Contra el sufrimiento – II -Joaquín Albarracín de la Rosa

Contra el sufrimiento – II -Joaquín Albarracín de la Rosa

Contra el sufrimiento – II

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Марк Захаравiч Шагал, Mark Zakharavitch Chagal, nacido Moïche Zakharovitch Chagalov, Marc Chagall – Le Violoniste bleu [1947 – Colección privada]

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La progresiva secularización de la sociedad a lo largo del siglo XX, que tiene su culmen en el casi total olvido de lo religioso en este siglo XXI, no ha conllevado una mayor libertad espiritual, aunque superficialmente así lo parezca, y mucho menos ha sostenido y alimentado el contento y la plenitud que le procuraban los ritos religiosos al alma de cada cual, pues estos ritos constituyen puentes sinceros sobre los que se puede realizar un caminar seguro hacia lo trascendente. Que la religión no venga revelada por imposición estatal, sino, en todo caso, por la llamada interna del alma, ha sido todo un logro social, pero derivar de ello un virar el rostro a la espiritualidad genuina ha sido todo un destrozo. Porque lo espiritual nos inunda, del mismo modo que el agua al cuerpo. Cuando el dinero y los ordenadores se apagan, llega el vacío si además del entretenimiento no ha habido espacio para el cultivo interior, la vida pierde su sabor y la falta de valores fecundos no nos pueden entonces colmar; a falta de una tradición espiritual respaldada fuertemente en el presente por nuestros vecinos, muchas veces se cae en el error de creer que no queda otra –porque a primera vista no se nos vende otra, ciertamente– que intentar colmarla mediante técnicas sin fondo ni trasfondo, rápidas y superficiales: yogas rotos de su tradición milenaria, charlas de horas y horas en internet –toda una plétora interminable hay– con popurrís de recetas salpicadas por una voz sugestiva y acaramelada, filosofías hawaianas –han escuchado bien– y un sinfín de vídeos y audios que no alcanzarán nunca a transformarnos en lo hondo, donde habita la esencial raíz de nuestro ser. Esto ocurre, entre otras razones, porque la espiritualidad, aunque a veces pueda sustentarse en la palabra –siempre y cuando esta nazca de la meditación del corazón–, la trasciende, y la búsqueda ha de realizarse atendiendo, más que a palabras, a símbolos perennes, que no pueden ser procurados por las formas superficiales de la oblicua espiritualidad de nuestros días.

Defender que solo hay un camino verdadero para la trascendencia sería caer en el mismo engaño que venden los Rasputines virtuales, pero negar los caminos abruptos y sin salida constituye, por el contrario, una condición indispensable para lograr una trascendencia sincera y profunda desde el credo o sentido común que cada cual elija. ¿Quién no ha conocido a un familiar como la abuela, acaso analfabeta, que nunca ha salido del pueblo, pero dulce, sabia y buena y sin enredos mefistofélicos en su espíritu, para quien su vida inmediata de labor y de amor era vida colmada? Siempre sana y alegre, a pesar de las circunstancias, porque gozaba de raíces. Pues bien, esta abuela hace enmudecer con su ejemplo a toda esa plétora de charlatanes virtuales de contenido largo y vacío. El solo hecho de que estos se den a conocer, se les otorgue carta de presencia y se les atienda hablar horas y horas sobre metas y triunfos chabacanos –toda una forma de alimentar su ego mediante el poder que consiguen ejercer en quienes se apropian de sus conceptos esmaltados, dominándolos así servilmente– ya es suficiente para hacer creer a quien les escucha que, en efecto, uno está vacío y necesita la ayuda de un padrastro pasajero que le dispense fáciles recetas que obren a modo de placebo y atajo. Por no hablar de la cantidad de conceptos vacuos que introducen en la mente del oyente, con frases cliché y enumeraciones de vocablos pseudo sánscritos que abren toda una franja de parcelas mentales irreales que solo arrastran a la obnubilación, el mareo y la duda; ya no se trata de sentirse bien con lo esencial, y de aquí partir en aventura hacia el interior, sino de escuchar la energía que mana del chakra de un colibrí o, si el brujo en cuestión lo formula con una más astuta alquimia, de recordarnos una y otra vez que en la vida tenemos la responsabilidad de triunfar… ¡Con lo decorosa y apacible que es una medalla de bronce, y el estrés que nos ahorra! Finalmente, el oyente ingenuo sale de estas charlas con una extensa receta en la cabeza que ha de ir aplicando analíticamente y sin descanso –todo lo contrario a una sabiduría intuitiva–, de modo que, al salir por la puerta de casa, se pregunta: «¿Qué dijo aquel médico doctorado en Harvard que debo hacer ahora? Ah, sí, debo recordar que el universo conspira solo para mí». Sin ir más lejos, hace poco escuché a una persona que, tras salir de su cabina virtual, para que se vieran colmados sus deseos y solucionados sus problemas no paraba de repetirse la consigna: «Suerte y confío». Supongo que esta máxima no está muy alejada de la que uno mismo se decía en la sala de espera de la enfermería antes de que le pusieran la vacuna de la varicela a los cinco años.

