A un año de los terremotos, ¿queda todavía algo por aprender? [Con motivo del aniversario de los terremotos que sacudieron México en Septiembre de 2017] – Fabio Vélez Bertomeu

A un año de los terremotos, ¿queda todavía algo por aprender? [Con motivo del aniversario de los terremotos que sacudieron México en Septiembre de 2017] – Fabio Vélez Bertomeu

A un año de los terremotos, ¿queda todavía algo por aprender?

 

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A dog sits on top of the rubble of a wall that collapsed during a massive earthquake, in Mexico City, Friday Sept.8, 2017 [AP Photo/Marco Ugarte]

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Hace aproximadamente un año, alentado por los terremotos de septiembre, publiqué un breve artículo cuyo título, “Desastres naturales y depuración de responsabilidades” [1], transcribía sin dobleces las intenciones del texto. Sin mayores pretensiones, y valiéndome exclusivamente del sentido común, me animé a poner por escrito algunas consideraciones que se me antojaban, en esa coyuntura, pertinentes para arrojar algo de luz a tan confuso momento. Hoy las razones son otras.

Sea un poco de memoria y biografía antes. Como muchos de los mexicanos, yo también me vi “envuelto” en los terremotos de septiembre del año pasado. Una sutil diferencia, sin embargo, se interpone entre su experiencia y la mía. Dicho apretadamente: los mexicanos ya han vivido, de primera o segunda mano, el desastre y la tragedia que produjo el terremoto del 85. Me explico: o bien lo padecieron en sus propias carnes, o bien, si son más jóvenes, lo habrán escuchado multitud de veces, en casa o fuera de ella. Sea como fuere, debido a sus calamitosos efectos, el terremoto del 85 se ha elevado a la categoría de trauma nacional. Es un acontecimiento, por así decir, inscrito férreamente en el imaginario colectivo de este país. Prueba de ello es que nadie es ajeno a él y sigue produciendo, más allá de su tiempo, efectos en el presente.

Mi caso es algo distinto. Apenas voy a cumplir 5 años viviendo y trabajando en este hospitalario país y, por lo tanto, el espectro del 85 me es, y me era, un fenómeno completamente desconocido. Hasta septiembre del año pasado, el terremoto del 85 apenas aparecía en las conversaciones, y de ninguna manera copaba titulares en la prensa o en otros medios de comunicación [2]. Sin embargo, el 19 de septiembre del año pasado todo esto cambió al menos para mí y, creo, para muchos otros. Aquella fatídica mañana, lo comprendí días después, se propició un particular rito de paso, una especie de bautismo: de ahora en adelante cargaría con mis prójimos, y probablemente de por vida, el trauma y el miedo por los terremotos.

Habida cuenta de lo anterior, podría inferirse que los temblores de la Tierra se me revelaron, in situ, en México. Y que, por mor de lo cual, yo era hasta ese momento un perfecto ignorante en la materia. Pues bien, no del todo. Sí, por lo evidente: nunca había sentido crujir las paredes de un departamento; pero no, por este otro motivo que ahora les cuento.

Para alguien que viene de la filosofía (signifique eso lo que signifique), no es precisamente un secreto la atracción que para el pensamiento siempre han tenido estas extravagantes manifestaciones geológicas. Autores clásicos y de épocas tan dispares como Séneca, Voltaire, Kant o W. Benjamin (por citar solo algunos nombres), así lo certifican. Se da, además, otro hecho especialmente llamativo, pero lo voy a expresar mediante esta artimaña retórica: el terremoto de Lisboa de 1755 es a la Ilustración, lo que Hiroshima y Nagasaki son al pensamiento del S. XX, o dicho en otras palabras, ambos acontecimientos encierran una singularidad tal, la sombra de su huella es tan alargada y profunda, que durante los siglos restantes, intelectuales, teólogos, científicos y artistas, del XVIII y del XX respectivamente, no van a hacer otra cosa que devanarse los sesos en la búsqueda de una explicación a estos sinsentidos aparentes.

No escapa a nadie, muy probablemente, la primera referencia para el particular de este texto; en principio no así la segunda, pero es menester algo de tiempo. Si estoy afortunado, quizá pueda exponer lo que yo avizoro para nuestro siglo, el XXI, y que tiene que ver con una suerte de hibridación entre ambos acontecimientos. Sobre ello volveré al final.

