Acerca de «El arte de ensayar: Pensadores imprescindibles del Siglo XX», de Fernando Savater – Sebastián Gámez Millán

Acerca de El arte de ensayar: Pensadores imprescindibles del Siglo XX [1], de Fernando Savater
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Fernando Savater recibió de Círculo de Lectores la tarea de dirigir una colección de ensayo contemporáneo. La obra que ahora reseñamos es la compilación de todas esas introducciones que suman un total de 25, precedida por una breve reflexión sobre “El ensayo como género”, y concluida con dos prólogos que él mismo escribió para El sentimiento trágico de la vida (1913), de Miguel de Unamuno, y Misticismo y lógica, de Bertrand Russell (1917).
Sin embargo, esa reflexión sobre el ensayo como género se extiende a lo largo de cada una de estas introducciones cuidadosamente escogidas y presentadas, dignas de las introducciones de “La biblioteca personal” de Jorge Luis Borges, su escritor predilecto, si no me equivoco, y a quien tengo para mí que usa de nuevo como modelo en estos textos. Pero dejemos eso para luego, y reseñemos ahora de forma crítica esta obra.
No es solo una meditada reflexión sobre el arte del ensayo, más cercano a la poesía que a la ciencia, pero a caballo de ambos, sino también una certera mirada a cada uno de sus autores, a sus obras, así como una revisión panorámica del desconcertante siglo XX, “época de los extremos”, como lo denominó Eric Hobsbawm. Y, como no podía ser de otra manera, lo hace de forma ensayística.
Asimismo, como todo crítico que se precie, procura ser justo con quien el tiempo ha sido injusto, ya sea porque no se le reconoce actualmente de modo suficiente, tal es el caso de Bertrand Russell u Ortega y Gasset fuera del ámbito hispánico, ya sea porque a pesar de que el tiempo le ha robado la razón, tal es el caso de Jean Paul Sartre, hay cuando menos ciertos aspectos de su obra que no merecerían ser olvidados por completo.
Es la crítica como salvación, que diría Ortega rememorando a un humanista del siglo XII, o, para decirlo con un filósofo aún más cercano a Savater, Spinoza, la crítica como amor intellectualis. Es decir, la crítica entre el amor intellectualis y la voluntad de justicia, entre lo irremediablemente subjetivo y lo necesariamente intersubjetivo, pero con un pathos entre maliciosamente irónico y lúdico, tal como nos tiene bien acostumbrados Savater.
Así nos acompaña a lo largo del viaje como una voz amiga, semejante a la voz inconfundible de Montaigne, al que se atribuye, en un generoso error, la paternidad de este género literario-filosófico, así como sus más elevadas cotas de excelencia (alguien bastante menos escéptico, según Savater, requisito imprescindible para cultivar con gracia y acierto este género, Harold Bloom, juzgaba “De la experiencia”, el inolvidable ensayo con el que se cierra los Essais, como el ensayo más logrado jamás escrito).
Digo generoso error porque con probable seguridad Montaigne es quien acuña el término en francés, essais, pero no quien lo inaugura, como intuyera Francis Bacon atribuyéndole esa dudosa paternidad a Séneca. Si bien Montaigne es, con casi sin ninguna duda, quien lo eleva a sus más elevadas cotas de excelencia. Por eso es su acompañante y su guía durante este viaje, como Virgilio para Dante u Horacio para Shakespeare; por eso, al mismo tiempo, se le disculpa ese generoso error. Pues no se trata tanto de ser exacto como un erudito infalible como de conquistar un atinado juicio que nos permita separar el trigo de la paja y poseer, en consecuencia, sentido común y sentido de la realidad. Y este ensayo, como por lo demás la mayoría de los de Savater, lo brinda por doquier.
Al igual que ese refundador del ensayo moderno, Montaigne, y al igual que sucede con frecuencia en el ejercicio del ensayo y de la crítica, al describir el estilo del autor o al retratarlo, describe su obra o se autorretrata. De este modo escribe el autor:
“también a los dos –refiriéndose a Voltaire y Bertrand Russell, a quienes acierta a comparar– se les hizo reproches de frivolidad superficial, de hablar dogmáticamente sobre asuntos que conocían de modo muy epidérmico, de prodigarse demasiado, de sectarismo, de individualismo aristocrático, de ser más fieles a sus pasiones que a las razón imparcial a la que decían venerar, de ser compasivos con la humanidad en abstracto y fríos hasta la sequedad con personas concretas que les fueron próximas, de poseer un infalible olfato para la notoriedad aun cuando lo pusieron al servicio de las más nobles causas. Nadie les negó la excelencia y fueron tan admirados como detestados. Se convirtieron en epítomes imprescindibles del intelectual comprometido hasta para sus peores enemigos… ¡sobre todo para ellos! Y ambos supieron mantenerse descarada y subversivamente vivos hasta su último aliento” (pp. 104-105).
