¿UNA SERENDIPIA INMARCESIBLE?

[Eres el mar. Pintura de Rafael Guardiola]
Al final, tuve que rendirme ante la evidencia. Me sacudí rítmicamente el agua del bajo de los pantalones y seguí caminando desconcertado, en las proximidades de la estatua de Murillo del Museo del Prado. Aquella mujer que sonreía con los ojos, unos ojos brillantes y profundos, me acababa de meter en un charco de un empujón cariñoso y lleno de picardía, al tiempo que yo trataba de sujetar mi paraguas negro, en un gesto propio de un funambulista en apuros o semejante a las acrobacias de Mary Poppins. ¿A que esto no lo tenías previsto?, me dijo, muerta de risa. De pronto, se quedó parada, muy seria. ¿Qué estaría pensando Carmen? Hace un minuto me estaba diciendo que ella nunca usaba paraguas, que le gustaba sentir la lluvia, libre de ataduras, pero yo creí percibir un fondo de tristeza en su rostro.
Es como si lo estuviera viendo [1]. Puedo revivir cada instante, aparentemente, gracias a la imagen contenida en el cofre de los tesoros de mi memoria. Técnicamente, se trata de una “imagen mnemónica”, del recuerdo en imágenes que efectúa la memoria como capacidad y facultad. Wittgenstein denomina a ésta “Erinnerungsbild”, y sostiene que “no es como una fotografía del hecho recordado”. El profesor Salvador Rubio Marco, autor de un inteligente libro sobre este tema, añade que “tampoco es como una película”. Por cierto, ¿qué harán mis alumnos adolescentes con la ingente cantidad de fotografías y vídeos que se hacen diariamente con sus dispositivos móviles? ¿tienen acaso la necesidad de dejar estas huellas –en la memoria de sus artefactos- para reafirmar su identidad de forma incansable, como los replicantes de Blade Runner contemplando las fotos falsas que les proporcionaba su fabricante. Como podrán apreciar, el tema es actual y nada desdeñable. La experiencia a la que recurre Wittgenstein es un poco más prosaica que la mía: “Recuerdo: «nos veo todavía sentados a aquella mesa». -¿Pero realmente tengo la misma imagen visual –o una de aquellas que tuve entonces?, ¿veo la mesa y a mi amigo desde el mismo ángulo que entonces, de modo que me veo a mí mismo? –Mi imagen mnemónica (Erinnerungsbild) no es prueba de aquella situación pretérita, como lo sería una fotografía que, tomada en aquel momento, ahora me atestiguara que entonces las cosas fueron de esa manera. La imagen mnemónica y las palabras recordadas están en el mismo nivel.” (Zettel, §650).
En el libro Ludwig Wittgenstein y el Círculo de Viena [2], Waismann nos habla, a través de notas de las enseñanzas del maestro, de la distinción del autor del Tractatus entre la memoria como “imagen del pasado” y la memoria como “fuente del tiempo”, o lo que es lo mismo, entre la concepción de la memoria como “depósito”, al estilo de Platón, Locke o W. Köhler, y la interpretación que convierte a ésta en “la fuente del tiempo” y, por tanto, en una “construcción subjetiva” a partir de un yo actual, presente, que tiene la capacidad de recordar: el pasado es, simplemente, aquello de lo que nos acordamos. Recogiendo el propio espíritu de Wittgenstein acerca de la naturaleza de los problemas filosóficos, el profesor Rubio afirma que el austríaco no pretendía sustituir la concepción de la memoria como “depósito” o archivo de huellas del pasado –un modelo caduco, pero dominante en aquellos días- por la visión constructivista de la memoria como “fuente”. Ambas interpretaciones son útiles a la hora de expresar experiencias diversas del recuerdo, y el error conceptual surge cuando confundimos sus “gramáticas” características. Por eso concluye que la imagen mnemónica, la imagen “inmostrable” de Wittgenstein, en fin, la imagen del recuerdo –de algo como si lo estuviera viendo- tiene una estructura “pivotante”, porque alrededor de ella gira una constelación de otros recuerdos, y no es una mera fotografía del pasado. La visión, presuntamente objetivista, de la imagen mnemónica como una fotografía del pasado, como un proceso o mecanismo interno que facilita una “huella perceptiva” almacenada y posteriormente recuperada, y que funciona por correspondencia con aquello a lo que remite, es sólo una de las posibilidades que nos brinda la experiencias. Otra es la que asimila la imagen mnemónica a una “fotografía construida”, a un signo construido por la imaginación del sujeto. En este último caso, la imagen mnemónica guarda una relación meramente “convencional” con lo representado, y funciona por “coherencia” con lo que conocemos. En definitiva, esta otra opción, aplicable a experiencias diversas, niega la posibilidad de distinguir entre los recuerdos auténticos y los recuerdos fabricados. ¿Acaso estamos presos en una especie de almacén en el que la imaginación pueda sorprendernos con alguna aparición caprichosa? Sea como fuere, les confieso que, viendo la foto, me reconozco, el ritmo se apodera de mí, aprieto los labios, me concentro en el tiempo vivido bergsoniano y me siento partícipe de la propia vida, “como si lo estuviera viviendo”. No me importa que alguien diga que se trata de una gran mentira.
