Ángel González & Francisco Brines. Dos miradas poéticas
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El tiempo ha pasado y aún quedan las briznas de un eco, aquellos poetas que alumbraron en la mitad del pasado siglo y que dieron a luz a una poesía hermosa, de resonancias que aún quedan en la memoria. Valente, Brines, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, José Agustín Goytisolo, Ángel González, todos ellos y algunos más, como Costafreda, que se suicidó tan joven, han dejado una honda mirada al tiempo, todos ellos enarbolan el sentido de una poesía que no ha muerto, sigue viva, su llama no se ha extinguido para muchos de nosotros. Me paro y me detengo en la mirada de Brines y González por lo inmenso que sería abarcar la obra de todos.
De Brines podemos sentir el espacio de Elca, cuyo edén nativo sigue presente, hay en él resonancias que vuelven, vemos a esos niños que juegan de nuevo en El barranco de los pájaros, niños que no conocen el dolor, seres aún no mancillados por el paso del tiempo. En Brines se conjuga la voz del hombre que ya atraviesa la senda del tiempo con el niño que quiere volver a la voz inaugural, al edén nativo.
De Las brasas llegaban poemas como este:
“Habrá que cerrar la boca / y el corazón olvidarlo. / Dejarlo sin luz, sin aire, / como un hombre encarcelado, / y habrá que callarlo todo / lo que nos pueda hacer daño”.
Del niño al hombre en un espacio de luz que se hace llama pero que tornará en ceniza, la vida, como todo lo que se ama, se acaba yendo para no volver.
Hay en Brines un lenguaje tamizado por la luz mediterránea, por los naranjos que esplenden al acabar el día, cuando todo se incendia y el mar parece una hoguera.
En Ángel González vive y respira esa idea de la vida como una repetición, en una ciudad acaso triste y húmeda, con los perfiles del viento en los cristales y las sombras que lo cobijan todo. Recuerdo del libro Sin esperanza, con convencimiento este poema titulado “Reflexión primera”:
“Despertar para encontrarme / esto: / la vida así dispuesta, / el cielo / turbio, la lluvia / que lame los cristales. / Abrir los ojos para ver / lo mismo / poner el cuerpo en marcha para andar / lo mismo, / comenzar a vivir, pero sabiendo / el fracaso final de la hora última”.
Versos que destilan ese afán de encontrar un motivo, un peso, a la vida. Al igual que Brines, pero con distinta voz, ambos poetas saben del fracaso, de ese final que nos espera y que aguarda en la sombra.
De ese mismo libro destaco otro poema que dice:
“Orador implacable y solitario: / no importa que tu palabra / caiga / como una piedra sobre el agua / y se hunda”.
El que habla espera ser amado, en ese silencio del que escucha sabemos que todo aquel que contiene vida ha de perder al final la batalla, como en el universo de Brines el niño deja ya de serlo para vivir ya la vida adulta, con sus luces y sombras.
En Brines vemos a ese niño que mira al mar, sabe que todo es luz y llama, pero el mar también contiene soledad, en los ojos de las olas nos vemos, nos detenemos y encontramos esa inquietud que llevamos dentro, nos pesa la vida en los cuatro costados:
“Un niño, / debajo de las nubes radiantes, / contempla el mar. / Entre las secas cañas de los huertos / yo detengo mis pasos. / Miro, con turbada inquietud. / el cansado oleaje de las aguas. / la soledad del niño. / El desolado instante me hace daño; / y al caminar, de nuevo, / siento adversa la vida y alejada”.
En toda la obra de Brines, con un lenguaje esmerado late el vacío, el fracaso de la vida. En Ángel González la sombra está presente, en esa mirada al mundo, a la ciudad donde vive, al ser que le habita, en “El conformista”, correspondiente a Poemas amatorios nos dice:
“Cuando era joven quería vivir en una ciudad grande. / Cuando perdí la juventud quería vivir en una ciudad pequeña. / Ahora quiero vivir”.
Recorremos la senda de los dos poetas, que saben que el significado de la vida reside en su negación, envueltos en la madeja de mundos que se deshacen, cuando han sido luz.
Sin duda alguna, late en esta generación un peso que lleva el fracaso vital, latente en Costafreda o en Goytisolo, por no decir la ironía presente en la poesía de Jaime Gil de Biedma.
En otros poetas como Valente se intelectualiza la vida, pero como si anidase una llama, sentimos que el verso es siempre un recipiente nuevo, donde nace la mejor poesía y el acto de crear es también un afán de pensamiento.
Con este pequeño homenaje presiento que la voz de estos poetas vuelve, algunos ya no están con nosotros, pero la poesía, como en un acto de celebración, los devuelve, otros viven todavía como Brines o Caballero Bonald, ahora envueltos en ese saber profundo que les ha dejado el tiempo. “Somos el tiempo que nos queda”, reza el título del libro que recoge la obra poética de Caballero Bonald. Muy cierto, celebremos la liturgia de la buena poesía que vuelve, porque no se ha ido nunca.
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Pedro García Cueto
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