Lo último, afortunadamente, no lo sabemos, aunque sería deseable que fuera así, pero en lo demás, al pintar a estos autores –Voltaire y Russell–, ¿no se está pintando a sí mismo? Esto es, ¿no son críticas que a menudo acostumbra a recibir Savater? Dejando de lado este asunto, curiosamente les suele dedicar más líneas a los autores que a las obras –de las que se ocuparán otros autores con un prólogo–, y a las que apenas despacha con un párrafo. Ahora bien, un párrafo bien medido, tan bien medido que justifica la brevedad, aunque más que brevedad es condensación, otro rasgo característico del ensayo. (En las palabras preliminares nos había recordado a Santayana: “Ser breve y dulcemente irónico significa dar por sentada la inteligencia mutua, y dar por sentada la inteligencia mutua quiere decir creer en la amistad” p. 13; lo que vale para Santayana vale aquí como método para Savater).
Me pregunto si una de las habilidades del buen ensayista como del buen crítico no consistirá precisamente en saber medir las obras, y solo porque previamente se ha sabido medir ante ellas, a pesar de que la filosofía, como la literatura, y a diferencia de la ciencia, es inconmensurable. Pesa, por consiguiente, con tan sumo cuidado y amor las palabras que los juicios van iluminando a las obras lo mismo que a los autores, juicios que no sería casual que los calificáramos de “mesurados”. Una mesura íntimamente vinculada con el sentido común y el sentido de la realidad, que le aproximan a la mirada de un clásico, a pesar de que es incorregiblemente de su tiempo.
La primera parte de estas condensadas introducciones están dedicadas a situar desde una perspectiva histórica ciertas “problemáticas” que presentan los ensayos, a resaltar al menos una de las aportaciones de este autor u obra al pensamiento, justificando de manera razonada y razonable la elección. Sobre la selección de los ensayos elegidos, que tal vez no debe confundirse con los más destacados cultivadores del género, inevitablemente echaremos de menos ausencias notables: Paul Valéry, John Dewey, Walter Benjamin o T. S. Eliot, por solo mencionar algunos obvios.
No obstante, es difícil hacer una selección tan justa, en el doble sentido del término. Aunque a veces no estemos de acuerdo con el ensayo escogido y quizá prefiramos Carta a un alemán. Pidiendo un Goethe desde dentro, junto con Historia como sistema, pongamos por caso, antes que La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset; o La confesión. Género literario, antes que El hombre y lo divino, en el caso de María Zambrano; o El laberinto de la soledad o Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe antes que El arco y la lira, de Octavio Paz, por solo remitirme al ámbito español. Pero teniendo en cuenta eso que Gadamer y, más recientemente, la teoría de la recepción, llamó la historia efectual de los ensayos elegidos, no hay duda de que han sido y son más relevantes, aunque no nos sean tan íntimamente cercanos.
Incluso cuando Savater como seleccionador se muestra decididamente personal, como cuando escoge Las palabras, de Jean Paul Sartre, antes que El existencialismo es un humanismo, o Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss, antes que otras obras teóricamente más ambiciosas y/o pretendidamente más científicas, acierta a mi parecer. Y no solo a mi parecer: dentro del campo de la antropología, donde Claude Lévi-Strauss merece sin duda figurar en un lugar de honor, tal vez no lo hará tanto por Antropología estructural u otras obras suyas, como por Tristes trópicos, en autorizada opinión de Clifford Geertz, que ha ocupado de los 70 en adelante el mismo lugar en la antropología de ámbito sajón que Lévi-Strauss en la de ámbito latino desde los 60, “una obra que, si bien dista de ser un gran libro de antropología, o siquiera un libro especialmente bueno de antropología, es seguramente uno de los libros más bellos escritos por un antropólogo” (La interpretación de las culturas, p. 289).
Es más, la selección muestra un raro y exquisito gusto omnívoro, cosa que no me extraña viniendo de este autor, pues a diferencia de otros filósofos o críticos, sabe con-jugar tanto la tradición continental como la analítica, la literaria con la más científica. De lo poco que todavía parece atragantársele es Martin Heidegger, que a pesar de sus desvaríos políticos, es un pensador indiscutible, hasta el punto de que hubiera sido de justicia que apareciera El origen de la obra de arte, quizás junto con Hölderlin y la esencia de la poesía, –del que es deudor, por cierto, su querido Octavio Paz–.