Perdonen mi insistencia: ¿qué estaría pensando Carmen aquel día lejano del otoño madrileño de 1982? ¿en espacios y laberintos que pueblan y delimitan los mapas del pensamiento o en la vigorosa tormenta de emociones y las cascadas de imágenes oníricas que sacuden su inconsciente? ¿tal vez en las redes de relaciones no evidentes que traza la memoria, engarzando las imágenes en una peculiar cartografía personal? ¿o en una selva indómita llena de frondosos árboles a los que poder abrazar? Me gusta imaginar a Carmen, siguiendo felinamente el rastro del devenir inexorable gracias a técnicas como la del Bilderatlas Mnemosyne ideadas por el sabio e historiador del arte alemán Aby Warburg, de las que nos habla Tomás García en un esmerado artículo en esta misma revista. No dejen de leerlo. Les confieso que a mí también me gusta dibujar mapas y oficiar de orfebre de imágenes. Y fue el azar, tan inesperado como afortunado, el que me hizo un preciado obsequio: coincidir en Madrid en aquella reunión informal de jóvenes de edades diversas con una mujer que sonríe con los ojos y llena el espacio con su vitalidad insultante y la elegancia de sus movimientos. Desplegamos nuestros mapas y pronto nos dimos cuenta de que compartíamos multitud de ríos y montañas. Algunos accidentes geográficos comunes eran fruto de la pasión russelliana por el conocimiento, el amor y el deseo de mitigar los sufrimientos humanos, sean del alma o del cuerpo; otros, hijos del cariño como instrumento de intervención política, del gusto por los placeres que se derivan de exprimir tanto la sensibilidad, la imaginación y el entendimiento hasta llegar a crear un caldo primitivo semejante a “lo ápeiron” de Anaximandro. Por cierto, este último salió vencedor en las elecciones a delegado de clase que votaron mis tutorados, unos años después. Como el logos de Carmen es iridiscente y proclive al mosaico, hace que brote la limerencia como algo natural y se extiende como la hierbabuena, colonizando el césped y los territorios del intelecto. Es extraño, pero con Carmen, uno se siente, desde el primer momento, en casa, en zapatillas, al tiempo que dan ganas de jugar y montar en globo.
“Nadie querría vivir sin amigos, aun teniendo todas las demás cosas buenas”, Aristóteles dixit. Y Montaigne añade que esta entelequia es sólo posible “entre hombre buenos”, capaces de compartir el alma sobre las bases de la verdad y la lealtad. Como cualquier virtud aristotélica, la amistad es un hábito adquirido –el de “ser con otros” y “vivir en el otro”- que perfecciona al sujeto, quien determina el justo medio entre el exceso y el defecto, teniendo como horizonte el modelo del sabio, en quien impera la razón. Mas no se trata aquí de un mero ornato, sino de una necesidad vital, fiel expresión de la naturaleza social del ser humano. Les puedo asegurar que la amistad es casi un imperativo que uno siente, en el caso de Carmen, producto de su infinita generosidad y sus dimensiones cosmológicas, al estilo de Pitágoras. Pero la amistad en mi caso, también es amor. “¿Qué es el infierno? Yo lo defino como el sufrimiento de no poder gozar del amor”, dice Dostoyevski en Los hermanos Karamázov. Y en aquel momento sentí que había acabado mi sufrimiento. Me gusta pensar, con Albert Camus [3], que una vez contemplamos el resplandor de la felicidad en el rostro del amante o del amigo, comprendemos que nuestra vocación más sincera es la de “despertar esa luz en las caras que nos rodean”. Es, seguramente, lo que convirtió aquel encuentro en una serendipia inmarcesible.
Rafael Guardiola Iranzo
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Notas
1. Como si lo estuviera viendo (El recuerdo en imágenes). Antonio Machado Libros, Madrid, 2010, es el título del libro del profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Murcia, Salvador Rubio Marco, con quien he tenido a ocasión de conversar sobre el tema desde junio de 2011, gracias a los frutos del turismo académico.
2. Waismann, F., Ludwig Wittgenstein y el Círculo de Viena, F.C.E., México, 1973,p. 48.
3. «Quand on a vu une seule fois le replendissement du bonheur sur le visage d`un être qu`on aime, on sait qu`il ne peut pas y avoir d`autre vocation pour un homme que de susciter cette lumière sur les visages qui l`entourent… [et on se déchire à la pensée du malheur et de la nuit que nous jetons, par le seul fait de vivre, dans les cœurs que nous rencontrons.]» [Carnets II, Cahier 6, avril 1948 à mars 1951]