Con motivo del bicentenario de la publicación de «Frankenstein, o el moderno Prometeo» – «Frankenstein», de Mary Shelley: ecos y significados – Joaquín Albarracín de la Rosa

Con motivo del bicentenario de la publicación de Frankestein, o el moderno Prometeo – 1818 – 2018
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Frankenstein, de Mary Shelley: ecos y significados
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“La pena es conocimiento: los que saben más
tienen que deplorar más la verdad fatal;
el Árbol de la Ciencia no es el de la Vida”
Lord Byron
En la introducción que le encargan para la edición de Standard Novels, publicada trece años después de la aparición de la obra, que ya es un éxito, Mary Shelley rememora una frase: “Lo que me ha aterrado a mí, aterrará a los demás” [1]. La sentencia le sobreviene en la duermevela de una de las noches glaciales que pasa en ocio junto a Lord Byron, su marido Percey B. Shelley y Pollidori –dos poetas y un médico-, en una villa -la Diodati- situada en las inmediaciones de Suiza. Dos siglos y muchas noches después seguimos comprobando su acierto: su relato ha fascinado las imaginaciones de medio mundo tras la visita a la vida y a la obra de Víctor Frankenstein.
“Una obra que dura –lo que llamamos un clásico- es una obra que no cesa de producir nuevos significados”, afirma Octavio Paz en una definición plausible [2]. En este sentido, la obra de Shelley es un clásico. Son, en efecto, plurales y ricos los significados que suscita –los temas, las apreciaciones posibles-, y por ello el acercamiento crítico puede abordarse desde perspectivas numerosas, pero ninguna de ellas definitiva o total. El lector –el crítico- aspira a reconocer en las palabras que ausculta personajes y situaciones que dialoguen con sus pensamientos y creencias, para, una vez atravesada la hendidura que separa realidad y ficción, abrirlos a otras miras y sensibilidades que puedan enriquecerlos. Ocurre que en las obras universales el lector se siente reconocido de continuo; la interpelación no cesa porque esta es su gracia y su naturaleza constitutivas: que a todos nos toca, que en ellas late lo humano.
Bajo semblanzas precisas en las que fielmente nos reconocemos, cada clásico nos aguarda. La piedad humana, por ejemplo, la vemos reflejada tanto en Los hermanos Karamázov como en Guerra y Paz, y no importa si la historia se desarrolla en una charla de café o en un altiplano donde los caballos cargan hacia la batalla. Los personajes encarnados por el joven Aliosha y por el príncipe Andrei actúan como catalizadores de símbolos que proyectan universales humanos. Frankenstein, como todo clásico, forma parte de este grupo selecto. Los párrafos que siguen comparten algunos de estos reflejos que me ha suscitado el binomio inseparable Frankenstein-su criatura, y los ecos con otras piezas literarias que, ya sea por identidad temática o por pareja sensibilidad, me han sobrevenido a lo largo de la lectura.
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Víctor crece en una familia bondadosa de la que aprende unos ejemplos de humanidad y amor excelentes: “Había un sentido de la justicia en el recto espíritu de mi padre que le obligaba a tener muy alto concepto de una persona para amarla intensamente”. No existe una infancia mejor, como confiesa: “Ningún ser humano puede haber tenido una infancia más feliz que la mía”. ¿Cómo una infancia dichosa puede conducirle a una madurez desgraciada? La ambición que luego se apoderará de él nace de la semilla del supremo Bien inoculada en su hogar, pero transformada posteriormente en un idealismo descarrilado que comenzará a manifestarse en las clases del profesor M. Waldman: “Por mucho que se haya hecho, mucho, muchísimo más lograré yo; avanzando por los senderos ya marcados, inauguraré una nueva ruta, exploraré poderes desconocidos, y revelaré al mundo los más profundos misterios de la creación”. Cuando Víctor tiene su camino en mente –único, solitario como el de los héroes-, ha de romper con los límites establecidos por la ciencia de su tiempo e ir más allá. Goza de un regocijo especial, pues se sabe elegido por el dedo del destino: “me asombraba el que […] se me hubiese reservado a mí solo tan prodigioso secreto”.
