Solecismo, soledad… – Un relato de Josefina Martos Peregrín

Solecismo, soledad… – Un relato de Josefina Martos Peregrín

Solecismo, soledad… [Relato]

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Solecismo, soledad…

Desde muy niño, Félix gustó de las palabras. Fueron su mejor juguete; las paladeaba, les daba la vuelta, las destripaba de forma y sentido, las pronunciaba de mil maneras, a golpes y entrecortadas, despaciosas o de carrerilla, a pleno vozarrón o canturreadas para sí mismo, quedito.

Buscaba, leía y releía, recortaba periódicos, rayaba libros, sonsacaba a tíos y abuelos, importunaba a sus padres, se bebía el exiguo diccionario familiar… Con tan gran provecho que a los quince años gozaba de una pletórica colección de vocablos, elegidos a capricho, por graciosos, raros o, simplemente, biensonantes. Pero lo auténticamente admirable era que no solo reunía, sino que también memorizaba y, aunque apreciase por igual todas las piezas de su repertorio, reincidía con especial deleite en ciertas series que se le antojaban bellas como letanías místicas, plenas de sensualidad, tales como «dulcamara, dulcedumbre, dulcémele, dulimán, dundo…».

Pasito a paso, en cumpleaños y Reyes, Reyes y cumpleaños, se hizo con los mejores diccionarios, de significados, etimológicos, enciclopédicos, ideológicos… Pero, eso sí, siempre en español, pues consideraba que conocer a fondo la lengua española constituía tarea magna, más que suficiente para una sola vida: «Si se me concedieran dos vidas, quizá me atrevería con dos idiomas», se excusaba terco, cuando suspendía en inglés.

Creció, estudió, se licenció en filología hispánica, para reafirmarse en lo que siempre había sabido, que nada vale tanto como hablar bien, con sencillez y donosura, riqueza y precisión. Finalidad de su vida, deber trabajoso y absorbente, por cuanto incluía enseñar al prójimo, tanto en las aulas donde se ganaba el pan, como fuera de ellas, mediante prédica y ejemplo.

Así sucedió que él, de natural retraído y solitario, que hubiera sido feliz amadrigado en su casa, estudiando, leyendo o archivando en el ordenador, vivía en la calle, en los bares, charlando cuanto podía. Él, que odiaba el bullicio, se veía siempre en danza, hasta el punto de no perderse ni un carnaval. Había que verlo en el último, vestido de cachidiablo y gritando: «Eh, carantamaula, ¿me conoces?», precisando a continuación. «Carantamaula significa “careta, máscara”, en especial las de horrible catadura. Y tú, la preciosa dama del corpiño cinzolín, deja que contemple tu rostro. Cinzolín es un color, ¿sabes? Un violeta rojizo».

Vida de ajetreado sacrificio que no admite descanso. Regresa a casa pasada la medianoche y es entonces cuando lee, estudia el diccionario y prepara sus clases. Se agota, pero no se queja, nunca fue cómoda la labor de apostolado. Y si la meta social equidista siempre como horizonte inasequible, al menos sí ha logrado la personal, puesto que, aun sin saberlo nadie, ni siquiera él mismo, gracias a su dedicación constante y a su autodisciplina apasionada y ferviente, se ha convertido, a los cuarenta años escasos, en el mejor hablado de los hispanoparlantes. Y el más desdichado. Porque hablar tanto y tan bien le condena a la incomunicación. Cuanto mejor habla, menos le entienden. Se aflige, pues se da perfecta cuenta del rechazo que produce: le huyen los compañeros, los conocidos y hasta los extraños, que abandonan repentinos la barra del bar cuando él entra, dejándolo a solas frente al camarero. En consecuencia, a éste se dedica:

‒Mozo, por favor, póngame un refrigerio de calamares, de esos de ahí. Ah, y mejor a tentebonete.
‒No sé, señor, yo creo que son a la romana.
A lo que responde calmo, con sonriente paciencia:
‒Sin duda son a la romana, pero «a tentebonete» significa «en abundancia». Recuerde, «a tentebonete» quiere decir «en abundancia».

Durante un rato le instruye suave y seriamente, sabiendo que los camareros no aguantan mucho, que no debe agotarlos, que conviene espaciar las enseñanzas; por eso, antes de que muestre mal humor o mareo, cambia de interlocutor, mediante la intervención en conversaciones ajenas, de esas a voz en grito y codo en barra, tan propias de amigos en pandilla. Las manos le sudan de vergüenza, pero se sobrepone, se obliga y se lanza, por más que se sienta entremetido y caridelantero.

