creo que sea efecto de la maría. Y pastillas, tampoco tomo tantas. Qué raro que la hayan legalizado aquí, en Estados Unidos, solo falta ya que disuelvan la DEA, pero sin la DEA la producción cinematográfica iba a disminuir mucho. Hay que ver la cantidad de películas en las que aparece. Rodeados de basura y sin luz también, porque las ventanas son estrechas, qué manía de hacer las ventanas estrechas.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces [1]
Menos mal que ahora hacen muchos edificios de cristal, son todo ventanas, será para compensar lo de antes. A ver si me hago amigo de algún arquitecto y le pregunto por qué todos los edificios antiguos tienen las ventanas estrechas, que las fachadas parecen puertas llenas de agujeros de bala. Los edificios. La primera vez que llegué a Manhattan me deslumbró. Los rascacielos me parecían seres de otro mundo, pero luego me fui dando cuenta de que todo es funcional y feo, el mito feo de la fascinación. La Gran Manzana es un conjunto de monstruos prismáticos, cajas sin gracia y sin estética. Los edificios que destacan lo hacen por la altura, no por la belleza. El rascacielos sustituye a Dios, ambos tienen vocación de altura. Ahora veo la realidad, lo que se llama surrealismo es desorden en la forma de exponer lo que pasa por la cabeza, pero si te vas fijando en los fragmentos, vas colocando los fragmentos a lo largo de tu vida, si tienes suficiente vida para colocarlos.
La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno,
nadie la recoge en su boca [2]
Porque siempre hay un edificio enfrente que la tapa. Bajo el espectacular skyline del sur de Manhattan, se agazapa la miseria en la oscuridad.
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Entro en esta tienda a ver qué hay. No voy comprar nada, sería un extra en mi presupuesto para veinte a años. Zapatillas, zapatillas, zapatillas, qué manía con las zapatillas. Aunque puede que tenga una explicación. Para andar mucho por las calles, para andar en vez de coger el metro, ese mundo oscuro de fetidumbre, calor y negrura. Ratas y jeringuillas, es lo que hay en el metro. Hay que comprarse zapatillas, hay que evitar el metro. Qué mierda de justificación, las zapatillas se compran a precio de jamón ibérico porque nos taladran el cerebro con la publicidad para que todos nos sintamos Michel Jordan por llevar unas deportivas de cien dólares,
a veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños [3]
La puertorriqueña de la caja me acaba de decir que esta ciudad es muy dura, “yo me quiero ir”, me ha dicho. Y, cuando le pregunto que de dónde es, me dice que de aquí. Que se lo diga al agente de emigración, que se creía que todo el mundo quiere venir a robar, a robar trabajo, a robar a la gente, a robar el sueño americano. Pues no, cretino, hay gente de aquí, que, harta de robar miseria, se quiere ir.
¿Cuál es objetivo del paseo de hoy? No me acuerdo. Ah, sí, ahora sí. Voy a hacer el recorrido desde la calle 100, subiendo por el Spanish Harlem, el Barrio, coño, desde la frontera, desde donde empieza lo chungo, para ver cómo evoluciona la situación. En esta ciudad todo es progreso. En el distrito financiero progresan los balances y los rascacielos. Aquí en Harlem progresa la miseria. Empieza en la 100 y según subo hacia el norte va progresando. Es una escala perfecta, 101 de miseria, 102 de miseria, 110, más tipos que ya no van a recuperar su vida, 120, apocalipsis de suciedad, enfermos y cerebros perdidos. Voy a comprobarlo. Se lo escuché ayer en el metro a dos puertorriqueños que tenían pinta de poetas, de hacer poesía social. Yo al poema lo titularía Escala invertida de dureza y lo acabaría con estos versos:
corindón y diamante
diamante en Midtown
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EL NORTE
La calle 100, un número redondo. Aquí está la frontera, al menos aquí estaba hace diez años, cuando me fui a China. Al sur, los Upper sides, el East y el West, Midtown, los Villages, Soho, el Financial District, los paraísos artificiales,
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto [4]
al norte la miseria. El Barrio, el Harlem afroamericano. Voy a recorrer primero el norte. Voy a dejar lo bueno para el final, “lo bueno”. Ya empieza el espectáculo, es pasar de la calle 96 a la calle 102 y los ocupados médicos, enfermeras, investigadores que pululan en torno al hospital desaparecen y empieza el circo de indigentes y trastornados. Si tanto dinero se invierte y tanto dinero se gana en investigación y atención sanitaria, ¿por qué no se dedica nada a esta gente, por qué? Qué mal huele al norte de la frontera, basura orgánica descompuesta por todas partes. En lo que va de recorrido, me he cruzado con veinte transeúntes y tres eran lisiados, tres eran drogadictos, dos eran enfermos. Ocho de veinte. Quedan doce. De los doce, cuatro estaban escuchando reguetón a la puerta de un estanco. Tienen cerca la manihuana, la han legalizado, pero cómo ha sido posible. El recuento que acabo de hacer es el balance de diez calles. Qué recuerdos aquí, en la glorieta de Duke Ellington. ¿Te acuerdas? El sueño americano nos destrozó. ¿Por qué fuimos tan competitivos? Yo lo fui más, lo reconozco, yo me fui, pero tú también cogiste el barco que lleva donde el dinero, y eso fue antes. Yo ahora soy un derrotado. ¿Qué eres tú?
