Tierra
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Rafael Guardiola Iranzo – Tierra [Pastel – 2003, Málaga]
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Ahora que nadie me ve, voy a comer uvas de la parra. Están verdes, muy verdes y me dejan áspero el paladar y la lengua como una lija. Pero me da lo mismo porque son las uvas de mis abuelos, el primer regalo de las vacaciones de verano en la pequeña casa de campo que vigila atenta La Mazorra, una modesta montaña tapizada de pinos, por la que transitaron romanos, árabes y las huestes de Pedro el Cruel, y que a mis diez años me parecía inmensa. Todavía tengo muy presente el olor acre de las jaulas de los conejos de la casa de la tía Carmen, en el pueblo. Yo me acercaba mucho a las mallas de las jaulas para tocar de refilón los hocicos de los conejos y acariciar su agitado deambular cautivo. Mi tía Carmen volvió de la despensa con una enorme sonrisa y una generosa ristra de longanizas de Pascua y morcillas de arroz de la última matanza. A mi padre se le abrían mucho los ojos, movía la nariz casi tan rápido como los conejos, segregando saliva con discreción. El tío Ángel dejó un porrón de vino sobre la mesa como si se tratase de un tesoro y mi padre hizo una reverencia inapreciable y distribuyó con complicidad su contenido divino. “Vino de doble pasta”, repitió varias veces mi padre. Ese vino que sabe a fruta recién cortada y deja huella en el vaso, como si de tinta se tratase, con aromas frescos a sándalo de oriente. El marido de mi tía Carmen se parecía mucho a Clark Gable y por eso su rostro me era familiar, entre seductor y aventurero. Estaba cerca de una enorme báscula para pesar el grano y de multitud de herramientas para trabajar la tierra. Me imaginaba su rostro sudoroso y sus manos, como tarántulas, arrancando las malas hierbas o recogiendo los racimos casi azules de las vides en septiembre. A pesar de mis pocos años participaba con deleite de la explosión de sabores, olores, colores y sonidos con los que se regalaban los adultos. Antes de salir de Madrid para emprender uno de esos viajes interminables al pueblo de mi madre pensé que este verano me gustaría pintar al óleo el perfil de sus casas, el campanario de la iglesia y el ocre de sus campos. Vencería por fin mi timidez y me atrevería a hablar con los viejos en la Alameda o en el Café Horizontes, aunque fuera a escondidas y disfrazado de poeta con un bigote postizo. ¡Tantas cosas podría aprender de su saber, enraizado en los misterios de la tierra!
Siempre he pensado que Luna es la tierra en la que me asiento. Eché raíces en ella hace casi cuarenta años, aunque me atrevería a afirmar que fuimos compañeros de juegos en la infancia soñada. Y hoy he descubierto que también puedo ser la tierra de luna, encarnar la fuerza de sus gestos, recoger la cosecha de sus besos más profundos y cálidos, vestirme con la suavidad y la firmeza de su piel de fruta y vigilar su sueño, tendida sobre mis surcos. Sólo me hace falta un abrazo para comprobarlo, para sentir ese dulce cosquilleo en las vísceras. Más aún en la intimidad de los cuerpos. Ebrios de amor, los dos somos tierra fértil, una tierra sin tiempo.
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Rafael Guardiola Iranzo