Tras recabar los conocimientos necesarios y ponerse manos a la obra, Víctor da vida a su criatura en “una lúgubre noche de noviembre”. Desgraciadamente, comprueba que su ilusión se desmorona: su criatura le aterra. Las ideas apasionadas de su mente no concuerdan con la realidad circunscrita. Si el vuelo es demasiado alto la caída será estrepitosa, como fue la de Ícaro. Y al precio de esta caída, en el viaje de vuelta del idealismo a la realidad, Víctor aprende un saber esencial: la serenidad se encuentra cerca del desconocimiento o de la sencillez de conocimiento. Lo más sabio es no saber, como pregonaban los antiguos escépticos. Dona esta lección al capitán Walton en varias ocasiones: “Aprenda de mí –si no de mis preceptos, al menos de mi ejemplo- lo peligrosa que es la adquisición de saber, y cuánto más feliz vive quien cree que su pueblo natal es el mundo que aquel que aspira a ser más grande de lo que su naturaleza puede permitir”. No es curioso que su criatura pronuncie una fórmula calcada en otro momento -“el dolor no hacía sino aumentar con el conocimiento”-, pues su educación sentimental es reflejo parcial -y cultural- de la de Víctor.
La criatura, lejos de permanecer inerte cuando presencia su propia figura, se horroriza al contemplarse: “Al principio retrocedí aterrado, incapaz de creer que era yo, efectivamente, quien se reflejaba en el espejo; y cuando comprobé que era el monstruo que soy, me embargaron los más dolorosos sentimientos de desaliento y mortificación”. El físico, tan apolíneo en los demás, es reflejo del alma: belleza que es bondad. Él, en cambio, es extranjero del género humano. Aunque sí pueda cometer actos malvados o pueda albergar nobles sentimientos [3], sus actos no pueden conllevar juicios morales. La moral es una determinación de la voluntad humana, y no de las bestias: está condenado a ser amoral. Pero es que tampoco es una bestia, o no del todo, pues su género abigarrado y su identidad son materia inaccesible: “¿Qué era yo? La pregunta me surgía una y otra vez, solo para contestarla con gemidos”.
El descubrimiento de la palabra procura un genuino asombro a la criatura: “Me es imposible describir la alegría que sentí cuando aprendí las ideas correspondientes a estos sonidos, y fui capaz de pronunciarlos”. Envuelto en las sombras del cobertizo, agazapado, escucha las conversaciones de la familia con la que vive –pero no convive, pues se muda al módico precio de la invisibilidad. No sabemos si Mary Shelley hace uso voluntario del humor, pero lo cierto es que la criatura aprende el francés. (Imaginarse al vasto engendro pronunciando en la gutural lengua de Voltaire, es cuanto menos curioso). Pero gracias a la palabra consigue dominar la lectura de clásicos. Estos, junto al ejemplo que aprende de los miembros de la familia –como Víctor aprendió de la suya en su infancia-, constituyen los ideales de virtud y modelos humanos con los que la criatura se prepara a salir al mundo todavía intacto que le rodea. Como le ocurrió a Víctor con este invento que se sabe invento -lúcida conciencia dolorosa- [4], estos ideales se desmoronarán el día que se muestre frente a los otros y padezca su rechazo y marginación. Y esta ilusión caída desde tan alto se empozará en su ser como charco de culpa y de desdicha. Si Víctor y la criatura sufren en paralelo sus tribulaciones emocionales –y estas son extremas-, la salvación de ellos solo se encuentra, si existe realmente, extramuros de aquella vida común y deliciosa que la sociedad les había preparado.
La estructura de la novela está conformada de modo que no exista narrador externo que describa o analice los hechos. La historia nos llega a través de tres testimonios diferentes, dos de ellos orales: las cartas que dirige el capitán Walton a su hermana, con que se inicia y acaba la obra; la narración de sus desdichas dirigida a Víctor por la criatura desde la cima del Montvert, sobre todo desde el capítulo 11 al 16; y, mayormente, el testimonio principal que da a Walton el propio Víctor. En algunos pasajes se añade uno más: las cartas que se cruzan Víctor y Elizabeth. Esto es, la novela combina la narración testimonial con el género epistolar -género del que Goethe se sirve en Las desventuras del joven Werther, obra que cita la criatura junto a las Vidas de Plutarco y Paraíso Perdido de Milton, cuando, al descubrir la palabra, ejerce por un par de páginas de crítico literario-. Solo aparecen tres o cuatro marcas temporales en la narración de Víctor; cada cierto tiempo nos interpela desde el presente recordándonos que alguien habla, y no que alguien escribe. Medio siglo después empleará la narración testimonial con precisión soberbia Joseph Conrad, a través de su ambiguo personaje Marlow –El corazón de las tinieblas y Lord Jim, entre otros-, cuando, varados los barcos –como aquí el de Walton entre icebergs-, suspende el tiempo físico y activa el imaginario.
Si la primera parte de la novela es la narración de un recuerdo marcado por la dicha de la infancia de Víctor y la ambición de conocimiento –pero sobre la que ya planea una sombra advertida-, la segunda parte de la novela es tanto oscura como desgraciada y, a la vez, es la historia de una persecución.
