Del amor como afirmación del otro
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Del amor como afirmación del otro
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Si a algo se parece el amor, el buen amor, es a la afirmación de la existencia del otro. Me atrevería a decir que una de las principales aspiraciones íntimas de los seres humanos es a sentirnos amados de esta manera. ¿Por qué queremos ser amados? Entre tanto, porque al sentirnos amados así la vida adquiere sentido, aunque unos minutos más tarde pueda perderlo. ¿Para qué hemos venido aquí, suponiendo que tenga una finalidad? Para ser amados tal como nos ama esta persona. Es, en otros términos, como si su amor nos susurrara al oído: “quiero que existas, y que seas como eres…”
El filósofo Marcel Conche ha expresado de forma memorable esta concepción del amor: “El amor no juzga, no compara, no se siente fuera de. Es participación total en la vida, en el ser del otro ser. Es aprobación. El otro es aprobado en su integridad. Su ser es un don que se nos entrega. Pero hay que poseer el don del amor para percibir la existencia del otro como un don. Basta con que exista, de ninguna manera tiene que hacerse valer: él vale por sí mismo. Y su sola existencia justifica el mundo”[1].
Sospecho que el amor, en sus múltiples manifestaciones, juzga y compara y cuestiona y… Pero no el amor como afirmación del otro. ¿Qué se requiere para llegar ahí? Un grado de madurez en nuestra forma de ser y de amar que raras veces logramos. Y no caer en las relaciones de poder en las que a menudo caen la mayoría de relaciones sentimentales durante la convivencia. Albert Camus lo formuló con su habitual claridad: “Los que se aman, los amigos, los amantes, saben que el amor no es solamente una fulguración, sino también una larga y dolorosa lucha en las tinieblas por el reconocimiento y la reconciliación definitivas”[2].
Existen multitud de máscaras y matices en el amor (amor como deseo, como pasión, como cuidado, como hogar, como desamor…), pero si hay uno que pueda llamarse propiamente buen amor –y que tanto escasea, dicho sea de paso– es lo que aquí denominamos “el amor como afirmación del otro”, y que espléndidamente expresa Ángel González mediante “Me basta así”.
ME BASTA ASÍ
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos cuando prueban el pan
es decir, con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
–de eso sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso–;
entonces
si yo fuese Dios
podría repetirte y repetirte
siempre la misma y siempre diferente
sin cansarme jamás del juego idéntico
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra
Lázaro alegre,
yo
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto en la contemplación de todo aquello
que en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando –luego– callas…
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes
Creo en ti.
Eres.
Me basta.)[3]
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Por lo que respecta a la expresión, creo que de todas las influencias que recibió Ángel González (Espronceda, Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Lorca, Alberti, Pablo Neruda, César Vallejo, Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro o Eugenio de Nora, entre otros), la huella más palpable en su poesía es la del autor de Soledades y Campos de Castilla, que representa, a mi parecer, el ideal de la difícil sencillez, que no debe confundirse con la simplicidad. La difícil sencillez es la naturalidad de lo que parece hecho sin esfuerzo, sin afectación ni artificiosidad.
A propósito del ideal estilístico que ha perdurado desde sus inicios, Ángel González ha declarado que “de toda aquella experiencia adolescente y juvenil, algo ha permanecido inalterado en mi modo de entender la poesía: cierta intención de aproximarme a la realidad, y el gusto por la obra bien hecha: amorosamente, casi artesanalmente trabajada. Y cuando hablo de la realidad me estoy refiriendo también a la realidad de la materia de la que el poema está hecho: la lengua, el idioma hablado, vivo, que nunca he tratado de destruir (manía obsesiva de algunos colegas), sino de utilizar –cuando no de imitar”[4].
Entre esos colegas que han procurado destruir, retorcer y estrangular la lengua cabría resaltar, entre sus compañeros de generación, a José Ángel Valente y José Manuel Caballero Bonald, pero desde luego es una característica más acentuada entre los hispanoamericanos del otro lado del Atlántico: pienso en César Vallejo, Gonzalo Rojas o Juan Gelman. Respecto a la “intención de aproximarse a la realidad”, lo entiendo además que participa de la concepción de la poesía como conocimiento, y no solo como comunicación, por formularlo en los términos aparentemente antagónicos del debate que se extendió por la década de los 70 del siglo XX.
El poema parte de una premisa hipotética, de un condicional: “Si yo fuese Dios”. Y, dado que según los teólogos uno de los atributos de Dios es la omnipotencia, el yo poético, convertido en este, “haría / un ser exacto a ti”. Salvo admirables excepciones, las personas acostumbran a amar algunos aspectos del otro, pero rara vez su persona al completo. El amor como afirmación del otro tiene lugar precisamente porque en este caso se quiere “un ser exacto a ti”.
Y, a continuación, se describen aspectos más concretos de cómo sería el ser amado: con “ese sabor” “igual al tuyo”, “o sea tu mismo olor”, “y tu manera de sonreír”. Y luego, por medio de tres anáforas con que imprime ritmo, añade: “y de guardar silencio, / y de estrechar mi mano estrictamente, / y de besarnos sin hacernos daño”. En definitiva, lo quiere tal como es, ni más ni menos.
