Invitados a la vida
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Robert Doisneau – Les coiffeuses au soleil, Paris 1966
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Que levanten la mano aquellos que hayan pedido venir a la vida. Parece que no hay nadie a la vista. No ignoro que vivir no es fácil y, menos aún, sobrevivir a lo vivido. Para algunas personas, como señalaba Sófocles, “haber nacido es el peor de los males”. Pero, después de todo, ¿quién puede elegir no haber nacido?
Sin embargo, si se puede elegir entre agradecer el milagro probabilístico de haber nacido -¡había tantas opciones de no ser, y al final somos!-, o estar lamentándose continuamente por ello, sin duda prefiero lo primero. Poder jugar, compartir, entender, sonreír… Y no dejar de maravillarnos ante este asombroso planeta, ¿no es bastante más de lo que habíamos pedido?
En contra de una creencia tan arraigada como extendida, este planeta no nos pertenece; más bien le pertenecemos nosotros a él, ya que nosotros provenimos de él, y no al revés. No obstante, estamos destruyéndolo. El sentimiento de pertenencia nos lleva a descuidar y maltratar lo que nos rodea, incluido a nosotros mismos. Porque en cierto modo somos lo que hacemos, y lo que hacemos nos lo hacemos a nosotros, como un escultor al tiempo que moldea y modela se esculpe a sí mismo.
Si no respetamos y cuidamos de lo que nos rodea, ¿cómo pretendemos que nos respeten y cuiden? Si queremos ser respetados, ¿por qué no respetamos a los otros? Nos debemos educada reciprocidad (quizá en ella se funda la ética). Sin amor, sin humanidad, podemos acabar en un odio sin fin, en una destrucción perpetua. Bajo esa educada reciprocidad, las diferencias, tan naturales como inevitables, nos enriquecerán.
Un invitado a la vida agradece el espacio que se le ofrece para vivir. Acepta las leyes y costumbres de sus anfitriones, pero puede conversar para tratar de ampliarlas. Aprende los símbolos y la lengua de los que los acogen, pero puede practicarlos y mejorarlos. En cualquier caso, cuando llegue la hora de abandonar la casa procurará dejarla al menos tal como estaba cuando llegó a ella. Y si sabe valorar justamente la herencia recibida, se esforzará por elevarla a la altura de la historia, y dejarla más cuidada, limpia y bella de como la recibió. En esto consiste acaso nuestra gratitud y nuestra dignidad como invitados a la vida, en abandonar la casa habiendo aumentado su valor durante nuestra residencia en ella.
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Sebastián Gámez Millán