“William y Justine, las primeras víctimas de mis artes impías”, dice Víctor. La criatura ha comenzado a perpetrar sus asesinatos. Al no sentirse amado por la sociedad que le rodea, ni sentir correspondencia con sus primeros y nobles sentimientos, lo único que le alienta y le da fuerzas es la gélida pasión de la venganza. Pero, a pesar de haber sido la criatura quien ha cometido tales atrocidades, la culpa y el remordimiento recaen sobre el hacedor primero: Víctor Frankenstein. Fatalmente, ha llegado la hora negra en que lo siniestro se le desvela: la triste realidad se corresponde con la triste imaginación, que es su preludio tenebroso: “Hasta entonces, sólo había imaginado la desdicha de mi hogar desconsolado; ahora, la realidad se me ofrecía como un nuevo y no menos terrible desastre”. A partir de estos sucesos Víctor ya no será el mismo. La desilusión primero, y luego la desgracia manifiesta le abren las puertas del dolor y del miedo. Ahora él porta lo siniestro y aún no lo ha desvelado a los demás. Como Raskólnikov en Crimen y castigo, Frankenstein carga con la angustia de sus actos deplorables; pero, en tanto que Raskolnikov se quiebra en el recuerdo de las vidas que ha arrebatado, Frankenstein se estremece por la bizarra vida que ha otorgado.
Ya avanzada la novela aparece un episodio de desdoblamiento, cuando la criatura exclama a su amo: “Esclavo, trataré de razonar contigo, aunque has dado prueba de ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que tengo un gran poder; te consideras miserable; pero yo puedo hacerte tan desdichado que la luz del día te resulte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu amo: ¡obedece!”. ¿Víctor es el creador y el amo de su criatura, y esta su esclavo, o más bien al revés? ¿Son los dos, a fin de cuentas, amos y esclavos? Desdoblamiento y duplicación. Ya no existe un hacedor que juegue a los dados. El desdoblamiento se produce cuando se tornan los papeles dos realidades imposibles de emancipación en el terreno físico; el desdoblamiento es un hecho psicológico. Ocurre, por ejemplo, en el cuento Axolotl, de Julio Cortázar, en que el personaje, embebido diariamente de la vida acuática de los pececillos, una mañana no sabe si es uno de ellos –en su realidad mental lo es-:
Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles.
Dos lenitivos calman el alma lúgubre y lacerada de Víctor: la amistad y la naturaleza. Su amigo Clerval, su padre y su prima Elizabeth –con quien se casará, como anhela su padre, condenándola a muerte en la noche de bodas como una víctima más de la venganza de la criatura-, cuando no en presencia, al menos en recuerdo le abrazan y confortan. La naturaleza, además de redimir su dolor, le eleva y exalta –pues la sensibilidad de Víctor es producto del romanticismo-: “La visión de lo tremendo y lo sublime en la naturaleza, efectivamente, me había producido siempre una impresión de solemnidad en el espíritu que me hacía olvidar los cuidados pasajeros de la vida”. Por la misma época Hölderlin escribe [5]:
A menudo, en las noches serenas, cuando sobre mí
se abría el mundo hermoso, y el aire sagrado
me envolvía con todas sus estrellas, como
un espíritu lleno de ideas gozo,
me sentía muchas veces más lleno de vida
Mary Shelley atenaza al lector con largos tiempos de tensión -¿reculará finalmente la criatura y Víctor y él se abrazarán?, ¿se decidirá Víctor por construir una desdichada para su criatura, vaticinándoles una bella infelicidad?-, pero conforme se acerca el desenlace descubrimos que toda promesa o intuición de desgracia se cumple: el desdichado arrebatará la vida de los más íntimos de Frankenstein, incluso provocará que este sea culpado por los habitantes del pueblo en que recala del asesinato de Clerval, su mejor amigo –materializar lo sentido en el arrepentimiento de Frankenstein- [6]; y la ira de la criatura se electriza aún más cuando sabe de la negativa de Víctor a concederle a su otra mitad. En esta oscuridad, la única apelación a la alegría se la debemos al padre de Víctor, que en una conversación aconseja a su hijo con mesura y lucidez: “el excesivo dolor impide la superación y la alegría, e incluso el cumplimiento de las obligaciones, sin las cuales ningún hombre está capacitado para vivir en sociedad”. El padre de Víctor piensa como Spinoza, que nada hay más desdeñable ni deplorable que la tristeza, pues disminuye la potencia de obrar. Estamos esculpidos para la alegría.
