Una vieja linotipia – Rafael Guardiola Iranzo

Una vieja linotipia – Rafael Guardiola Iranzo

Una vieja linotipia

***

***

Una vieja linotipia

En septiembre de 1980 inicié los estudios de la licenciatura de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid, al tiempo que comencé a colaborar con un singular grupo de personas entusiastas que se reunían periódicamente en un sótano de la calle Cenicientos del barrio de Tetuán, en la que reposaba una vieja linotipia, testigo mudo de tantos felices encuentros. Demasiadas emociones al mismo tiempo, pensé. Sobre todo, porque ya había empezado a experimentar el llamado “desencanto”, a pesar de mi juventud y simpatías libertarias, y estaba comprobando cómo la Universidad española parecía resignada a ser una sólida institución decimonónica, en lugar de encerrar el germen de la creatividad y la rebeldía. La Transición política no había cumplido las expectativas de cambio de muchos y no se acercaba, ni de lejos, a la tan anhelada vía de la “ruptura democrática”. Como botón de muestra, algunos de los activistas políticos de izquierda de mi barrio, Moratalaz, habían decidido cortar el cordón umbilical con sus partidos y asociaciones, para fundar una sociedad gastronómica y tener el pretexto de reunirse, al menos una vez a la semana, para degustar una suntuosa paella. Era la “Asociación del Buen Vivir”. Estaban convencidos de que “contra Franco vivíamos mejor”, como decía la famosa pintada, y que el sueño de la revolución había pasado con demasiada rapidez delante de sus ojos. Se trataba de “vivir bien”, de dar alas a la “vida buena”, siguiendo las huellas históricas de las antiguas escuelas morales helenísticas y de ejercitarse en el “conócete a ti mismo” socrático y freudiano, en un escenario intelectual en el que daba sus primeros pasos la posmodernidad con leves toques maoístas y trotskistas resucitados del romanticismo del Mayo del 68 y la mística del budismo zen.

Conocerse a sí mismo no es malo. Lo que es pernicioso es quedarse anclado en las tecnologías del yo, consumirse devorado por los libros de autoayuda y olvidarse de que para optar a la “vida buena” nos hacen falta los otros. Dicho de modo hegeliano, hay que pasar “del yo al nosotros” y tratar de encontrar “lo universal en lo particular”. Tal vez, con esta estrategia, se puedan combatir eficazmente el individualismo y el egoísmo que tanto detestaba Schopenhauer. Este es, en cualquier caso, el significado que atribuyo a mi experiencia en el Movimiento de Objeción de Conciencia desde el punto de vista ético y político. El pensamiento posmoderno tiende a equiparar un par de botas a una tragedia de Shakespeare, como escribía el filósofo francés Alain Finkielkraut en su lúcido ensayo titulado La derrota del pensamiento. No hay que renunciar a nada, salvo a la estupidez. En la misma línea de Finkielkraut, Pascal Bruckner nos animaba a finales del siglo pasado en La tentación de la inocencia, a estar alerta ante la enfermedad del individualismo contemporáneo, la peor de las pandemias, o lo que es lo mismo, frente a la irresponsabilidad perpetua que perfila la inocencia triunfante. Como ese joven estudiante de Filosofía que fui se convirtió en profesor en 1985 y sigo en ello, puedo dar fe de que los sistemas educativos posmodernos, como la LOMCE o la flamante LOMLOE, transmiten como norma la de la vida inocente caracterizada por el infantilismo y el victimismo. La despreocupación y la ignorancia juveniles que se prodiga entre la ciudadanía encuentran su paraíso en el consumismo y el relativismo desaforados, y encumbran a los altares la figura del inmaduro perpetuo. Se acomoda en el trono social el perfil del mártir, del buen salvaje angelical a quien nadie se atreve a rechistar. Afortunadamente, nunca me he reconocido como habitante de este edén de mártires e inocentes. Por el contrario, sigo empeñado en reivindicar las excelencias de la acción racional colectiva y el movimiento asociativo, e intento predicar con el ejemplo desde hace muchos años en la Asociación Andaluza de Filosofía y la actividad de la Olimpiada Filosófica, en el marco de la Red Española de Filosofía. Y fue precisamente la voz autorizada de los fundadores de la AAFi la que desveló un día nuestro secreto: los que nos reunimos en un principio para luchar por un interés común, aparentemente gremial o apetitivo, nos hicimos amigos. Lo mismo llegué a sentir dentro del movimiento de objetores de conciencia. Según Cicerón la amistad sólo es posible entre seres humanos buenos, que se guían por la naturaleza. Las bases de la amistad son, para el pensamiento clásico, la lealtad y la verdad, muy lejos de la adulación, y la amistad personal tiene como correlato la concordia política cimentada en la honestidad. Para el sabio Epicuro se accede a la concordia política a través de la convivencia cosmopolita. Y si cultivamos inteligentemente la capacidad de “ser con otros”, de “vivir en los otros” gracias a la comprensión continua y permanente de los demás disfrutaremos, según Tácito, del “más amable regalo divino concedido al hombre “.