¿Cuál es la diferencia entre la charla enriquecedora y la contraria que venimos destapando? La charla enriquecedora –que también las hay, afortunadamente cada vez son más numerosas–, es a mi parecer aquella que conecta con la cultura y el arte y las grandes religiones y disciplinas históricas, las cuales contienen símbolos arquetípicos y ejemplos morales muy ricos incluso para el laico, y en la que la pretensión del conferenciante no es la de revelar un arcano secreto, sino ordenar, matizar y conectar provechosamente las ideas y los conceptos sencillos y conocidos que todos tenemos en nuestro interior por el solo hecho de haber experimentado las emociones de la vida y haber tenido que nombrarlas para reconocerlas: en definitiva, son charlas que nos devuelve y descubre en palabras lo que no sabíamos que sabíamos, en las que el conferenciante nos sugiere y suscita pero no nos impone.

Como las líneas a veces son muy finas, y más cuando se trata de campos distintos que sin embargo se sirven de soportes afines, no nos queda otra que afinar nuestra intuición con tal de realizar una óptima demarcación entre las opciones que la vida, el mercado diariamente nos presentan. De hecho, yo mismo puedo estar incurriendo en ser un charlatán con mi indignado discurso, así que, estimado lector, no dude en dudar todo lo que pueda de todo lo que digo.

III

¿Sucede acaso que sólo se consideran dignas de ser aprendidas las cosas que pueden proporcionarnos dinero o prestigio, y que el amor, que «sólo» beneficia al alma, pero que no proporciona ventajas en el sentido moderno,
sea un lujo por el cual no tenemos derecho a gastar muchas energías?

Erich Fromm, El arte de amar

El ser humano del siglo XXI se ve enfrentado constantemente (y es esta constancia la que revela la principal diferencia con las décadas y los siglos anteriores) a dicotomías vitales que ejercen sobre él una dolorosa carga psicológica y lo empuja, si no la corta o resuelve a tiempo, a una fractura interior. Debido a la globalización sin tacto, debido, una vez más y siempre, a los valores saltimbanquis y desdoblados, al aceleradísimo deterioro de la sensibilidad, que está muy mermada –ya ni nos paramos a contemplar un árbol o a dedicar atención al indigente, que se confunde en la calle con el mismo árbol–, y a otras causas relacionadas todas con el cancerbero de tres cabezas, es tristemente común que cada ciertos pasos se nos presente alguna de estas dicotomías dolorosas: ¿La persona amada, con quien construyo mano a mano nuestro sendero vital y es alma de mi alma, o el puesto en Stanford? ¿El trabajo no deseado que quema mis fibras o llegar a fin de mes desde un oficio querido que cuanto menos me permite el alimento y un ocio justo, y no ese otro repleto de numerosas subscripciones y artefactos carísimos, pero por el que debo permanecer esclavo de ese trabajo no deseado? ¿Proseguir con el ideal cierto hacia el que mi voz interior no deja de alentarme –cultivar una vida serena en el campo, por ejemplo– o callar, seguir el camino trillado y, además de no ser objeto de mirada y chismorreo de los convecinos, ahorrarme privaciones intermedias? Pocas cosas hay más dolorosas que verse escindido por fuerzas opuestas; la diferencia esencial entre esas fuerzas reside en que una de ellas, la realmente valedera y valiosa, nace del corazón, de la voz interior –la persona amada, el oficio no muy remunerativo pero amigo del temperamento, el ideal cierto–, y la otra, a menos que aparezca en nuestro horizonte como una necesidad forzosamente ineludible en ese momento, suele ser foránea, avariciosa, egoísta y siempre violenta para la psique o alma, pues batalla y trata de alejarnos de nuestros valores y bienes esenciales. La mano invisible nos pone ante los ojos el reluciente bombón; nosotros y nuestros valores hemos de decidir si tomarlo o no. La decisión será mejor sopesada y resuelta desde el equilibrio dichoso de los valores, que puede y debe labrarse a través de la intuición certera, de la razón cultivada –como ya propugnaba Spinoza en su Ética–, y, sobre todo, de la espiritualidad atenta, que nos irá acercando poco a poco a la buena y sabia inocencia del corazón.

