[vc_row][vc_column][vc_column_text]
A Esther Rueda Rueda, con quien descubrí esta ciudad y sus cafés.
A María Victoria Parrilla Rubio, pues si bien al cabo nada nos pertenece, hay ciertos fenómenos que por el conocimiento y el amor que brota del conocimiento es como si nos pertenecieran. En este sentido Viena le pertenece.
¿Qué sería de las ciudades sin los cafés? ¿Qué sería de Europa? Cuando le pidieron a George Steiner (1929), uno de los mayores conocedores de la cultura Occidental, que dibujara su idea de Europa, el primer axioma en el que pensó fue los cafés: “Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores esenciales de ‘la idea de Europa’. El café es el lugar para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y el cotilleo, para el flâneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno. Está abierto a todos; sin embargo, es también un club, una masonería de reconocimiento político o artístico-literario y de presencia programática”.(1)
Sí, ¿qué sería de nuestras vidas sin los cafés? Naturalmente, podríamos sobrevivir sin ellos, como después de todo sobrevivimos a la pérdida de un ser amado o de un amor, pero nuestra vida no sería la misma. Y no ya por lo que bebamos en ellos, sino por lo que hablamos y discutimos, por lo que conversamos y reímos, en suma, por las relaciones que mantenemos en ellos, que con suerte nos pueden alterar y transformar para llegar a ser lo que somos. Esto demuestra también que el ser humano, a pesar de encontrarse dividido por esa “insociable sociabilidad” a la que se refirió Kant (1724-1804), es un ser social por naturaleza, pues al fin y al cabo podría beber solo en casa, pero sin duda es más placentero y enriquecedor hacerlo en grata compañía dentro de un café.
En Viena es imposible destacar un solo café. El narrador de Mendel el de los libros (1929) señala que “por fortuna en Viena le espera a uno un café en cada esquina”.(2) No obstante, se diría que hay algunos que sobresalen por encima de los demás: el café Central, en Herrengasse, de un refinamiento y una elegancia fuera de lo común, frecuentado por los mejores escritores y periodistas, y donde Sigmund Freud (1869-1939) se detenía en invierno después del paseo. El café Museum, en la esquina de la Friedrichstrasse con la Opengasse, diseñado por Adolf Loos (1870-1933), donde se reúnen bohemios y jugadores de ajedrez, aquel donde Elías Canetti (1905-1994) conoció al poeta y erudito Avraham Sonne (1883-1950), otra presencia decisiva en la vida del autor de Masa y poder (1960). El café Landtmann, en la Ringstrasse, frente al Ayuntamiento, un segundo despacho de políticos, periodistas y gente de negocios, con una bonita terraza durante el buen tiempo, donde Freud paraba en verano. El café Bräunerhof, con música de cámara durante las tardes de los fines de semana, y donde se dejaba ver el siempre malhumorado y mordaz Thomas Bernhard (1931-1989). El café del Kunsthistorisches (3), rodeado de obras de arte que están a la mano, como La torre de Babel, de Brueghel (1525-1569), algunos autorretratos de Rembrandt (1606-1669) o Alegoría de la pintura, de Vermeer (1632-1675), es además un espacio de una belleza barroca casi insuperable. El café Sperl, en Gumperdorfer Strasse, gran ambiente con mesas de billares y acogedores palcos. Más recientes son el CafféCouture, en el Palacio Ferstel, para algunos el mejor café del casco antiguo; el Supersense, que se encuentra en el edificio del Dogenhof o el Kaffemik, en el moderno distrito VII, un proyecto de expertos en tecnologías de la información que cada mes presentan nuevos experimentos y creaciones… y la lista de grandes cafés vieneses, como se puede imaginar, sigue incompleta.
Al igual que en otros lugares del mundo, el café vienés es una metáfora del diálogo, puesto que aparte de beber y comer, nada se hace mejor allí que leer el periódico y conversar, observar la fauna humana, hablar y reír. Además, en la Viena culturalmente esplendorosa de finales de siglo XIX y principios del siglo XX, los cafés eran escuelas de formación de poetas, escritores, pensadores y artistas: “Como no podía ser menos siendo vienés, la primera escuela poética de Stefan Zweig fueron los cafés. (Eran lo que más echaba de menos en su exilio de Nueva York; en efecto, nada más opuesto a la cultura del café vienés que las cafeterías estadounidenses). Primero fue el café Griendsteidl, donde a finales del siglo XIX formó parte del grupo Joven Viena, núcleo inicial del modernismo literario vienés. Más tarde los jóvenes aspirantes a literatos se trasladaron al café Herrenhof, donde alternaban con un exiliado ruso que a Stefan le parecía bastante serio, León Trotsky. Después vinieron el café Beethoven, el café Imperial (en un ala del enorme hotel del mismo nombre y cerca de la ópera, que también frecuentaron Gustav Mahler, Sigmund Freud y Karl Kraus) y otros varios”.(4) Lo que escribe Fernando Savater acerca de uno de los escritores más populares de Viena, Stefan Zweig, es válido para otros escritores y artistas.