‒Con permiso, señores, a mí esa actriz que han mencionado no me gusta, ¡demasiadas alcocarras!
‒Pues, mire usted, a mí es que me pirran un buen par de alcocarras‒ le contesta el guasón del grupo.
‒Pero, caballero, por «alcocarras» se entiende «muecas, gesticulación excesiva».

A veces ríen ante tan doctas noticias, se desternillan, lo invitan a una caña y lo acogen en el grupo. Aunque más frecuentemente se le quedan pasmados, boquiabiertos, suspicaces, miedosos de la borrachera pegajosa o la locura. Incluso en un par de ocasiones se ha llevado un puñetazo.

No es de extrañar que la úlcera haya comenzado a roerle el estómago. Malas comidas e irregulares, falta de sueño, estrés, según el médico; pero Félix sabe que más le muerde la soledad, una soledad desalentadora, creciente día a día, momento a momento.

Tal vez por eso, en sus repasos de vocabulario, una serie fija, machacona, se le repite todas las noches: «soleá, soledad, soledoso, soledumbre, solitario, solitud, solo, sólo… soltería”. Soltería. Para siempre.

Pero en este mundo nada perdura y, así, la soltería que juzgó total y vitalicia se resolvió cuando ya no lo esperaba, a los cuarenta y uno largos, en amor. Sí, se enamoró. De una alumna de dieciocho, mala estudiante, retraída, pero bastante guapa y que le quiere, ¡a él!

El amor le dio nuevos bríos. Alguien a quien confiarse, a quien contar sus ilusiones, sus secretos, su íntima preocupación por las palabras dolientes, heridas de muerte. A nadie había confesado con cuánto afán las recopilaba, cómo las recogía con mimo, como a pajarillo aterido, haciéndoles cuna con las manos, para darles vida, calor, y soltarlas después al aire. De ahí su empeño en llamar bembos a los labios abultados, jácara al alboroto del botellón o zacuto al bolso pequeño. Le conmovían hasta las lágrimas tantas palabras en vías de extinción, abandonadas sin piedad en la cuneta del siglo.

Ella escuchaba y asentía. Muy callada, por carácter, por educación y por miedo a incurrir en falta ante él. Sosa, torpe, sin amigos, le intimidaba la oratoria de aquel hombre que, además, era su profesor. Nadie le entendía ‒ni en las clases ni fuera‒, pero daba gusto oírle. Y era tan cariñoso con ella…

A Félix, aquel amor, su único amor, le inyectó vida, salud, ganas de luchar en las aulas y en las calles. Entraba a los bares con fuerzas renovadas, alegría y buen apetito:

‒Ramón, una caña y lo que quieras, que hoy todo me sabrá bien, pues traigo la salsa de San Bernardo.
‒¿Y esa es picante?
‒Ay, Dios. Ya van tres almuerzos consecutivos que te lo digo: es el hambre, la salsa de San Bernardo es el hambre. Apréndetelo de una vez, hombre.
‒No se esfuerce, don Félix. Aquí viene mucha gente, se oyen muchas tonterías y no tengo cabeza para acordarme de todas.

Qué importaba, se lo repetiría cien veces si fuera preciso. Ya no le amargaban los ignorantes, la tenía a ella, tan dulce, tan callada… Poco a poco la iba conociendo entera: su piel, sus pechos, el vello más recóndito… En cambio, apenas le conocía la voz. Solo su respiración, sus jadeos, de pie en el portal, y sus «No, no, eso no» con que remataba las tórridas despedidas.

Hasta aquella malhadada noche en que dijo sí. Y, desnuda en la cama, habló un poquito y en ese poquito había tanto que corregir que Félix se descentró, se abismó, se descompuso:

‒No y no. Esto no te lo consiento, Noelia. ¿También tú conspiras? No me mires así, sé lo que digo. A menudo lo he pensado, que hay conchabanza en el mal hablar, que no es espontánea esta inquina, esta guerra encarnizada contra la lengua española. ¿Quién sale ganando? El inglés, los yanquis. Tanto ataque, tantas incorrecciones y desatinos por todas partes, en individuos, medios escritos y hablados, visuales, autonomías y países. No es casualidad, no puede serlo. Todos compinchados, todos a una. Obedecéis órdenes, ¿a que sí? Claro que tú qué vas a saber, tú no eres más que una cendolilla, una borrega atontada, menos que un peón.