Con frecuencia no reparamos en que rechazar o desaprobar un aspecto de una persona querida implica en cierto modo no afirmarla enteramente, no abrazar su ser por completo. Y esto no es amar adecuadamente. Uno de nuestros filósofos más ilustres, Ortega y Gasset, sostenía no exento de razón que “según se es, así se ama”[5]. Quizá nos falta suficiente madurez para amar a los otros enteramente, con nuestras infalibles imperfecciones –humanas, demasiado humanas–; que es, por otra parte, tal como deseamos que nos quieran.
En la segunda parte del poema se repite el verso con el que se empieza: “si yo fuese Dios”. Y mediante una serie de paralelismos y anáforas –adviértase la sorprendente antítesis– se remonta el ritmo: “podría repetirte y repetirte, / siempre la misma y siempre diferente, / sin cansarme jamás del juego idéntico, / sin desdeñar tampoco la que fuiste”. Posteriormente, en un gesto inusual, introduce su nombre a modo de autocita[6] en el poema, otorgándole al texto mayor veracidad y verosimilitud: “quiero / aclarar que si yo fuese / Dios, haría / lo posible por ser Ángel González”.
¿A qué viene el nombre real del poeta aquí? Sabemos que el amor no sólo depende del objeto, sino también, y de manera más decisiva, del sujeto, por expresarlo en los términos del viejo dualismo epistemológico. Una de las presencias tutelares de Ángel González, Antonio Machado, lo expresó de forma memorable en aquellos densos y sabios versos trenzados por un hipérbaton: “Si un grano del pensar arder pudiera / no en el amante, en el amor, sería / la más honda verdad lo que se viera”[7]. Dicho de otro modo: no existe la verdad objetiva. El sentimiento amoroso depende hasta cierto punto del sujeto; si no hay amante o, mejor, en plural, amantes, no hay amor.
Por ello en los siguientes versos de la segunda parte de “Me basta así”, con una serie de paralelismos con los que recobra el ritmo y una bella metáfora, escribe el poeta: “para quererte tal como te quiero / para aguardar con calma / a que te crees tú misma cada día, / a que sorprendas todas las mañanas / la luz recién nacida con tu propia / luz, y corras / la cortina impalpable que separa / el sueño de la vida, / resucitándome con tu palabra, Lázaro alegre”. Nótese esta alusión a Lázaro de Betania, un personaje bíblico del Nuevo Testamento que fue resucitado por Jesús. Aquí el que por analogía es resucitado es el yo poético gracias a la palabra del ser amado.
Si amar al otro enteramente supone una afirmación de su ser, como si con ello se le estuviera exclamando: “¡quiero que existas!”, lo que implica dotar de cierto sentido la vida del otro en tanto que se le concede una razón de ser, este buen amor estaría incompleto si no nos queremos a nosotros mismos queriendo al otro tal como es. Como diría el poeta inglés romántico, Shelley: “¡Amada, tú eres mi mejor yo!”. Es decir, de todos nuestros yoes, sentimos que el mejor es el que nos suscita y aparece en la presencia del ser amado. Esta es la afirmación de la vida a la que veces nos lleva el amor, magistralmente expresada por el poeta.
El lector, cualquier lector considerablemente competente, intuye o presiente cuanto he dicho, y eso es lo que le emociona, aunque no explique, ni tampoco necesite hacerlo, lo anterior. Concluye con unos breves versos que rozan la poesía del silencio, como si se dirigiera de manera cauta y sigilosa al ser amado: “Creo en ti. / Eres. / Me basta.” No es un amor desesperado por la presencia del otro, sino más bien un amor que se contenta con que el otro exista, y sea como es.
[1] Conche, Marcel, Del amor. Reflexiones descubiertas en un viejo cuaderno de dibujo, trad. Susana Lauro, Barcelona, Paidós, 2009, p. 131.
[2] Citado por Fernando Savater en Invitación a la ética, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 122.
[3] González, Ángel, “Me basta así”, Palabra sobre palabra, en Lecciones de cosas y otros poemas, Barcelona, Círculo de Lectores, 1997, pp. 108-109.
[4] González, Ángel, 1997, op. cit., p. 12.
[5] Ortega y Gasset, J., “Para una psicología del hombre interesante”, reunido en Estudios sobre el amor, Barcelona, Círculo de Lectores, 1971, p. 36.
[6] Aun siendo un gesto inusual comparado con la inmensa cantidad de poemas que carecen de autocita, no es tan raro como podría parecer. Una muestra ejemplarmente ilustrada de este recurso expresivo en la poesía hispánica del siglo XX –antes resultará cada vez más difícil observarlo, puesto que, en mi opinión, es un signo de la creciente autoconciencia del yo conforme avanza la modernidad–, puede verse VVAA. Los ojos dibujados. El autorretrato en la poesía y el arte contemporáneos, Málaga, Litoral, Málaga, 2002, especialmente en las páginas 207-271.
[7] Machado, A., Obras completas I, Barcelona-RBA-Instituto Cervantes, 2005, p. 679.
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