Hay un ínterin en que, en el amago de escapar de su desgracia –o de evadirla por un tiempo-, y alentado por el consejo de su padre, Víctor parte unos meses de viaje junto a su amigo Clerval. Visitan ciudades y rodean fiordos y, cuando ya es notable el camino recorrido, Víctor pondera su vivencia con una pertinente observación sobre el carácter del viajero: “La vida del viajero incluye también sufrimiento, en medio de todos sus goces. Los sentimientos están perpetuamente en tensión, y cuando empieza a disfrutar del reposo, se ve obligado a abandonar aquello en lo que descansa placenteramente, y buscar algo nuevo que cautive su atención, para abandonarlo después por otras novedades”. El viaje, que en principio fuera aventura gozosa, troca en negocio de la novedad, en hastío. Y esto se debe a que el viajero lleve quien es consigo mismo; si bien puede disfrutar de las riquezas sensoriales que el viaje le ofrece, no disfruta de sí en el viaje. Encontramos otro paralelismo con la criatura, que ya no resulta sospechoso, cuando esta dice en otro momento: “Decidí huir lejos del escenario de mis desventuras; aunque para mí, todos los países iban a ser igualmente horribles”. Como imperativamente dice Cavafis en un poema que bien podría llevar Víctor en su maleta de viaje, “La ciudad”:
Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí”.
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Víctor alguna vez se plantea el suicidio. No lo ejecutará, pues “la vida es obstinada y se aferra aún más cuando se la detesta”. Con todo, la actitud de Víctor demuestra una afirmación vital que ha de arrostrar hasta el fin, pase lo que pase. Siempre tiene enfrente un objetivo para vivir, o al menos para no cortar el curso de su biografía, por muy brumosa que esta sea: primero, crear a su criatura; luego, cuando acaece la desgracia, saber cómo sobrellevarla e intentar remediarla; finalmente, cuando ve que la criatura no cesará en su venganza, enfrentársele. En ningún momento pierde de vista su horizonte, ni lo niega o lo aparta a pesar de la oprimente desazón circundante. Además, siempre restan momentos calmados en que poder resarcirse en la belleza de la naturaleza, y de su mano volver con más fuerza a la batalla, a la vida. No le importaría morir en el intento, claro está: eso le libraría del dolor y de la incertidumbre y su afirmación vital quedaría plenamente justificada.
Con su muerte, se cierra el círculo del destino de Víctor Frankenstein. La criatura, junto al cadáver, avisa que se perderá lejos, que su obra ha concluido. Parece que la tierra es estéril, después de todo. ¿Se puede tramar una novela en que no fructifiquen las semillas? Frustración, desdicha y muerte han sido los elementos elegidos, porque el héroe ha querido robar el fuego de los dioses. Quizá en el espejo inverso de esta lectura esté el secreto que nos muestre el certero camino de una vida noble y sencilla. Pero, al menos, cuando se caen las mayúsculas y se derriban nuestras ilusiones, o cuando simplemente nos equivocamos, sobrevive la capacidad de hacer poesía desde la experiencia de ese fracaso, y de envolvernos con ella en una cristalina sublimación, ¿verdad, pobre criatura?: “Ya no veré el sol ni las estrellas, ni sentiré jugar el viento en mis mejillas”. Ya el sol de la idea se ha apagado para siempre.
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Joaquín Albarracín de la Rosa
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Notas
- La edición que sigo es la preparada especialmente para este bicentenario por Alianza Editorial, 2018.
- En su prólogo a la obra Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda, FCE, 2017, p. 12.
- Bertrand Russell, que en la obra que cito me ha regalado la cita de entrada de este artículo –cosas que obra el azar y la necesidad-, dice al respecto en su Historia de la filosofía occidental, II, Austral, 2009, p. 355 (el subrayado es suyo, y es pertinente para el matiz que he deseado expresar): “Pero incluso entonces, cuando todos sus crímenes están realizados y mientras contempla el cadáver de Frankenstein, los sentimientos del monstruo siguen siendo nobles”.
- ¿Y quién es el inventor de Víctor? Sugestivamente, Borges se pregunta por nosotros en el epifonema de su poema “El Golem”: “¿Quién nos dirá las cosas que sentía / Dios, al mirar a su rabino en Praga?”.
- La muerte de Empédocles, Friedrich Hölderlin, Acantilado, 2014, primera versión, p. 93.
- Una de las lecturas plausibles que me ha tentado desarrollar, sería ver en el monstruo la cara en sombra –como el Hyde de Stevenson- del propio Víctor. Una primera razón, antes de que llegaran otras, me ha parado: el monstruo no es enteramente malvado, sino que, como hemos visto, alberga nobles sentimientos y en su pecho florecen altos ideales que, en parte, lo redimen de la sombra.
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