Preocupaciones de un padre de familia (versión 2.0)
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Preocupaciones de un padre de familia (versión 2.0)
R. recordaba con cierto pesar cómo puso con alegría, incluso con ilusión, el número en el chalet que recientemente habían adquirido. Lo escribieron en un folio cualquiera y, a falta de otra cosa, lo engancharon con cinta aislante a la puerta de entrada. Habían comprado una televisión por internet y esperaban recibirla cualquier día. Esto, evidentemente, sería imposible sin tener la casa numerada. No es que en su vida una televisión fuera algo tremendamente importante, sino que se trataba más bien de un objeto decorativo, una especie de tentación plena de posibilidades, tales como aplicaciones sin fin para ver toda clase de películas y series, o la promesa vacía de momentos de esparcimiento en los que sentarse frente a ella para dejar pasar las horas, en completa ociosidad. La amenaza de un nuevo confinamiento, en plena segunda o tercera ola de una pandemia inexplicable, invitaba a procurarse de tales objetos, y, sin ella, la casa estaba incompleta.
La televisión llegó, incluso antes del día prometido. Con sus 65 pulgadas de pantalla plana, su sonido envolvente, sus facilidades para conectarse al móvil y a otros aparatos de la casa. R. aleccionó a sus hijos sobre la importancia de no lanzar libros o pelotas sobre aquella superficie oscura. Les prometió infinitas horas de esparcimiento, por más que sabía que su uso estaría evidentemente limitado. Con alegría, abrió el paquete. Comprobó su contenido. Puso una manta suave encima del sofá, para tener un lugar donde apoyarla y ponerle las patas. Y extrajo la televisión de su embalaje: cuidadosamente, agarrándola por ambos lados de la pantalla, la transportó como si se tratara de un recién nacido hasta el sofá. Pidió las patas a su hijo mayor, los tornillos a su mujer, y, mirando inútilmente el manual de instrucciones, encajó y atornilló las patas del artefacto. Buscó el cable de alimentación y absurdamente trató de encontrar el cable de antena de televisión. Encajó el primero y la ausencia del segundo no le incomodó: tenía wifi, sintonizaría todo a través de internet. Quitó el plástico envolvente del producto para colocarlo en un lugar de la casa en el que envejecería de manera permanente, en el que cogería polvo y contemplaría la decadencia paulatina de los miembros de la familia. Apenas se vislumbraba la superficie lisa, negra y brillante de la pantalla.
¿Qué tiene ahí?- Alguien pronunció estas inefables palabras. La pantalla estaba evidentemente estallada en la parte superior.
No puede ser. La he cogido con cuidado. No he tocado ahí.
Está rota.
R. trató de recordar paso por paso lo que había hecho. No había tocado la pantalla en esa zona. Pensó: “tengo que devolverla”. Y empezó a desmontar el producto y embalarlo, deshaciendo todos sus anteriores pasos. Cuando terminó, sacó su teléfono móvil y abrió la aplicación para devolver la televisión, apenas quince minutos después de haberla recibido.
No pasa nada. Me devolverán el dinero. Me pagan hasta 50 € de gastos de envío, no hay problema.- Dijo, más para tranquilizarse a sí mismo que al resto, que habían recuperado su rutina diaria e ignoraban totalmente el fracaso de la compra.
Al día siguiente, R. salió temprano. El volumen de la televisión, sus 65 pulgadas, que hasta entonces solo habían sido virtuosas, se convirtieron en un engorro. Apenas abarcaba el ancho de la caja con los brazos completamente abiertos. Procuró meter la televisión en el asiento trasero del coche, pero era demasiado larga y las puertas no se cerraban. Tuvo que abatir los asientos y echar hacia adelante los asientos del conductor y del copiloto. Solo así pudo encajar la televisión en el coche y cerrar el maletero. No había ninguna oficina de Correos en el pueblo en el que vivían, así que condujo hasta el pueblo de al lado. Aparcó a unos cincuenta metros de la oficina de Correos y sacó la caja para llevarla a la oficina. Cuando llegó, estaba cerrada, a pesar de que Google anunciaba un horario de apertura de 9 a 14 y apenas eran las 9:30. Así que tuvo que regresar con la televisión al coche. Buscó otras oficinas de Correos y trató de confirmar que estaban abiertas con el teléfono. Una, a unos 35 km prometía estar abierta. Allí se dirigió. Esta vez no bajó la televisión, sino que se paró frente a la oficina de Correos para descubrir que estaba también cerrada. Volvió a casa, derrotado y angustiado, y esperó hasta el lunes.
Se levantó y volvió a cargar la tv en el coche. Aparcó cerca de Correos, esta vez en su propio pueblo. La oficina estaba abierta. Nada podía fallar. Y entró con la televisión a cuestas. El empleado le preguntó si se trataba de una devolución: “Sí, claro”. Preguntó si consistía en un autoenvío, es decir, si él pagaría los portes y luego se los devolverían: “Sí, así es”, contestó. Entonces le dijo: “No podemos enviarla, es demasiado voluminosa y no entra en el rango que permite el programa”.
R. se dijo que no podía ser. Salió de la oficina de Correos con el televisor encima, cada vez más pesado e incómodo de trasladar. Si Correos no la enviaba, tendría que buscar un operador privado. Pero no había ninguno en el lugar al que se habían mudado y el más cercano estaba a unos 70 kilómetros. No tenía muchas alternativas y estaba decidido a deshacerse de ese fardo incómodo. Condujo los 70 km por carreteras de montaña escuchando el sutil golpeteo de la televisión en los baches y en las curvas. Para cuando llegó, encontrar la oficina abierta gracias una segunda aplicación de GPS, ya que la primera había fallado, le pareció un milagro. Entregó el paquete y se deshizo de él, poniendo la dirección de la empresa a la que iba dirigida, introduciendo la factura del envío para su devolución, poniéndose a sí mismo como remitente. Y volvió a casa más ligero, más tranquilo. Y se prometió no comprar jamás una televisión o comprar una pequeña y manejable.
Los días pasaron y R. esperaba con cierta desazón la confirmación de la devolución de su dinero. A la semana de su excursión, llamaron a la puerta para entregarle un paquete. Salió a recogerlo y encontró la televisión que había devuelto, que volvía a casa. ¿Acaso sería algún día capaz de librarse de ella? Le preocupó, de modo enajenado, que la televisión pudiera sobrevivirle y perpetuarse rota e inútil en la casa, imposible de devolver.
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David Martínez de Antón
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