Dice Jorge Luis Borges que la memoria no es más que “un montón de espejos rotos”. En lo que sigue, voy a intentar reconstruir con unas breves pinceladas la imagen especular de parte de mi historia, en la medida en que también lo es de la no-violencia y el movimiento por la desobediencia civil en el estado español, pasando de lo particular a lo universal. En cualquier caso, como cuentan los historiadores, cuando bajé por vez primera al sótano de la calle Cenicientos de Madrid a través de una larga escalera en busca de información sobre la objeción de conciencia al servicio militar, no había todavía en el MOC una frontera clara entre pacifismo y antimilitarismo. Allí tuve ocasión de conocer a Ovidio Bustillo, uno de los pioneros de la no violencia en los años 70, procedente del mundo de los cristianos de base, y del que todos hablaban con cariño y admiración. Me impresionó la solidez de su presencia, en contraste con su delgadez extrema, en medio de un grupo de jóvenes que debían tener unos diez años más que yo –y de los que sólo recuerdo el nombre-, de trato afable y distendido, aficionados al debate y que parecían tener ganas de hacer muchas cosas como, por ejemplo, cambiar el mundo. Recuerdo, entre otros, a dos biólogos muy resolutivos llamados Javier –uno de ellos encargado de la coordinación y representación del grupo-, a Ernesto el matemático, a los miembros de una comuna de Vallecas que nos obsequiaban con el delicioso pan integral con el que se ganaban la vida, a Víctor –con el que compartí algunas mañanas de sábado en El Rastro en un puesto de información-, a Ángel, con quien logré eludir los golpes de la policía al final de una manifestación sin perder esa pancarta en la que se leía: “Ni OTAN ni ejército. Desarme unilateral” y a las “objetoras” Marian y Mª Ángeles. Aquella primera vez, cerca de la linotipia, ojeé algunos ejemplares de la revista “Oveja Negra” y me hicieron gracia los lemas “más vale ser una oveja negra que un borrego caqui” y “¡muchacho, objeta, pon tu casco de maceta!”, y eché un vistazo a otras publicaciones ecologistas de la Federación de Amigos de la Tierra antes de presentarme. Pensé que aquí se podía edificar la concordia política gracias al “disenso” del que habla Javier Muguerza.

La idea de desobedecer las leyes injustas de la comunidad no me era, precisamente, ajena. Desde los catorce años había leído –en gran medida, gracias a un fraile agustino, que me prestó libros “prohibidos” por el franquismo- textos de Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Proudhon, Bakunin y Kropotkin, entre otros, y me había acercado a un grupo anarquista de mi barrio. No obstante, la apelación a la violencia como instrumento de acción política, como remedio para resolver los conflictos o como simple ingrediente de la vida cotidiana siempre me ha resultado repugnante, lo que despertaba cierto recelo entre algunos de los miembros del Ateneo Libertario de Moratalaz. La injusticia, en este caso, se encontraba en la legislación de casi todos los países del mundo, que mantenían y siguen manteniendo en la práctica la existencia de los ejércitos. Y como el servicio militar obligatorio se consideraba, en aquel momento, por parte del estado español, una consecuencia inevitable de la existencia del ejército, la injusticia se trasladaba también a dicha prestación (y no sólo al uso de armas). Por otra parte, mi resistencia parecía proceder, de un modo casi kantiano, de la “voz de la conciencia moral” en una experiencia filosóficamente incorregible. Frente a la obligación podemos rebelarnos de forma arbitraria. Pero mi recusación es interior, está enraizada en mi condición moral y mis convicciones políticas y sociales, lo que me impulsa a desobedecer. Como pueden comprobar, soy un objetor de conciencia de manual. Además, aunque la actitud y la acción directa del objetor de conciencia al servicio militar es pública, al denunciar abiertamente la injusticia y la naturaleza absurda de las guerras y de los ejércitos, su acción es, en principio, “testimonial”, puesto que no está en su mente alcanzar el poder alentando una conspiración mayúscula.