Noelia apenas se defendía, llorando y negando con la cabeza, pues no osaba hablar por no darle más motivos de enfado.

‒Desde que entramos he pasado por alto tres leísmos, como ese de «Bésamele», un laísmo y un superguay que no sé ni cómo catalogar. Es demasiado, me siento enfermo. Vete. De verdad, es mejor que te vayas.

Se equivocaba, no fue mejor. Sufrió tanto en los cuatro larguísimos días de ausencia que al amanecer del quinto se lanzó al teléfono, dispuesto a perdonar: «Doncellita mía, mi niña, no puedo vivir sin ti». Breve idilio del dulce retorno, al que siguieron crudas trifulcas, ya que, en los momentos de intimidad, a la pobre se le escapaban palabras o frases marcadas por incorrecciones de todo tipo y calibre. Félix perdía los estribos, le chillaba, la tildaba de conspiradora; ella juraba enmendarse y le suplicaba con tantas veras que él acababa dándole otra oportunidad.

Pero la confianza estaba minada, ahogada la vida sexual y el amor a punto de naufragio. Se palpaba el hundimiento final, que acaeció cuando ella, como siempre en un momento de erótica proximidad, le dijo «detrás mía, ponte detrás mía».

No pudo soportarlo, mejor hubiera llevado que se acostara con medio mundo, mejor que ese infame solecismo. «¡Detrás de mí, se dice detrás de mí!», le repetía. Pero no había remedio. Adiós al futuro. Con ella era imposible la feliz concordancia.

Ahora sí que se mantuvo firme y no volvió a verla; ni siquiera tuvo que soportarla en clase, pues ella nunca más asistió. Y la serie fija y machacona de otros tiempos regresó, levemente cambiada: soleá, solecismo, soledad, soledoso…


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Hace ya un año que pasa las tardes fuera y también las noches, de bar en garito hasta la madrugada. Ya no estudia ni repasa, ni siquiera habla con nadie, que se vaya a hacer puñetas el apostolado, el idioma y el mundo. Solo en la efusión del alcohol se desahoga, con cualquier camarero que se digne escucharle.

‒Parecía buena, pero carecía de formación sólida. Yo la quería, la quería de verdad, pero aquello… Figúrese que en la cama, en un momento de intrinsiqueza, me dijo «aquí, ponte aquí, detrás mía».

‒Vaya, vaya, qué viciosa, ¡pedirlo ella misma! Si es que están las mujeres…
‒Era tan guapa…
‒No le dé vueltas. Llámela, hombre. No beba más y llame. Y si quiere hacerlo por detrás, pues eso, dele gusto… Si hoy día todo está permitido.
‒¡Que no es eso, que no es eso! Que es mucho peor.
‒Bah, contra más peor, más gusto da.

Enrojeció Félix de rabia ante aquel atentado lingüístico, apuró el vodka de un trago seco y rebuscó monedas en los bolsillos, sin dejar de mascullar «contra más, contra más, ¿tanto cuesta que lo digas como es debido? “Cuanto más, cuanto más”… Así se te pudra la lengua, ya que no sabes usarla».

«Tío más estrecho. Y roñoso», se decía el camarero mientras recontaba lo recibido.

Y cada noche igual a la anterior, soledad y monotonía, con la única variación del combinado: whisky y congoja o vodka y cabreo. Y el despertar dolorido, desorientado, sediento y rasposo, «Soy un inútil, un cascaciruelas, una mera caspicia social, un imbécil».

Y era verdad: abandonados el deber, la meta y el apostolado, su ser y su vida carecían de sentido.

No aguantó mucho. No quiso aguantar. Una madrugada igual a tantas otras, la borrachera se le enfrió antes de tiempo y una claridad cortante iluminó sus actos. Rápido, eficiente, dispuso lo necesario, sin olvidar un penúltimo detalle:

«Señor juez:
Cúlpese a todo el mundo de mi muerte.
Todos, estúpidos arruinadores de nuestro idioma. Esbirros serviles de una conspiración que ni siquiera comprendéis.
Asesinos contumaces de palabras indefensas.
Yo os maldigo».

Se encaramó a los sólidos volúmenes del Espasa enciclopédico, superpuestos en el suelo en perfecto orden, alcanzó el nudo corredizo, se lo echó al cuello y, con una patada a la Z, se hundió para siempre en el nebuloso mundo de las palabras perdidas.

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Josefina Martos Peregrín

Categories: Pasadizos secretos

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