Lo que de algún modo estoy tratando de exponer es que los terremotos no me eran algo completamente ajeno. Puedo confesar incluso, por si esto aporta algo de credibilidad a mi testimonio, que soy coleccionista de todos aquellos textos relacionados con el terremoto de Lisboa. He leído casi todos los testimonios célebres de la época y he seguido con atención los debates filosóficos y científicos que a la sazón se suscitaron. Pues bien, así y todo, días después de los terremotos de septiembre, frente a mi secreter, me preguntaba lo siguiente: ¿Cómo era posible que, familiarizado como supuestamente me encontraba ante estos hechos, me viera tan sorprendido y sobrepasado ante la vivencia de un terremoto grave, aunque no tan grave como el de 1755?[3] Una respuesta tal vez correcta, y en todo caso socorrida, sea esta: “Yo pasé de la experiencia del dolor, al dolor de la experiencia”. En efecto, no es lo mismo la experiencia directa y bruta de algo, que la tamizada y cultivada de otra [4]. Por muy minuciosa que pueda ser la descripción del tsunami que secundó al temblor de Lisboa y que arrasó con muchos de los edificios emblemáticos de su casco medieval; o de los numerosos cadáveres quemados (al tsunami le siguió un vasto incendio) y arrojados al río Tajo, para escándalo de la Iglesia, por temor a las epidemias; o de los problemas logísticos de avituallamiento, menores en términos sensacionalistas para la Europa del momento, pero no menos reales para los supervivientes de la ciudad; en suma, por exacta y ajustada que sea la fidelidad de los testimonios de la época, en poco se parecen a la vivencia directa [5].

Esta discrepancia que yo advertí entonces supuso el pretexto idóneo para releer algunos textos que consideraba relevantes, y terminó sustanciándose en un texto en el que, con mayor o menor fortuna, procuré pasar revista a algunas actitudes viscerales que, en mí y en otros, había advertido con desazón e inquietud por esos días.

Así las cosas, el primer gesto que despertó mi interés, apenas transcurridas las primeras 24 horas, afloró en los medios de comunicación. Por resumirlo en pocas palabras: se clamaba justicia (aunque el tono era más bien de venganza) e, inmediatamente, se anunciaba a bombo y platillo la apertura de una caza de brujas y se montaba el cadalso para los chivos expiatorios. En la mira –era lo esperable– estaban arquitectos, funcionarios públicos y políticos. Los delitos que entonces se les imputaba a todos por doquier eran los mismos: negligencia y corrupción.

Esta postura, a mi ver, tenía parte de verdad, pero solo parte. Lo cierto, en cualquier caso, es que en los días siguientes era habitual toparse con recreaciones, no exentas de cierto ensañamiento, de múltiples casos en donde la evidencia de las prácticas negligentes y corruptas era palmaria y notoria [6]. Sobre esto, me decía yo, poco más cabe añadir: aquellos que se pasaron de listos que rindan las debidas cuentas ante los tribunales y, a poder ser, de la manera más expedita. Sin embargo, intuía yo asimismo que la cosa revestía más complejidad de la que aparentaba, o por formularlo a modo de interrogante: “¿Qué había de los casos –que seguro los hubo– en donde habiendo mediado la negligencia y la corrupción, el edificio no se cayó o no sufrió desperfectos estructurales, y de aquellos otros en donde, dándose la plena competencia profesional y la buena fe, el edificio se desplomó o se agrietó gravemente?” La pregunta tenía por objeto cuestionar la hipótesis bajo la cual operaban muchos de los medios y cada vez un mayor número personas. Lo que entreveía, y se me antojaba de fácil recusación, podría resumirse en la siguiente teoría, disparatada en cualquier caso: si el edificio se había caído era prueba irrefutable de que había culpa y dolo, si se mantenía en pie, era prueba manifiesta de lo contrario.

Todo lector de Popper y todo investigador de laboratorio, y yo añadiría: todo aquel que piensa un poco por sí mismo, sabe que las teorías no solo hay que verificarlas sino, también y sobre todo, falsearlas. Eso era lo que intentaba yo. Y no por falta de empatía con las víctimas, o por espurio propósito de exculpar a los infractores. Nada más lejos de la realidad. En ese momento el sentido común brillaba por su ausencia, y las emociones y las vísceras eran los únicos instrumentos con los cuales se estaba tratando de interpretar los hechos, fatales por lo demás. Sea como fuere, lo cierto era que la lectura pasional que se estaba realizando de los terremotos no solo no terminaba de convencerme, sino que se me antojaba por de pronto desnortada.