Otra de las funciones ineludibles de los cafés es la lectura de periódicos. Como indicara el añorado Umberto Eco (1932-2016), “los periódicos son la oración laica de los modernos”. Es una radiografía y una valoración siquiera parcial de cómo anda el mundo y a qué temperatura arde la humanidad. Hay quien piensa que el precio de los cafés en Viena es bastante caro porque te cobran la lectura de prensa y el tiempo que te demoras en ello. En cualquier caso, cafés como el Central o Bräunerhof, entre otros, cuentan con multitud de periódicos, no pocos de ellos internacionales, a disposición del visitante. Con la radio y luego la televisión y ahora internet y las redes sociales, a golpe de un click del móvil, parece que no hay necesidad de consultar la prensa de papel.
Pero aunque contemos con muchísimos más medios de comunicación de masas, no es seguro que siempre contemos con mejor información y conocimiento. Salvo contadas excepciones que nos llevan a mantener la esperanza, el periodismo se ha degenerado hasta extremos sorprendentes. Me pregunto qué diría el severo y autocrítico Karl Kraus (1874-1936), tan admirado por Ludwig Wittgenstein (1889-1951) como por Elías Canetti, cuyo Auto de fe (1935) no se hubiera escrito sin la perspectiva de la habitación del escritor sobre Steinhof, la Ciudad de los Locos (5) que se encuentra a las afueras de Viena.
Si el café es una imagen del diálogo, también lo es del mestizaje, pues el mestizaje es a las culturas lo que el diálogo al conocimiento: aquello que puede sacarnos de nuestro ensimismamiento y transformarnos en alguien más próximo de quien aguardamos ser. En este sentido los cafés de Viena representan en cierto modo a la ciudad: Viena cautiva por la confluencia de culturas extrañamente bien asimiladas, el grado de civilización adquirido dentro de esa diversidad, la síntesis entre el Norte y el Sur, entre la disciplina alemana y el buen vivir mediterráneo; el gusto y el respeto por la música y las artes, la arquitectura aristocrática y homogénea, la debida organización de los medios de transporte, el sentido del humor con el que respiran la gravedad de la existencia… Al decir de Stefan Zweig, “ese fue siempre el genuino misterio de Viena: recoger, asimilar, aunar en una espiritual conciliación y resolver en armonía las disonancias”.(6) Pero la armonía, como el consenso, nunca es definitiva: y un disenso sucede a un consenso, y es esencial el diálogo para alcanzar nuevos acuerdos. Y siempre la misma canción.
Sobre el café Central, posiblemente el más célebre de los cafés de Viena, ha escrito Claudio Magris en El Danubio: “En el Café Central se está al mismo tiempo en un sitio cerrado y al aire libre, en una ilusión en ambos estados; por las elevadas cristaleras de la cúpula, que recubre una especie de jardín interior, desciende una luz diurna que hace olvidar los cristales, pero nunca podría descender la lluvia. La gran cultura vienesa había desenmascarado la creciente abstracción e irrealidad de la vida, cada vez más absorbida en los mecanismos de la información colectiva y transformada en su propia puesta en escena”.(7)
Precisamente la ciudad de Viena se desdobla habitualmente: desde una perspectiva arquitectónica, y también literaria y psicológica, oscila entre el interior y el exterior, como apreciamos en la obra de Freud o de Schnitzler (1862-1931); entre arriba y abajo, como vemos en los pasadizos, las alcantarillas, las azoteas o la noria del Prater en El tercer hombre, de Graham Greene (1904-1991) y Carol Reed (1906-1976). Los intelectuales vieneses analizaron cómo la prensa y los medios de información de masas comenzaban a duplicar y multiplicar las existencias de las personas, en especial la de los “famosos” o “personajes públicos”, entre “dentro” o “fuera” de estos medios.
Para muchos heridos por las letras que frecuentan los cafés de Viena, la vida natural es más irreal que la vida de los periódicos y de los libros, como le ocurre al personaje de Mendel: “aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia solo comenzaban a ser reales cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado”8. Así vamos del sueño de la vida al sueño de la literatura. Al fin y al cabo, ¿cómo se puede salir de aquí, de la extraña sensación de que nuestra vida no es un sueño, cuando continuamente soñamos nuestro futuro, y cuando miramos hacia atrás y recordamos, la materia de nuestros recuerdos no es muy distinta a la de los sueños?
Sebastián Gámez Millán
Notas
1 G. Steiner, La idea de Europa, Madrid, Siruela, 2005, pp. 38 y 39.
2 S. Zweig, Mendel el de los libros, Berta Vias Mahou, Barcelona, Acantilado, 2009, p. 5.
3 En este museo transcurre gran parte de la acción y la conversación de la novela de Thomas Bernhard Maestros antiguos, trad. Miguel Sáenz, Madrid, Alianza, 2003.
4 Esta penetrante semblanza de Stefan Zweig puede leerse en F. Savater, “Un europeo atormentado”, reunido en Aquí viven leones, Barcelona, Debate, 2016, pp. 219-249.
5 Elías Canetti, imágenes de una vida. Selección de textos de Kristian Wachinger. Adaptación de la edición española de Ignacio Echevarría, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2005, p. 50.
6 S. Zweig, “La Viena de ayer”, reunido en Tiempo y mundo. Impresiones y ensayos (1904-1940), trad. J. Fernández Z., Barcelona, Juventud, 2004, p. 105.
7 C. Magris, El Danubio, trad. Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 156.
8 S. Zweig, 2009, op. cit., p. 20.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_gallery type=»flexslider_slide» interval=»3″ images=»1584,1585,1586,1587,1588,1589″ img_size=»300×300″ css_animation=»slideInRight» title=»Cafés de Viena»][/vc_column][/vc_row]