El vacío que deja cada vida: contra la violencia de género [Con motivo de la celebración Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer] – Sebastián Gámez Millán

El vacío que deja cada vida: contra la violencia de género [Con motivo de la celebración Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer] – Sebastián Gámez Millán

El vacío que deja cada vida: contra la violencia de género [Con motivo de la celebración Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer]

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Unos 379 millones de mujeres en el mundo sufrieron violencia por parte de su pareja en 2018 (según National Geographic, Noviembre de 2019, p. 32). A veces los números, sobre todo cuando son tan inmensos, aun pudiendo ser más o menos exactos, no pueden dar cuenta de la compleja y variable realidad. Quizá necesitaríamos mencionar el nombre de cada persona, imaginar su vida de forma personal como lo hace una novela o una película, y con ellas imaginar asimismo todas aquellas otras vidas que alrededor latían y se nutrían de las que desaparecen: hijas e hijos, madres y padres, hermanas y hermanos, familiares, amigas y amigos…

Desde 2003 en España han muerto asesinadas por sus parejas o ex-parejas 1027 mujeres; 51 en lo que llevamos de año; 34 menores desde 2013. La causa principal de este fenómeno se denomina “violencia de género”; es decir, la estructura de las culturas y sociedades en las que convivimos se asienta sobre una jerarquía de valores patriarcales que “legitiman” y aprueban, además de las desigualdades, la violencia sistemática de los hombres sobre las mujeres.

Permítanme añadir otros datos estadísticos: a pesar de que en el último bienio 118 países han dado pasos a la hora de disminuir la discriminación legal, todavía el 90% de los países del mundo tienen una o más leyes que discriminan a la mujer. Y por lo que se refiere a costumbres discriminatorias, “casi el 75% de hombres de Pakistán creen que es inaceptable que una mujer desempeñe un trabajo remunerado. Esa desaprobación supera el 50% en Bangladesh, Yemen, Irak, Libia y Afganistán”.

Ante ello, ¿qué podemos hacer? En primer lugar, no ser cómplices de la violencia, no normalizarla, no (mal)consentir lo intolerable. Para eso debemos desaprender lo aprendido, esa jerarquía de valores patriarcales que nos ha inculcado la tradición que recibimos de modo acrítico y tratar a los seres humanos, no ya por su condición sexual, sino en tanto que personas. De esta manera quizá podamos identificar las relaciones asimétricas en las que se cometen abusos de poder inadmisibles, en no pocas ocasiones invisibles hasta para las propias “víctimas”, que caen en un repetitivo y fatal ciclo: primero, la violencia psicológica; después, la violencia física. Por último, la fase de luna de miel de reconquista.
No nos engañemos: si somos realistas, sabemos por la historia, y quizá también por la naturaleza, que las relaciones humanas son en todo tiempo relaciones de poder, tensiones de fuerza desiguales entre los que obedecen y los que mandan, y que probablemente no terminarán de ser así nunca. Pero una cosa es lo que sucede y otra lo que debe ser de acuerdo con nuestras aspiraciones éticas, políticas y jurídicas, donde la justicia no se puede conjugar correctamente sin igualdad.

Salvo en contadas ocasiones, como la defensa propia o del terrorismo, la violencia es inaceptable porque nos deshumaniza y nos degrada. Quien se sirve de la violencia trata a una persona como una cosa, y las personas no somos cosas, por mucho que algunos se empeñen en ello. Aún más, a menudo perdemos de vista que quien utiliza la violencia, como observó Simone Weil, también se trata a sí mismo como una cosa, como si fuera una herramienta al servicio de algún poder represivo. Por consiguiente, debemos denunciar cualquier acto de violencia injustificada, que son la mayoría.

Esto implica no (mal)consentir, pues si permitimos acciones intolerables contribuimos a difundir la intolerancia, lo que acabará reduciendo nuestro espacio de libertad-responsabilidad. Y, aunque el humor, al igual que el amor (al menos el buen amor, tan raro como excepcional), forme parte de la sal de la vida, tampoco debemos (mal)consentir chistes contaminados de machismo, como aquella adivinanza popular española: “¿En qué se parecen las mulas a las mujeres? En que las dos funcionan mejor después de haber recibido una paliza”. Reír o sonreír ante expresiones como esta equivale en cierto modo a mantener la estructura patriarcal, a expandir su mancha, que más tarde puede resultar tan imparable como letal.

Por tanto, por reciprocidad, por humanidad, denunciemos la violencia, que nos deshumaniza y degrada; rebelémonos frente a las desigualdades, que generan injusticias y muertes. Así cuidaremos de los otros al mismo tiempo que lo hacemos de nosotros. Como decía el poeta John Donne: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

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Sebastián Gámez Millán

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