Contra el sufrimiento – I -Joaquín Albarracín de la Rosa

Contra el sufrimiento – I -Joaquín Albarracín de la Rosa

Contra el sufrimiento – I

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Pablo Ruiz Picasso – Desnudo en azul [1902 – Colección privada]

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Hay dos vías hacia las que se pueden dirigir las fuerzas personales y públicas: una es la innovación y otra es la atemperación del sufrimiento. Hacia la primera vía se da un impulso enérgico y no hay que ejercer ningún tipo de presión para su consecución: la industria tecnológica está en constante crecimiento, multimillonarios con sueños de grandeza gastan todo su oro en construir cohetes que se pierdan en el espacio ocioso y artilugios de un año a otro apenas modificados no cesan de estrenarse cada otoño. Esta rapidez se debe, más que a una consecuencia del afán aristotélico por el conocimiento, al nexo instantáneo que existe entre innovación y dinero. Una gran parte de esta innovación se nos vende con la pretensión de mejorarnos la vida en un futuro incierto, pero prometedor; mientras tanto, optamos por una obnubilación pueril, sin ápice de duda o crítica, seducidos por la forma externa del caramelo. Hacia la atemperación del sufrimiento, la vía paralela y urgente, dedicamos fuerzas que, en comparación con la inversión que podría y debería hacerse, son insuficientes y débiles, tratándose del núcleo más importante al que deberíamos atender y concentrar una amplia parte de nuestra voluntad dirigida, que habría de promoverse de lo personal a lo público y de lo público a lo personal en una empresa fecunda que alivie y beneficie al conjunto de la humanidad contemporánea y cuyo legado pueda transmitirse a las generaciones venideras.

Antes de proseguir estas líneas, hemos de realizar una parada semántica para acotar bien el significado que aquí daremos a la palabra sufrimiento. El tipo de sufrimiento al que aquí nos referiremos es de naturaleza bifronte: aquel, por una parte, que es tan profundo e hiriente que niega nuestra capacidad de pensar y sentir con ecuanimidad, de fortalecernos y de aprender a través de él, negando así, en palabras de Spinoza, la capacidad de perseverar en nuestro ser; y aquel otro que, por iniquidad o ignorancia, proviene de acciones y actitudes nefastas: el sufrimiento personal derivado de unos valores vacíos o ese otro sufrimiento de carácter social provocado por una política deplorable, por la que padecen pobreza muchísimas personas o por la que millares de migrantes perecen en el mar insolente. Todos tienen en común que son evitables y que lo son a través de la acción humana directa, la misma que un día los produjo. Por el contrario, el dolor que nos despierta zonas dormidas de la conciencia, los sufrimientos no demasiado agudos que arrastramos por una mala acción o el sabor amargo de un desengaño que nos espolea a calibrar más atinadamente la realidad no los entenderé aquí como sufrimiento a erradicar, en parte porque son sufrimientos o dolores –la línea comienza a difuminarse entre estos dos conceptos semejantes, pero no iguales, pues la realidad del primero es la hondura y el letargo en el tiempo, y la del segundo la puntualidad pasajera– inevitables, y en parte porque no hay conocimiento ni crecimiento espiritual sin ellos; en definitiva, porque con sus pinceladas conforman el rico retablo de la vida. Estas últimas formas del dolor o del sufrimiento no nos nublan, niegan o paralizan como sí lo hace el sufrimiento al que aquí nos referiremos, sino que tienden a convivir tanto con la alegría y la tristeza como con las demás emociones que experimentamos los seres humanos en nuestro día a día.

A lo largo de este artículo me limitaré a poner el dedo en la llaga, sirviéndome de la experiencia, la observación y la intuición. Creo no decir nada nuevo, y por ello mi mayor aspiración se encuentra en aportar claridad de estilo y cierta poesía, para que lo que se dice pueda ser comprendido diáfanamente. Ojalá otros, como de hecho ya está sucediendo, nos ayuden urgentemente con medidas y soluciones prácticas, superando la palabra.

I

Eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo, o imposible, fijar la frontera que los divide.