El otro punto, en el que ahora sí me reconocí como uno más de la tribu, fue en la reacción inmediata al terremoto. Me refiero, en concreto, a lo sucedido en ese lapso de indeterminado tiempo, con la adrenalina surcándote el cuerpo, y que adviene indefectiblemente tras todo temblor. Allí, en mitad del desconcierto [7], no era precisamente Dios el objeto de mi enfurecimiento y reclamo (como en el terremoto de Lisboa, donde los fieles ciudadanos del país, bastión del catolicismo y la contrarreforma, se preguntaban por qué Dios, protector con su rebaño y bondadoso con sus hijos, había descargado semejante ira contra ellos [8]); no era por tanto Dios, repito, sino la tecno-ciencia, esa otra divinidad de nuestro tiempo: “¿Acaso la ciencia y los sismólogos –me preguntaba yo– no pueden hacer nada?” Y, por si esto no fuera suficiente, proseguía en mi empecinamiento: “¿No lo pueden controlar, predecir? ¿Inventar una máquina? ¿Desarrollar un alquitrán especial? ¿Sitiar la ciudad con un muro protector?” Para rematar el delirio, solo me hubiera faltado finiquitar este monólogo interior un “¡maldita ciencia!”.

Pues bien, a mi juicio hay mucha más cercanía de lo que podría parecer entre los reclamos de los lisboetas del S. XVIII y nosotros. Unos y otros seguimos siendo –al decir de Nietzsche– humanos, demasiado humanos. Y es que a pesar de vivir en un mundo sin dios, desencantado, nihilista, etc.[9], llevamos rehusándonos desde entonces, mediante escamoteos de todo tipo, a hacernos cargo de este espinoso legado. Es más, de haberlo siquiera intentado, habríamos interiorizado a estas alturas que ya no hay orden ni sentido trascendentes (i. e., que el mundo no sigue un plan racional [10]) y que, en consecuencia, mucho mejor nos iría si nos liberásemos de este ancestral temor y aceptáramos, alegre o estoicamente, las cuotas inexorables de fatalismo que comportan lo arbitrario y azaroso. Y para muestra este botón: todavía hoy, frente a desastres naturales, seguimos consolándonos (y auto-engañándonos) con frases como estas: “La naturaleza es cruel” o “La naturaleza es injusta”. La naturaleza, en rigor, no es cruel ni injusta: es, sin más. Todo ello pareciera ahondar en la existencia de una suerte de pulsión atávica, ciega a la sinrazón del infortunio, y desesperada en su particular obstinación por un encontrar un principio ético de razón suficiente. Tan cierto es esto que estoy señalando que, conviene admitirlo, solo logramos empezar a mitigar el dolor cuando en el horizonte, incluso de la desventura, comienza a descollar la sombra de un culpable. Podríamos llegar a aceptar un mundo injusto; ahora bien, lo que nos resulta inaceptable, porque escapa a nuestro entendimiento, es pensar en la posibilidad de un mundo falto de sentido. Una especie de horror vacui nos lo impide.

No puedo seguir abundando en este punto. En ello me ocupé y me demoré en el artículo al que les hago referencia. Hoy me gustaría plantear algo distinto, aunque tomando en consideración las tesis allí desplegadas. En otras cosas porque, vistas desde aquí, me parecen limitadas. Ensayaré, pues, esta autocrítica.

Por exponerlo de manera sencilla y breve, las categorías que yo entonces utilicé para analizar los terremotos de septiembre, y que fueron tomadas de Judith Shklar y de su célebre libro Los rostros de la injusticia, ahora me parecen insuficientes. Tal vez incluso un tanto obsoletas, al menos si no se resignifican ostensiblemente. Este alejamiento encuentra explicación a raíz de una realidad, la nuestra, que ya no se identifica sin más con la realidad de Shklar, allá por los años 90 (fecha de publicación del libro). A nadie se nos escapa hoy, por ejemplo, la amenaza ecológica o el surgimiento, de resultas de ello, de una nueva era geológica, denominada Antropoceno, y que se distinguiría de las anteriores por su carácter antropogénico, es decir, por el hecho de haber sido originada por la acción del hombre.

Shklar arrancaba su libro avanzando de alguna manera sus conclusiones. Les cito:

¿Cuándo una desgracia es un desastre y cuándo constituye una injusticia? Intuitivamente, la respuesta parece bastante obvia. Si el acontecimiento luctuoso ha sido causado por las fuerzas de la naturaleza, es una desgracia y, en consecuencia, hemos de resignarnos al sufrimiento. Ahora bien, si algún agente malintencionado, humano o sobrenatural, lo ha ocasionado, entonces se trata de una injusticia y debemos expresar nuestro escándalo y nuestra indignación [11].