Vivimos de espaldas a las coordenadas que dicta nuestra alma y no nos atendemos ni escuchamos profundamente, que es el peor olvido, pues de este corren de la mano todos los demás, incluido el olvido del prójimo. Sumar a una vida que ya cuenta con púas lacerantes en su poliédrico rosal sufrimientos subrepticios provenientes de falsos valores, pulsiones egoístas y estilos de vida –que acaban convirtiéndose, como decía, en estilos de sí, fusionándose con quienes somos, y de ahí su peligro o su maravilla– vacuos y ruidosos es incurrir en la estulticia. Para evitarlo, habría que empezar a mirar el horizonte vital como un crisol que en cada uno de sus vértices refleja y nos devuelve al centro y la unidad, donde cada acto que hagamos no queda atrás, sino que otorga su eco y correspondencia a cada ápice de nuestra biografía y por tanto acaba alumbrando la vida entera; esto es, si logramos apreciar y definir nuestra vida como conjunto el paso que con vocación y amor se da hoy tendrá su fruto seguro en la mañana siguiente, donde podrá darse otro nuevo paso más fértil gracias al vigor acumulado del paso primero –que ya nos estará brindando sus frutos, tan deliciosos a nuestro temperamento–, y así sucesivamente, y no como una suma dispersa de torcidos placeres al día siguiente olvidados, que solo acaban dejándonos varados con una opresiva sensación de vacío vital. Más aún, esta visión de conjunto, que aunque conlleva la idea de un sentido personal y trascendente, también inevitablemente la idea de una meta futura, ha de quedar subordinada a la visión y la meta del presente, al paladear gustoso del día de la vida, donde el asombro por estar vivo y formar parte de esta curiosa aventura ya ha de afirmar con júbilo nuestra existencia. Y como al asombrarnos afirmamos la poesía, cantemos de la mano del vate Whitman y a este poderoso drama contribuyamos con nuestro alegre verso.

En definitiva, lo mejor es resolverse a valorar y gustar la vida confiadamente, desde un sentir alegre y sencillo que brote natural y espontáneamente y con la misma belleza inadvertida que el fruto que de pronto emerge de su árbol en primavera. Estar en contra del sufrimiento y de aquellos que lo provocan es estar a favor de la vida buena y de aquellos que nos la alegran. Voto por una existencia que tenga como uno de sus propósitos principales redimir una gota de sufrimiento al mundo. Y para ello basta en un principio con no ser uno mismo causa de sufrimiento, y sigue por querer y hacer el bien a nuestros semejantes y a todo lo que expresa vida y siente.

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Mis palabras enmudecen ante las escritas por Bertrand Russell, pacifista, matemático y filósofo, Premio Nobel de Literatura en 1950, quien con su voz y su ejemplo, la antorcha más poderosa, me ha inspirado a la hora de escribir estas líneas. El siguiente extracto, tan sabio y hermoso, se encuentra en su libro La conquista de la felicidad, acaso la obra con la lucidez más clara y penetrante y el sentido común más humano que nunca haya leído:

Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. Se verá a sí mismo, verá la vida y verá el mundo con toda la verdad que nuestras limitaciones humanas permitan; dándose cuenta de la brevedad e insignificancia de la vida humana, comprenderá también que en las mentes individuales está concentrado todo lo valioso que existe en el universo conocido. Y comprobará que aquel cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mundo. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, y seguirá siendo feliz en el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su vida exterior.

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Joaquín Albarracín de la Rosa

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