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré caer mis cabellos. [5]
Voy a ver qué hay entre Lenox Avenue y Adam Clayton Powell Jr Boulevard. De momento ya empiezo a ver más cuerpos viviendo al límite. ¡Santo Dios¡ esto es un circo de injusticia, el infierno está en el borde de Central Park. Mira esa mujer, ¿a quién se dirige? ¿a quién le cuenta sus fantasmas personales con esa ira?, ¿a esos tipos que dormitan sobre el banco de piedra mientras su mugre se fosiliza entre las uñas y sobre los párpados? ¿O a esos que están intercambiando billetes? ¿Pero qué venden? Si la marihuana está legalizada. Fentanilo ilegal. Es lo que se lleva ese tipo que acaba de darle los billetes al patriarca del grupo. Cuidado, chaval, esta misma tarde puedes estar muerto. Una observación estadística: todos estos son afroamericanos.
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¿Cuántas calles he subido? Vaya, no está mal, ya estoy en la 125. Las aceras están cada vez más deterioradas, se ve que se invierte menos en su conservación. Voy a hacer otra vez recuento, voy a resumir, el número es lo de menos, va en aumento: afectados por consumo de droga, varios, también por fentanilo, seguro, es lo que está de moda ahora. Afectados por enfermedades mentales, en aumento. Afectados por la pobreza, todos. Menos mal que, cuanto más subo hacia el norte, más se ven grupos de paseantes. Al sur de la frontera todo el mundo camina solitario, los transeúntes se cuentan de uno en uno.
Voy a entrar a esta iglesia. Si no recuerdo mal, antes de irme, aquí celebraban misas góspel. Vaya, hay que pagar entrada. Bueno he podido regatear y sacarlo un poco más barato. ¿Pero esto es una ceremonia religiosa o es un espectáculo para el turismo? Ya no recuerdo cómo era entonces, vamos a ver ahora. Pero qué ganas le ponen, aquí está todo el torrente telúrico de África, toda la rabia alegre de la esclavitud. Esto tiene emoción espiritual, esta gente está en contacto con Dios, y hay fraternidad entre ellos. Y además se lo pasan bien, se ve que disfrutan cantando, tocando las palmas, moviendo el cuerpo al ritmo de la música del grupo instrumental. Porque hay grupo instrumental, hay batería, bajo y piano, no como en las iglesias españolas, que el componente musical se reduce a un canto medio salmódico que, si no te hiela la sangre, te adormece, y sin ninguna gracia. Pues aquí se lo pasan bien, ahora el predicador también canta, cuidado que se viene arriba, y el coro son todos, todo el público baila y canta y se lo pasa bomba, no lo recordaba tan animado. No es una ceremonia religiosa, es una fiesta religiosa, espiritual. Pero, qué hace ahora el oficiante, se dirige a los turistas y les pregunta de dónde vienen. Huy, huy, huy, esto es más que espiritual y religioso. Y ahora que ha acabado de preguntarle de dónde vienen a todos los turistas, los que han pagado por entrar, empiezan a pasar el cepillo. El oficiante los anima a que contribuyan al sostenimiento de la comunidad. Tiene derecho. Aquí todo se sostiene con donaciones, todo el mundo tiene derecho a la caridad, que siempre está al albur de quien hace la obra benéfica, eso, que haya menos impuestos, que el estado no imponga nada en cuestiones económicas, libre mercado y libre beneficencia, que cada uno decida lo que hace con el dinero. Aunque los de Harlem no deciden nada, entre otras cosas porque no tienen dinero. Creo que me voy de aquí, la duda está resuelta. Es un espectáculo lucrativo. No sé si el componente espiritual es auténtico. Parece que sí. ¿Habrán logrado conservar la parte sentimental después de añadirle la superestructura económica?