Si a todo esto se hubiera reducido el ejercicio de Shklar, en efecto, no hubiera merecido el crédito que hasta el día de hoy recibe su obra. Qué duda cabe que el propósito de Shaklar en este libro era introducir categorías intermedias que pudieran esclarecer fenómenos no tan evidentes como los arriba mencionados. Así, por ejemplo, gran parte de su libro se centraba en dibujar junto a la categoría de “injusticia activa” (para entendernos, la derivada del delito o la negligencia), figuras aledañas como la de la “injusticia pasiva”, que se actualizaría en la dejación de deberes cívicos, como cuando no evitamos o no denunciamos la conculcación de leyes y normas por parte de terceros. No es momento para seguir reconstruyendo la tarea de Shklar en este volumen. Solo me gustaría recuperar un pasaje de estas primeras páginas que va a ser pertinente para lo que pretendo elaborar hoy aquí. Dice así:

Los objetos de nuestras sospechas cambian constantemente. Ya no culpamos a la brujas, por ejemplo, como hacíamos hace unos siglos. En cambio, algunas desgracias del pasado hoy constituyen injusticias, como, por ejemplo, la mortalidad infantil o las hambrunas, que fueron causadas por la corrupción pública o la indiferencia (…) la diferencia entre desgracia e injusticia va cambiando con la historia (…) pero debemos reconocer que la línea que separa injusticia y desgracia es una elección política, no una simple regla que haya que seguir. La cuestión no es, por tanto, si se puede trazar o no tal línea, sino por dónde hacerlo para ampliar la responsabilidad [12].

Interesa destacar de este pasaje dos cosas: una) que la distinción, aunque clave y útil, debe ser revisitada cada cierto tiempo, precisamente para ampliar –si fuera el caso– los márgenes de un legítimo reclamo a la justicia y dos) que para la autora, y como ejemplo de lo anterior, las hambrunas derivadas de la corrupción política (pero no los desastres naturales), ya no son como en el pasado “ideológicos” accidentes del destino, sino injusticias tout court.

Lo que Shklar no sabía, y no podía saber, pero nosotros sí, es que gran parte de las hambrunas que se están dando en el África subsahariana puede ser explicadas en términos climáticos, insertándolas en un proceso de desertificación de los suelos que está directamente relacionado con el cambio climático y, por ende, con la actividad humana. Y, en virtud de ello, no sería un dislate aventurar la hipótesis de que la irrupción del Antropoceno obligue a reconsiderar de nuevo los límites y parámetros de la vieja distinción.

Pero, ¿qué tiene esto ver con los terremotos? Pues al parecer, y según las últimas investigaciones, mucho [13]. Ya está documentado el grado de incidencia que tienen determinadas industrias (mineras, petroleras, gasísticas, hidroeléctricas…) en la actividad sísmica. Ya se tiene suficiente información para afirmar, por tanto, que la actividad humana puede causar, o al menos influir, en la actividad sísmica.

Megaestructuras pesadas, como el edificio Taipei 101 en Taiwán; obras de ingeniería faraónicas, como la presa china de las Tres gargantas; o incluso en México, la explotación de energía geotérmica en Cerro Prieto (que se relaciona con terremotos en la zona de hasta 6,6 grados de intensidad), son algunos de los ejemplos de esta nueva realidad.

¿Qué podemos aprender de los terremotos, pues? En el texto anterior señalaba que los terremotos nos ponen en nuestro sitio, nos recuerdan quiénes somos y en dónde estamos, así como el delirio prometeico que marca el rumbo de nuestra civilización [14]. Es decir, nos señalan nuestros límites y, de consuno, nuestra orgullosa e irresponsable relación con la naturaleza. La ciencia y la técnica no lo pueden ni lo podrán todo. Y huelga aceptarlo cuanto antes [15]. El sueño de controlar y enseñorear a la naturaleza no es más que una utopía y, por las noticias que vamos teniendo, parece que suicida. No solo. En esta una huida hacia adelante, lo que estamos empezando a comprobar es que la naturaleza está reaccionando, y no precisamente como esperábamos, es decir, pasiva y mansamente [16]. Esos síntomas que desde hace años se cifraban en el mal llamado “cambio climático” y en la pérdida irreparable de la biodiversidad, ahora sabemos que también pueden estar relacionados con la actividad sísmica.