Jorge Luis Borges, Fragmentos de un Evangelio Apócrifo

El sufrimiento es, por tanto, el gran peso negro a extirpar; pero esta liberación no se podrá lograr si no erradicamos su origen: los que infligen sufrimiento, sus agentes y causadores. Estos causadores de sufrimiento se pliegan a la perfección con la imagen de un cancerbero de tres cabezas, correspondientes a sus atributos negativos: avaricia, egoísmo y violencia.

La avaricia es la ceguera descorazonada por la posesión material hacia uno que casi siempre necesita y pasa por la posesión psicológica de los otros, y que en su persecución alcanza fácilmente un extremo tal que no importa con qué tenga que arrasar esta cabeza –hasta un alma– con tal de inflar su estómago con monedas de oro. Esta acumulación avariciosa es imposible sin vender mucho, sin chupar mucho de la energía, el tiempo y el dinero del otro, a quien hay que convertir rápidamente en sumiso consumidor, y aquellas personas que con sensatez y raciocinio enarbolan un estilo de vida –un estilo de sí, que bien capitaneado es el verdadero tesoro– desde unos valores y una filosofía de vida humanistas no conviene al cancerbero avaricioso. Le conviene, por el contrario, aunar sociológicamente al mayor número de personas posible bajo un mismo grupo homogéneo que se retroalimente ansiando y pavoneando los mismos deseos y, ante todo, hacerles creer a todos ellos que esos deseos artificiosos los eleva y distingue y son la causa primera de su felicidad. Tanto la persona o el mercado obcecado en la persecución de su avaricia como la persona que la padece sin saberlo, siendo impulsada a ser avariciosa por el avaricioso mayor, proyectan en el exterior casi todos sus deseos y metas vitales, y, conforme va deleitándose en la altura de su castillo creciente, ansía más y más, indefinidamente. La rueda exterior un día se quebrará, como demuestran biografías e historia, pero el corazón interior, lleno de sufrimiento y falto de su propia sencillez y atención, se habrá ido quemando desde mucho tiempo atrás, y con él la vida habrá ido paulatinamente empobreciéndose.

El egoísmo es otra de las grandes causas de sufrimiento, pues provoca hondos pozos de soledad y desdicha. Para ser egoísta no hace falta no compartir, basta con mirar para otro lado. El primer pensamiento del egoísta cuando se levanta es no cargarse ni un solo segundo de su día con los problemas y las necesidades de los demás. Es el mal samaritano que pasa de largo ante el herido. En cuanto algo no es causa de placer que erice su piel de gallina ese algo es totalmente desterrado y, aún peor, vilipendiado. Por desgracia, un suceso que he vivido recientemente reflejará uno de los comportamientos de esta cabeza egoísta. Una indigente en un estado físico y mental muy deteriorado intentó soportar su sueño en el exterior del vecindario, con apenas unos cartones y una colchoneta para pasar la noche. Llovía, hacía frío en los primeros días de octubre, ella gritaba y lloraba por las noches, pero nadie acudía en su ayuda, ya sea «a regalarle cercanía», como tan bellamente escribe el Papa Francisco en su última Carta Encíclica, Fratelli tutti, todos hermanos. Una de esas noches le escuché gritar: «¡Tenéis un cadáver ahí y no hacéis nada!». Me sentí inmediatamente señalado, culpable. Cuando llamé a Servicios Sociales estos se lavaron las manos como Poncio Pilato, así como hicieron todas las demás instituciones públicas a las que algunos acudimos sin resultado. Un vecino cualquiera al pasar una noche junto a este ser humano no se le ocurrió mejor cosa que soltarle: «¡No le cayera una bomba!». En esta bochornosa expresión se aúnan el dedo tieso que destierra y el vilipendio ante el sufrimiento. Y así el egoísta familiar lo es con la hija sensible e incomprendida, el egoísta urbano lo es con el indigente, el egoísta político con el migrante y el pobre, el egoísta comercial con el tiempo y el dinero del cliente; egoísmo inhumano de todos contra todos que está hincado en el corazón y se refleja en todas las facetas de la sociedad, desde la alcoba al Congreso, y que solo podrá comenzar a curar aprendiendo a enderezar su comportamiento ruin mediante la observación del ejemplo cercano del que actúa con generosidad, cuando cada vez más personas nos levantemos, ayudemos a ese otro que somos nosotros y no miremos nunca más para otro lado.