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He bajado a la calle 120. ¿Qué esto? Un mercadillo. Pero también hay música, música con buen ritmo. A ver qué pone en el cartel, Carnaval africano. Claro, no hay más que ver la ropa que venden en los puestos, los colores de las blusas y los vestidos
Para ver que todo se ha ido,
Para ver los huecos y los vestidos,
¡dame tu guante de luna,
Tu otro guante perdido en la hierba,
Amor mío! [6]
Amarillos, rojos, marrón y negro, colores cálidos y terrosos, para recordar todo lo que se ha ido, que se fue de África en los barcos que llevan donde el dinero, pero la gloria de Manhattan empieza a partir del quinto piso,
y qué me estás contando, my friend,
si yo soy de la isla,
mira tú qué arte y qué alegría. [7]
vestidos grandes y amplios para los cuerpos de los afroamericanos, cuerpos altos, fuertes y voluptuosos, hechos para el placer y la naturaleza, no para el infierno de cristal y las multiplicaciones.
Ya no podré quejarme
Si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los insectos vacíos
No veré el duelo del sol con las criaturas en carne viva. [8]
Estos cuerpos siguen hechos para el placer, no hay más que ver sus dientes poderosos cuando sonríen y la dignidad con que mueven su altura, a pesar del cieno de números y leyes que les empuja hacia el norte desde el sur de la frontera.
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Estoy llegando a la calle 117. Esto es ya el Barrio, he’mano, el Spanih Harlem. Aquí predominan los puertorriqueños y dominicanos. Pero sigue habiendo muchos afroamericanos, y lo que no hay, igual que en el Harlem negro, es sanidad, porque esta gente no puede pagarse un seguro médico y aquí, en el Paraíso, no hay sanidad pública, he’mano. Y yo que trataba de romper otras fronteras. Me merezco lo que me pasó, pero no por romper la barrera ética, sino por trabajar desde el principio para…
enjambre de monedas furiosas
que taladran y devoran abandonados niños. [9]
He bajado diez calles y ¿qué he visto en estas calles y en el resto del recorrido que estoy haciendo por el norte de la frontera?, que por estas calles pululan decenas de enfermos que se arrastran como pueden con andadores o sillas de ruedas, desquiciados que canturrean moviendo la cabeza mecánicamente o sueltan discursos llenos de reproches a no se sabe quién, quizás ellos sí lo saben. Yo os lo cuento a vosotros, fantasmas que no existís. Se dice que esta es una zona violenta. Ayer asesinaron a una mujer de dos disparos en la cabeza, en la calle, por violencia de género, y el mismo día, en la calle de al lado, asaltaron a un chaval para quitarle las zapatillas… Se dice que de noche te pueden pegar un tiro por menos de nada, pero de día se puede pasear por estas calles sin miedo, por lo menos yo lo hago. Creo que la clave es sentirte integrado, uno más, no ver a la gente como una amenaza, sino como semejantes. Al fin y al cabo, yo soy su semejante, porque veinte años es demasiado. El miedo se aprende y se construye. Sí, yo soy uno más, yo soy uno de ellos, blanquito y con un presupuesto que administrar, Pero soy uno de ellos, ellos viven la miseria. Yo la observo. Pero no tengo nada más que hacer, ver cómo se pasa la vida. Veinte es demasiado.
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Una hilera de niños pequeños de escuela infantil pasea al cuidado de sus monitores agarrados todos y unidos una cinta de color azul. Voy a seguirlos. Entran en ese parque, Thomas Jefferson Park. Estoy cansado. Voy a sentarme en ese banco que está pintado de colores, los colores de la bandera arco iris. Y tiene dibujos: una pistola con el cañón anudado del que salen flores, un puño multicolor en actitud de lucha, Fight today for a better tomorrow, stand together. A ver qué hay en el otro banco. Más consignas en el asiento: un árbol con la inscripción Voting rights. Dos manos están talándolo. En una mano, Politicians, en la otra, Big Corporations. El John Lewis Tree, lo pone en el respaldo del banco. En la copa del árbol, los frutos por los que hay que votar: solar power, free higher education, free health care, black lives matter, words, not bullets, peace, equal rights for all, we are all immigrants, affordable housing, we are all free. Y la paloma de la paz. Ahí al lado hay tres sujetos que tienen pinta de peligrosos. Desde luego ellos no son los que han decorado los bancos. Será mejor irse de aquí. Está anocheciendo. Hostia, ese tipo lleva la minga fuera. Va caminando y orinando con la minga suelta, que se balancea distribuyendo el chorro a uno y otro lado de su cuerpo. No se la puede sujetar pues sus manos están ocupadas agarrando dos enormes bolsas llenas de bártulos.