Si esto es así, estaríamos en la obligación de revisar la distinción entre desgracia e injusticia. Pues si ahora la ciencia nos revela que es perfectamente viable que tras un desastre natural pueda estar involucrada también la mano humana, entonces, a la hora de reclamar responsabilidades, habría que ser mucho más fino [17]. Me parece predecible que en esta senda, y a tenor de la irreversible tendencia actual, mucho de lo que antaño asociábamos mecánicamente a la desventura natural, merezca un nuevo escrutinio [18]. ¿Asistimos al final de los cataclismos? No lo creo. Lo que sí creo es que el rigor analítico nos obligará a dejar de adjetivar por defecto, como hacíamos antes, los desastres naturales como “naturales”. Es decir, probablemente no todos los “desastres naturales” serán tan “naturales” como antes dábamos por hecho [19]. De esta manera, según alcanzo a entrever, empezaremos a vérnoslas con fenómenos y desastres híbridos, que habrá, en todo caso, que identificar y discriminar pertinentemente [20]. La meridiana línea que otrora separaba un terremoto de un accidente nuclear, para entendernos, no será tan clara.

Espero que todo esto no haya sonado a ciencia ficción. Nos lo jugamos todo en esto. Y no solo el porvenir de nuestra especie; nos jugamos la vida en la Tierra.

 

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Fabio Vélez

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Notas

 

1. F. Vélez, “Desastres naturales y depuración de responsabilidades”, Homonosapiens, 27/10/2017. Se puede consultar en línea: https://www.homonosapiens.es/desastres-naturales-y-depuracion-de-responsabilidades/

2. Que el fantasma parecía haber sido conjurado lo acredita el hecho de que hasta el 17 de septiembre, fecha del primer terremoto intenso, las alarmas sísmicas apenas eran contempladas por la población, es decir, se escuchaban, pero no se temían.

3. El 19 de Septiembre, a las 13h y 14 minutos, el terremoto se me manifestó en el interior de un autobús, afortunadamente no atestado de gente. Recuerdo que el vehículo empezó a mecerse como una balsa. Tras descender, puesto que el caos y el tráfico habían paralizado toda la ciudad, me encaminé al departamento de mi hermana, pues de inmediato se supo que había sido una de las zonas (Colonia Roma) más afectadas. Ya se hablaba de edificios caídos. Recuerdo cruzar toda la Colonia Condesa esquivando los acordonamientos de la policía, a través una atmósfera con un inequívoco olor a gas. Recuerdo llegar al edificio de mi hermana y ver la entrada de mármol hecha trizas e, igualmente, acordonada (supe días después que eran desperfectos superficiales). Recuerdo gente corriendo, gritando, pidiendo ya las primeras ayudas materiales: “¡Agua, picos, guantes…!” Recuerdo que los móviles no tenían conexión ni línea. Recuerdo todo el comercio cerrado. Recuerdo no saber qué hacer ni adonde dirigirme. Recuerdo haber vuelto sobre mis pasos, a la búsqueda de una tienda donde poder comprar agua o alguna suerte de líquido. Recuerdo haberme dado por vencido a la altura de la Plaza Cibeles y haber divisado uno de los pocos bancos que todavía quedaban libres. Recuerdo haberme sentado. Recuerdo, en un estado próximo a la catatonia, no haber pensado en nada durante varias horas.

4. Con esta distinción no estoy, ni mucho menos, descalificando o invalidando la segunda de ellas. Me ciño a poner de relieve su diferencia. La cita, por cierto, es de Tomás García Mojonero. Conste en acta el “robo”.

5. Para estos detalles y anécdotas, remito a la crónica detallada, pero no por ello menos amena, de N. Shrady, The Last Day. Wrath, Ruing & Reason in the Great Lisbon Earthquake of 1755, Penguin, London, 2009.

6. El caso más mediático y vergonzoso fue el del Colegio Rébsamen. El sensacionalismo más indecente jugó con las esperanzas de todo un país al que tuvo en vilo –y pegado a la pantalla del televisor– durante varios días.

7. Esta anécdota está ligada a mi vivencia del terremoto del 23 de septiembre, que apenas se notó –todo sea dicho– pero que me sacó de la cama un sábado, a las 7h y 52 minutos.