Además de la motivación moral permanente –el rechazo de la violencia como medio adecuado para resolver los conflictos humanos y la defensa de la acción no violenta con este fin-, el pensamiento de los objetores de conciencia al servicio militar apelaba a nobles motivaciones políticas, en sentido griego (donde la política busca el bien común y se sobrepone a los intereses egoístas): hay que buscar la paz sin descanso y conseguir cambiar esa idea peregrina de que la defensa es una cuestión nacional, puesto que lo que se debe proteger, en su caso, no es a los estados, sino a la humanidad en su conjunto, si tenemos presente el estado del desarrollo de la tecnología militar y su poder destructivo real. Por otra parte, los objetores de conciencia no somos románticos idealistas afectados de incontinencia verbal, con la cabeza llena de palomas blancas, ni nihilistas melancólicos y misántropos, refugiados en el derrotismo y la autocomplacencia. Y lo que es más importante, tal vez, la práctica de la desobediencia civil y la reivindicación del derecho a la objeción de conciencia nos llevó a muchos a pensar alternativas, como la “defensa popular no violenta” –basada en la resistencia pasiva-, y a enraizar definitivamente nuestra vida en el pacifismo. Aunque era importante saber lo que no nos gustaba, en un momento crítico, para intentar erradicarlo, más lo era acceder, en un momento constructivo, a una manera no-violenta de ver el mundo e intervenir en él.

El debate más encendido al que asistí a principios de los ochenta tenía que ver con las alternativas al Servicio Militar Obligatorio: el Servicio Civil Sustitutorio o la Insumisión. Su discusión era imprescindible para las negociaciones con los parlamentarios con el fin de lograr la tramitación y posterior aprobación de una Ley en la que se regulase el derecho a la Objeción de Conciencia. Sin embargo, fue la entrada del estado español en la OTAN, defendida por el gobierno de la UCD y apoyada por la derecha, la que capitalizó gran parte de las acciones de rechazo de los grupos antimilitaristas y no-violentos, las reivindicaciones de muchos movimientos sociales de izquierda, así como las propuestas parlamentarias en contra del PSOE y el PCE. La lucha por la paz pasó, de este modo, al primer plano político y social, y a partir de 1981, se asoció también al antiimperialismo, y el rechazo de los bloques militares y las armas nucleares liderados por el Movimiento Comunista (MC) y la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), grupos en torno a los que se creó la Comisión Anti-OTAN, de la que formó parte el MOC. Fueron momentos de encuentros y desencuentros ideológicos y de debate dentro del mundo del pacifismo. El MOC de Madrid jugó en todo momento el papel de mediador, de “fuerza de interposición” –como en aquella “guerra de barcas” que se simuló en el estanque del Parque del Retiro, como remedo de la Guerra Fría, a pesar de que fuéramos acusados, al mismo tiempo, de vendernos a los intereses de Estados Unidos y de la Unión Soviética.

Nunca me he considerado un hombre de acción, ni ello ha mermado mi autoestima, pero estar en el MOC era incompatible con el estaticismo. Había que aprender a dejarse caer adecuadamente al suelo para ejercer la resistencia pasiva ante la policía, a subir rápidamente las escaleras de la estación de metro de Banco para poder encadenarse a la verja del Cuartel General del Ejército antes de que llegasen los soldados de guardia, a visitar las agencias de prensa para difundir encarcelamientos o huelgas de hambre y que nos tomaran en serio, a entrevistarse con parlamentarios (por cierto, el ultraderechista Blas Piñar fue el parlamentario que argumentó con más vehemencia y argumentos extraídos de la Biblia la necesidad de una ley de objeción, con el fin de alejar nuestra influencia nociva de los reclutas patriotas), a exponer nuestras reivindicaciones “en pareja” frente a las embajadas –porque la presencia de más de dos personas se consideraba manifestación ilegal-, había que aprender a manejar la “vietnamita” para imprimir pasquines en Peñagrande y a tratar con sumo cariño al único abogado que se atrevía a defender las causas de los objetores en Madrid. No creo que se me olvide ese día de mayo de 1985 en el que “le tocamos el pito” en la Plaza Mayor al presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan, ni nuestra épica presencia en la multitudinaria concentración pacifista “Por la paz, el desarme y la libertad” que tuvo lugar el 16 de noviembre de 1981 en la Ciudad Universitaria de Madrid. Para este último evento, recogimos cartones de los contenedores de basura la noche del día anterior y revestimos con ellos la furgoneta de Marian hasta convertirla en un improvisado tanque. Mª Ángeles se enfundó un puño de plástico de Mazinger Z que misteriosamente encontramos en el local y encabezó nuestra simpar comitiva, en la que algunos entonábamos el lema “OTAN no, bases fuera” con la melodía del “Veni, Creator Spiritus”. Marian resistió estoicamente el recorrido, a pesar de sufrir una leve descarga eléctrica cada vez que cambiaba de marcha. Compromiso político, pacifismo y amistad a raudales, lo que no está reñido ni con la rebeldía ni con el buen humor. Días después, haciendo limpieza en el sótano de la calle Cenicientos, descubrimos que la vieja linotipia ocultaba en su vientre el cadáver de un ratón momificado por la grasa. Y me acordé de la labor titánica de Marx y Engels en La ideología alemana y de su presentimiento, a todas luces equivocado, de que entregaban su obra a la crítica roedora de los ratones. Espero equivocarme también, en este caso.

***

Rafael Guardiola Iranzo

About Author