La última cabeza del cancerbero es acaso la más peligrosa, porque aúna agresivamente a las demás: se trata de la violencia. Esta es inversamente proporcional al nivel de humanidad que el corazón de una persona goza. Trascender el animal abrupto que llevamos dentro es uno de los signos mayores por el que puede decirse que alguien se acerca a ser humano, de los de verdad. Porque cuando, de manera humana y natural y no simplemente reprimiéndola, decrece la violencia –ya sea verbal, física o la violencia de la indiferencia–, crece y se revela el amor. Por una vez no hay duda o tesis, sino una justa matemática directa. Debería quebrarnos la sensibilidad ver como un padre pega a un hijo –un ser humano con poder a otro ser humano sin él, dejémonos de jerarquías eufemísticas–; cómo la insidiosa violencia verbal provoca el llanto, dejando en la mayoría de ocasiones tristes secuelas interiores en quien la padece continuamente; cómo se trafica con seres vivos; cómo siguen explotando las guerras y arrasando poblaciones enteras. Acaso más triste sea cómo podemos seguir creyendo que la violencia es inevitable, pues esta derrota presupuesta provoca que nadie ose pararle los pies de una vez. Esta sensibilidad ante cualquier forma de violencia es extremadamente importante porque sin ella, la única capaz de despertar en nosotros una justa indignación, no puede darse pie a la acción que combata y erradique la violencia, pues ¿cómo vamos a saber que frente a nosotros hay un muro a derribar si llevamos los ojos vendados?

II

En Occidente, el hombre exterior ha ocupado hasta tal punto el primer plano que se ha distanciado de su ser más íntimo.

Carl Gustav Jung, Comentario psicológico al
Libro Tibetano de la Gran Liberación

Gran parte del sufrimiento que padecemos tiene una fuente psicológico/emocional. Es un sufrimiento mucho más melifluo que el físico, pues este segundo tipo es subsanable mediante mejoras científicas rigurosas: el núcleo operativo del daño a reparar es visible y permite el trabajo y la acción directa; no depende del dios al que se ore ni de la latitud en que se viva; si se acierta, la mejora científica goza de valía mundial. Pero con el sufrimiento psicológico/emocional ocurre lo contrario, no es apresable con pinzas ni siempre observable con detenimiento objetivo, se suele perder en la hondura oceánica que parece contener toda psique humana. Este sufrimiento brota de cualquier tipo de circunstancia que nos afecte muy negativamente, como la pérdida irreparable de un ser amado, ya sea por quiebra sentimental o por muerte, las luchas familiares bajo un mismo techo o la incomprensión del círculo social inmediato, enfermedad, falta de sentido vital, un arrepentimiento sordo e insano y mil y una causas más que dan el salto desde el dolor llevadero y superable –e incluso aleccionador– al sufrimiento inútil e inmovilizador. Cuando este sufrimiento es largo y hondo, además de poder empujar a quien lo carga por un tiempo excesivo al túnel oscuro y terminal del suicidio, lleva con facilidad al ansia de inmersión en el túnel claro de la trascendencia. Esto es, se anhela bucear en el espíritu para encontrar esa alegría y serenidad interiores que trasciendan las hasta ahora propiciadas caprichosamente por las formas y circunstancias externas.

La pulsión hacia estos dos túneles forma parte de nuestras raíces humanas esenciales, porque todos sufrimos y nada hay tan natural como querer desquitarse o, si afinamos mejor, comprender y trascender ese sufrimiento. Pero, si bien la primera pulsión hay que evitarla a toda costa, con la segunda hay que observar un no menor cuidado, ya que una espiritualidad errónea es una causa inmediata de sufrimiento, del mismo modo que lo es una relación de amor que solo esconde desprecio y maltrato, pues quien se inmiscuye en una u otra abre y entrega su interior con inocencia, pero recibe, sin embargo, un daño continuo que golpea en el blanco más sensible que tenemos: el corazón.

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Joaquín Albarracín de la Rosa

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