8. Nicanor Prendes me recuerda una curiosidad jugosa para lo que nos traemos entre manos: el terremoto de Lisboa, sucedido el 1 de Noviembre de 1755, coincidió con el “Día de muertos”. No es preciso recordar que el 19 de septiembre del año pasado coincidió con los 30 años del terremoto del 85. Afortunadamente, ese día se hizo un simulacro pocas horas antes. Sobre la coincidencia de fechas, su significado o simbología, tal vez fuera un buen antídoto –para los más creyentes– leer las últimas páginas de El pensamiento salvaje de Levi-Strauss.

9. Desde un punto de vista filosófico, el sismo de Lisboa supuso un duro golpe, si no la puntilla final, a cualquier empeño por plantear el “problema del mal” desde un punto de vista teológico. La controversia entre Leibniz y Voltaire, al respecto, es bien conocida. Curiosamente, tal desahogo encontró su mejor espacio en la novela, a saber, en el Cándido de Voltaire (un bestseller de la época). No habría que olvidar, a este respecto y sin salir de la ficción, el relato de Kleist sobre el terremoto de Chile.

10. Una polémica interesante en la que rastrear este síntoma es la escaramuza entre Leibniz y Clarke a propósito de Newton. Remito, para ello, a la lectura de H. Blumenberg en La legitimidad de la Edad Moderna, Pre-textos, Madrid, 2008.

11. J. Shklar, Los rostros de la injusticia, Herder, Barcelona, 2010, p. 27. Que Shklar sigue pensando que los sismos solo pueden obedecer a estrictas causas naturales, se evidencia en un pasaje posterior: «inundaciones, tormentas, terremotos todavía se reconocen como naturales y inevitables…», ibid., p. 116. Rodolfo Vázquez me advierte que Garzón Valdés utiliza una taxonomía parecida al hablar de “catástrofes” y “calamidades”. Le agradezco aquí su apunte.

12. Ibid., p. 32.

13. Los datos que siguen han sido extraídos de la base de datos The Human-Induced Earthquake Database, gestionada por los científicos G. Foulger, J. Gluyas y M. Wilson. Se puede consultar en línea: http://inducedearthquakes.org

14. A este respecto, puede visitarse de F. Flahault, El crepúsculo de Prometeo, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013. Sobre la posibilidad de rescatar otras actitudes minoritarias –no prometeicas– pero presentes en nuestra cultura, remito al sagaz y erudito trabajo de P. Hadot, El velo de Isis. Ensayo sobre la historia de la idea de Naturaleza, Alpha Decay, Barcelona, 2015.

15. Diversos autores han reflexionado acerca de nuestra facilidad –en cuanto utopistas tecnológicos (confesos o no)– para soslayar o directamente negar el “accidente” intrínseco a la estructura tecnocientífica. La obra de P. Virilio, y en concreto El accidente original, probablemente sea de lo primero que se nos venga a las mientes. Una arqueología más ajustada nos obligaría a hacer una parada en El intercambio simbólico y la muerte de J. Baudrillard. Así y todo, las semillas de ambos quizás estén –agárrense los machos– en unos artículos de O. Paz de finales de los 60, “La nueva analogía” y “El orden y el accidente” (dejo esta madeja para otra ocasión). Garzón Valdés, por cierto, subraya efectos análogos pero desde otro marco conceptual, Calamidades, Gedisa, Barcelona, 2004, p. 15.

16. Remito –por citar a un autor pionero en esta línea– a los trabajos J. E. Lovelock; así, por ejemplo, Gaia, Oxford University Press, Oxford, 1979 o The Revenge of Gaia, Basic Books, New York, 2006. El filósofo inglés J. Gray ha tratado de divulgar algunas de estas ideas en Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales, DeBolsillo, Barcelona, 2008.

17. Y, aunque humana, es decir, privativa de una especie, habría que establecer a su vez grados de responsabilidad, o dicho en cifra: ¿Antropoceno o capitaloceno?

18. Por poner un ejemplo, ¿qué hay de los migrantes climáticos a los que la ONU todavía no ha reconocido?

19. Alguien como Séneca, descreído de la acción divina en este tipo de eventos, ya despejaba la premisa que ha seguido Occidente, al menos en estos dos últimos siglos: «Estos fenómenos [los sismos] tienen sus causas propias (…) Investiguemos pues», De los terremotos, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1943, VI, 3, 1 (cursiva mía).

20. Interesantes las observaciones de J-L. Nancy en L’equivalence des catastrophes (Après Fukushima), Galilée, Paris, 2012, pp. 57 y ss.