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Aquí viene otro para la colección de seres del inframundo: anda de un lado a otro de la calle arrastrando todo tipo de carros, cuántos carros puede llevar en esas condiciones, está drogado, ahora se para. Le grita a ese otro tipo que está tirado en el suelo durmiendo en medio de la acera. El durmiente ni se inmuta. Tres calles más y llego a casa. Estoy muy cansado. Quiero dormir. ¿Qué es ese ruido? Quads que se dirigen hacia abajo. ¡Dios, por lo menos son veinte o treinta! Ese va sobre dos ruedas, y ese también, la mitad va sobre dos ruedas y acelerando a toda pastilla. Son como los zumbados de Mad Max, dispuestos a cruzar la frontera. ¿Esto es real? O mucho me está afectando la marihuana o claro que es real. O surrealista, llevo todo el día con el runrún en la cabeza:
huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas. [10]
No acierto con la llave. Adentro. Viene otro vecino. A ver si este saluda. Voy a mirarlo a los ojos hasta que me salude. Nada, ni siquiera se molesta en ver quién se cruza con él, baja la cabeza y evita mirarme. Solo me han saludado el currante que estaba fumando apoyado en la acera, creo que me saludó porque me quedé mirándolo más tiempo de lo normal. En la calle no hay contacto visual. En mi edificio tampoco. Parece que si miras a los ojos estás agrediendo. Aunque al currante afro de la esquina, el otro día le resulté simpático y me hizo un gesto. En mi situación se agradece, la verdad. Pero una cosa es saludar y otra cosa es tener con quién hablar. Veinte años son demasiados. Es imposible veinte años así. También me saludaba la agente que regulaba el paso de peatones en la misma esquina de la calle 96 con la tercera avenida. Pero eso era hace diez años, cuando vivía al sur de la frontera. Le debía de hacer gracia que cruzara el paso de cebra todos los días a la misma hora para ir a trabajar, para ir a labrarme el futuro, la desgracia.
Se me olvidaba, también he visto por la tarde a un hombre que caminaba por la calle desnudo de cintura para arriba. Tenía la barriga hinchada, aunque era delgado, como si estuviera embarazado. El que vi cuando volvía de comprar pizza, el que estaba durmiendo en el suelo, tapado con un plástico transparente, ese estaba desnudo de cintura para abajo. La mujer que estaba el otro día durmiendo en el banco del Harlem meer, la afroamericana, la que estaba tapada con una manta, olía fatal.
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EL SUR
Estoy a punto de llegar a la calle 100. Es un número redondo, 100, el tope para albergar una vida digna, al norte de la calle 100, el sistema no soporta más dignidad. De ahí en adelante, miseria. Voy a ver qué da de sí el día. Voy a ver en qué consiste la dignidad. Voy hacia el sur.
Lo primero que veo es a una mujer con un cuerpo que se ha salido de sus dimensiones, de su anatomía racional, su perímetro es mayor que la secuoya milenaria del Museo de Historia Natural de Londres. La mala alimentación. Es otra de las consecuencias de la pobreza, la comida rápida por todas partes, la comida basura, el pollo refrito y la hamburguesa de rata, no me extrañaría, para algo tienen que servir todas las ratas que hay en esta ciudad. No sé si hay más ratas o más establecimientos de comida basura. O más basura, que no sé cuál es la política de recogida de basura, pero casi toda la ciudad huele a basura. Bueno, toda no. Huele peor el norte que el sur.
Camino por Lexington. 92NY, el centro cultural judío. Voy a pararme a ver de qué hablan estos dos septuagenarios. Están hablando del concierto que habrá esta tarde. Han elogiado mucho al vibrafonista que acompañará a la estrella, y una vocalista de 21 años, han dicho que recorre los registros vocales de Ella Fitzgeral, Sara Vaughan y Nina Simone. Recuerdo este local. Vine a algún concierto aquí. El público era mayoritariamente de la edad de estos dos, judíos acomodados, algunos muy acomodados, con mucho dinero y muchos años, una media de setenta, disfrutando de la música que nació de la esclavitud. No digo que esté mal, es como la misa góspel, ni el arte ni la espiritualidad tienen que estar reñidos con la satisfacción de la necesidad de conseguir las lentejas. Todo es mercado y tanto los fieles como los músicos tienen que vivir.
