40 años de Constitución y democracia interminable
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El 6 de Diciembre de 2018 se cumplirán 40 años desde que se restauró la democracia en España, justo al aprobarse la Constitución. Y a pesar de que en los últimos tiempos la Transición no parece que fuera lo que fue, y de que estemos ante la primera generación de jóvenes que probablemente tengan más dificultades que la generación de sus padres (no en formarse, pero sí en incorporarse al mercado laboral, en lograr trabajo no precario, en acceso a la vivienda…), con todo quizá se trata de la época de mayor prosperidad política, económica y social de la historia moderna de este país.
Me preocupa que los jóvenes que han nacido en democracia crean que esta se conquistó de una vez por todas y ya no tenemos que esforzarnos más, lo que no deja de ser una idea perversa, sea en el ámbito que sea; me preocupa que se extienda la creencia de que la democracia consiste únicamente en votar cada cierto tiempo; me preocupa que se crea que los responsables exclusivos del (des)gobierno sean los actores políticos. En fin, me preocupan una serie de ideas inadecuadas que giran en torno al concepto de “democracia”.
A pesar de que es una de las palabras sagradas de nuestro tiempo, sospecho que muchas veces no se sabe muy bien qué significa ni implica “democracia”. Y eso que ahora todo el mundo es “demócrata”. Algunos intentan apropiarse del término, descalificando de “anti-demócratas” a los que no piensan como ellos, sin percatarse de que el pluralismo es una de sus condiciones de posibilidad. Una vez más se trata de saber de qué hablamos cuando hablamos de algo, es decir, cuáles son los criterios que nos permiten distinguir qué es democracia de qué no lo es.
El ejercicio democrático requiere, pues, una Constitución a la altura de los tiempos que establezca leyes consensuadas, inspiradas en valores de los Derechos Humanos (dignidad, libertad, justicia, igualdad…), y con un sistema de derechos y deberes comunes para todos los ciudadanos; división de poderes; igualdad de voto; pluralidad de partidos y de medios de comunicación como reflejo de la pluralidad ideológica social; libertad de expresión y asociación; participación efectiva de los ciudadanos… Estos son algunos requisitos fundamentales para una democracia mínima. Luego, dependiendo del grado de consecución que se alcance, se podrá hablar de una democracia más plena o madura, pero nunca perfecta.
Además de los continuos casos de corrupción política y de impunidad, que fomenta los delitos y la violencia estructural en la democracia de España y de Hispanoamérica, no solo los representantes políticos son responsables de cuanto sucede en el orden social. De acuerdo con su etimología, la democracia es la organización política cuya soberanía reside en los ciudadanos. Por eso somos determinantes, y no solo a la hora de votar. Como sostenía uno de los principales teóricos de la democracia en el siglo XX, Robert A. Dahl: “Los valores y los fines de la democracia acabarán sucumbiendo si quienes creen en ellos dejan de apoyarlos lo mejor que pueden”.
¿Cuáles son algunas de las ventajas de vivir democráticamente? Según Dahl, en su ya clásico libro La democracia: 1) Evita la tiranía; 2) Mantiene los Derechos esenciales; 3) Asegura las libertades generales, incluyendo la capacidad de autonomía y autodeterminación moral; 4) Permite el desarrollo humano; 5) Protege los intereses personales primordiales; 6) Garantiza la igualdad política; 7) Contribuye a la consecución de la paz y a la prosperidad. No me sorprende, por tanto, que el Premio Nobel de Economía y teórico de la justicia Amartya Sen, que ha argumentado que la democracia también contribuye al desarrollo económico y de las capacidades humanas, la haya considerado un valor universal. Más bien me atrevería a decir que es la forma de gobierno que mantiene y favorece una serie de valores imprescindibles, como las libertades, la igualdad, la justicia, la tolerancia… permitiendo mejorarlos a través del diálogo y la autocrítica constante.
Sin embargo, “vivir democráticamente” no significa que la esencia de esta forma política resida en el hecho de que todos participen, aunque sin duda esta igualdad, que equivale a justicia, es una de sus grandezas; tampoco en que se decida lo que quiere la mayoría. Como sabemos, puede caerse en la tiranía de la mayoría. Por tanto, ni lo uno ni lo otro aseguran la democracia. La esencia de esta forma de organización social y política consiste en que la voluntad general de los ciudadanos reconozca unos valores y acuerde gobernarse bajo ellos con una serie de leyes, derechos y deberes que preserven y amplíen el sistema de libertades.
En definitiva, como decía Aranguren, “la democracia no es un status en el que pueda un pueblo cómodamente instalarse. Es una conquista ético-política de cada día, que sólo a través de una autocrítica siempre vigilante puede mantenerse. Es más una aspiración que una posesión. Es, como decía Kant de la moral en general, una “tarea infinita” en la que, si no se progresa, se retrocede, pues incluso la ya ganado ha de re-conquistarse cada día”. Celebremos lo alcanzado, pero sobre todo no dejemos de esforzarnos por mejorar la democracia y, con ella, el bienestar de los ciudadanos. Así, y quizá solo así, seremos dignos herederos de la irrenunciable herencia de nuestro pasado, sin la cual no seríamos lo que somos.
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Sebastián Gámez Millán