Acaso lo más discutible de la selección es que, tratando de trazar una visión panorámica del siglo XX, como sugiere el subtítulo del volumen, solo llegue a 1970. No hubiera estado de más incluir otra serie de memorables ensayos de otros destacados ensayistas, como Umberto Eco, Mario Vargas Llosa, Claudio Magris, George Steiner, Tzvetan Todorov, E. M. Cioran, Rafael Sánchez Ferlosio, los desdeñados Jacques Derrida o Richard Rorty, o bien Francois Jacob o Stephen Jay Gould, por darle mayor cabida al ensayo científico, género cada vez más en boga, y del cual hemos podido aprender no solo el papel crecientemente más relevante de las ciencias en nuestro mundo, sino también que a pesar de su indudable autoridad, al ser otra disciplina hundida en el barro de la historia, tampoco posee la última palabra, constricción de la que no estaría mal que nos libráramos de vez en cuando. Quizá en una futura ocasión.
En resumen, este delgado volumen sin grandes pretensiones, en tono menor, nos descubre, o más bien nos confirma algo que no ignorábamos desde La infancia recuperada, que Fernando Savater es tan buen lector como filósofo, tan buen ensayista como crítico. Y ya puestos a ensayar, ensayemos: parece que un buen crítico debe reunir, entre otras, las siguientes cualidades: primero, ser un buen escritor (todavía resuena en las paredes de mi habitación mental la rotunda respuesta de Oscar Wilde en defensa de El retrato de Dorian Gray: no existen obras morales o inmorales, solo bien o mal escritas); segundo, pensar por sí mismo, en la estela de la ilustración, es decir, pensar con cierta independencia que le permita sobrevolar y valorar y criticar con la debida distancia y perspectiva aquellas obras en las que tropiezan, no sin desmedido énfasis, los que son arrastrados por las modas; tercero, sentido común que, de acuerdo con el dicho, es el menos común de los sentidos; cuarto, un estómago lo bastante hondo como para no indigestarse con productos extraños y saber probar una amplia variedad de los mismos, sabiendo discernir unos de otros; y quinto, si es que no se encuentra incluido en el primero, como quizás todos los demás, saber dar cuenta de por qué algo es como es. Y tengo para mí que Fernando Savater cumple, con sobrada nota, todas estas cualidades, razón por la cual no debemos perder de vista lo que dice, aunque solo sea para construir nuestro discurso en confrontación con el suyo, cosa que para indignación de unos y amistad de otros, no siempre nos permite.
Al comienzo de esta reseña indiqué el uso que a mi parecer hace de Jorge Luis Borges como modelo para cultivar este género, entre la introducción, el ensayo y la reseña. Me atrevería a ir más lejos: su contribución al esclarecimiento del ensayo del siglo XX es, en cierto modo, equivalente a la contribución de Borges a la literatura con los prólogos de “La biblioteca personal”, salvo que Savater abarca únicamente un siglo con un número bastante menor de introducciones (25 por 62). Me explico: a pesar de tratarse en ambos casos de dos obras menores, sin pretensiones, son obras de indispensable utilidad si lo que queremos es informarnos y formarnos un juicio sobre un autor y/o una obra en muy breve espacio, cosa que no siempre te permite una enciclopedia o incluso un buen diccionario –y estoy pensando en el que quizá sea el más conseguido diccionario de filosofía escrito en español, el Diccionario Ferrater Mora–.
Por tanto, si mis intuiciones no van demasiado desencaminadas, ha conseguido algo semejante a lo que en su momento consiguieron dos de sus modelos literarios y filosóficos, Jorge Luis Borges o Bertrand Russell: que cuando vamos a hablar o escribir sobre cualquiera de estos autores u obras, echemos mano de lo que ellos escribieron, evitando clichés y lugares comunes, presentes en casi cualquier enciclopedia o diccionario, y penetrando en la obra de tales autores, lo que equivale a penetrar en la realidad que nos circunda y envuelve, si es que hablamos de “clásicos”, o sea, autores que no dejan de interpelar al presente que nos rodea y nos constituye.
Es la autoridad conquistada por la fuerza del buen juicio y el libre uso de la imaginación y el entendimiento. Algo que a buen seguro enorgullecería al tiempo que sonrojaría a Fernando Savater, y de lo que saldría con uno de esos juguetones chistes maliciosos que suele intercalar para suavizar el árido camino y para que no perdamos de vista el suelo entre tantos (des)propósitos desmedidos de la razón.
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Sebastián Gámez Millán
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Nota
- Fernando Savater. El arte de ensayar: Pensadores imprescindibles del Siglo XX. Editorial Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, Barcelona, 2008. ISBN: 9788481097832