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¡Han desaparecido los miserables! En Central Park no hay pobreza. Solo en el extremo norte. Del Harlem Meer no pasan. Se quedan sentados en el poyete de la avenida Central Park Norte. ¿Por qué? ¿Por qué no cruzan la frontera? ¿También les piden el pasaporte caducado? Es una barrera psicológica. En el concierto del otro día, toda la gente parecía feliz. ¿Por qué no vienen a este parque los miserables de Harlem? Seguro que les gusta el jazz. Pero solo se acercan al Harlem Meer. Aquí en cambio hay niños. Hermosos niños rubios que se colocan al lado de Alicia, o al lado del conejo para que sus papás turistas les hagan fotos. No hay papás que les hagan fotos a los niños al norte de la frontera.
Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes,
pero sufren mucho más por el agua que no desemboca.
Que no desemboca. [11]
Al sur solo hay pobreza testimonial, forúnculos que se le enquistan al sueño americano Me acabo de encontrar a un hombre tirado en el suelo. Me fijo a ver si está respirando. Su vientre se mueve. Una mujer blanca se para a observar. Me pregunta por él, le digo que respira, pero que no sé cómo está. Saca el móvil, supongo que para llamar a servicios sanitarios o de protección civil. No confía en mí. El hombre tiene a su alrededor comida que se ha desparramado por el suelo. Es como si se hubiera desplomado súbitamente. Pero la gente pasa sin pararse, sigue su camino persiguiendo el sueño, la mariposa que se escapa entre los rascacielos.
He fumado demasiado rápido este canuto, se me ha subido, es fuerte la maría que compré al lado de casa. Voy a sentarme aquí, frente al hotel Plaza. A observar a los viandantes. Son casi todos blanquitos. También hay asiáticos. Los voy a observar si puedo abrir los ojos. Abro los ojos, miro y luego los cierro, pienso en lo que he visto y los vuelvo a abrir, cierro y vuelvo a recordar al viandante…
*

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En la 5a avenida, frente al hotel plaza,
con la Apple store detrás,
un rincón apacible después de la lluvia,
es otra ciudad comparada con Harlem 114.
El mundo es así en general,
nada le importa a la riqueza la miseria que hay al lado.
Las grandes fauces del tiempo se tragan las vidas
como la bota de un niño feliz aplasta hileras de hormigas que buscan comida.
Pero todos estamos felices de vivir en el cogollo,
aunque se hayan cortado las raíces.
Mientras un jinete de oro,
guiado por una victoria que levanta la mano
anunciando la llegada del prócer,
avanza con mirada firme
hacia la nada que confirma la inmovilidad de su montura,
en la esquina sureste de Central Park.
La brisa acelera el paso de la gente joven sin preguntas.
Mi conciencia no permanecerá despierta más tiempo
que los senos de una bella oriental que pasa frente a mí se mantendrán erguidos.
Y se muestra la poesía
como la única forma posible ya de vivir,
de penetrar en el espíritu de las cosas,
aunque sea meramente una ilusión.
Yo no quiero decir ya a nadie lo que es bueno o malo,
solo seguir mirando y comprendiendo
que todo cabalga a lomos del vacío.
Así fue siempre y todo
es dar vueltas a ver si hay otra cosa.
Se hace de noche y mañana quizás ya no amanezca.
Solo la costumbre nos hace pensar que sí lo hará.
La costumbre, esa elección que surge del misterio
y lleva en su vientre la soga de lo lícito
y el puñal para el que disiente.
Pero acaso si se viene aquí,
A este rincón sureste de Central Park,
desde algún país asiático
o del corazón del Congo antiguo,
se vean totalmente las cosas
de otra forma.
La marihuana me ha hecho pensar en verso, o en tonto, no sé. Creo que se me ha ido la pinza. Detrás de mí está la Apple Store. No hay miseria (casi) al sur de la frontera. Voy a caminar por la Quinta avenida, siempre hacia el sur, a ver si se me quita el mareo.
No hay miseria en Midtown. Hay consumismo por los cuatro costados, tiendas de marquitas, adolescentes soñando y reclamándoles a sus padres el último modelo de zapatillas nike, la megatienda de Apple, más tiendas, la hiperpublicidad luminosa de Times Square. Tampoco hay viejos decrépitos o abandonados a su enfermedad sin póliza de seguro. Hay ancianos con dinero, como esa pareja satisfecha de la vida que ha tenido. Acaban de tomarse una infusión y se van caminando hacia su destino final cotidiano, lentamente, sonriendo, felices de vivir un día más.
Vaya, esta calle está cortada por coches del servicio de seguridad de alguien importante. Va a salir alguien famoso de alguno de esos edificios. Los seguratas se mueven, la salida es inminente. “¡Melania, Melania, Melania!” Se sube al coche y en un minuto desaparece el operativo de seguridad. Esta mujer ha dejado mucha felicidad repartida entre los viandantes. Estarán felices el resto de la tarde por haber visto a Melania.
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Todo es felicidad y shopping aquí en Midtown, si no fuera por tipos como ese que está aquí, estoy frente a él, en la Quinta avenida, a la altura del Empire State, está arrodillado con la cabeza apoyada en los antebrazos y las palmas de las manos juntas hacia adelante, en actitud de oración. Es otro forúnculo. Tiene el pelo horrible, con escamas por todas partes, que no sé si son de caspa fosilizada o liendres o consecuencia de alguna enfermedad del cuero cabelludo. Son los forúnculos que brotan aislados en el paraíso, entre las piernas de los transeúntes, a cualquier hora del día. Lo han perdido todo, hasta las referencias horarias y los biorritmos.
Acabo de coger un taxi para bajar hasta el World Trade Center. Caminando no me daría tiempo. Es un extra en mi presupuesto. Pero no sé si llegaré sano. El taxista va pendiente del teléfono, está ligando con Tinder o algo así. Y no solo eso, también va comiéndose una brocheta de pollo con las dos manos. Cuidado, man, si alguien te denuncia, puedes perder la licencia y tú vives de eso, man. Yo me conformo con que me dejes sano y salvo donde te he dicho.
Vamos a ver qué se ha hecho donde estaban las torres gemelas. Cuando me fui, estaba proyectado un memorial para recordar a las víctimas de la obra maestra del terrorismo islamista. Un agujero, el homenaje a las víctimas del 11-S es un agujero por donde se cuela el agua que arrastra toda la podredumbre que provoca sufrimiento, el homenaje es un pozo de las almas por donde se cuela toda la infamia, toda la maldad humana, y también toda la culpa. Pero dónde están las almas, deberían estar en el cielo y están en un pozo, solo quedan sus nombres escritos en el muro que rodea el pozo.
¡Qué hermosa imagen! Los rayos de sol, del sol poniente, del ocaso que viene del lado del Hudson, colándose entre los rascacielos.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces
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Es de noche, he llegado a Chinatown. La plaza del Dr. Sun Yat-sen. Es de noche y en esa mesa tan concurrida se alumbran con velas. Es una timba. Son todos hombres, salvo una mujer, la que mueve las cartas con más aplomo. Y los mirones que rodean la mesa y que observan la partida con mucho interés y a mí con mucha desconfianza. Qué escena más truculenta. Me voy de aquí. Me voy a coger el metro. Voy a volver a casa en el gusano eléctrico que atraviesa la frontera por debajo de tierra. Camino en busca de la boca de metro, por la calle Dovers, la más sangrienta de la historia de Nueva York. En este ángulo de casi noventa grados esperaban los pistoleros para balasear a sus objetivos. El tiroteo a Vito Corleone. ¿Mario Puzzo la situaría aquí o en Mulberry Street? Esta calle tiene más tradición en eso de las emboscadas. Este era el ángulo sangriento donde las pandillas Tong de Chinatown apostaban a sus hombres hacha para destrozar las cabezas de sus enemigos.
Qué calor hace en los andenes. Qué suciedad. Ratas, jeringuillas en la línea 6. Voy a escuchar la conversación de estos que dos que van a mi lado, para no pensar, necesito marihuana, pero aquí no puedo fumar. Veinte años es demasiado. Acaba de decir que ahora mismo hay en el país riesgo de Guerra Civil. ¿Ha dicho enfrentamiento o Guerra Civil? Ha dicho Guerra. Y los dos parecen sensatos. ¿Por qué van en metro estos dos? Tienen más pinta de desplazarse en taxi. Me duermo”.
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La mañana del quince de agosto, tras la puerta cerrada, sonaba en bucle, incansablemente, la voz de Enrique Morente:
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros… [12]
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José Luis Martín
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Notas
[1] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[2] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[3] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[4] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[5] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[6] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[7] Javier Ruibal, La Gloria de Manhattan [canción]
[8] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[9] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[10] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[11] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
[12] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York