Carta a Clara Wieck – Elizabeth Subercaseaux [Con motivo de la celebración del Bicentenario del nacimiento de Clara Josephine Wieck – Schumann, que tendrá lugar el 13 de Septiembre de 2019, y a modo de anticipado gesto de homenaje]

Carta a Clara Wieck – Elizabeth Subercaseaux [Con motivo de la celebración del Bicentenario del nacimiento de Clara Josephine Wieck – Schumann, que tendrá lugar el 13 de Septiembre de 2019, y a modo de anticipado gesto de homenaje]

Con motivo de la celebración del Bicentenario del nacimiento de Clara Josephine Wieck – Schumann, que tendrá lugar el 13 de Septiembre de 2019, y a modo de anticipado gesto de homenaje

 

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Clara Josephine Wieck – Schumann

 

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Carta a Clara Wieck

Mi querida Clara:

Te asombrará recibir esta carta, ¿quién se atreve a perturbar mi sueño?, te preguntarás, y hasta es posible que te enojes. ¡Esto me parece una gran impertinencia!. Y Si Robert se encuentra a tu lado, tal vez lo despiertes también a él. -Robert, mira la carta que me acaba de llegar. Yo no conozco a ninguna persona con este nombre. ¿Y tú?

Es cierto que no me conoces, Clara. No podrías haberme conocido. Yo en cambio te conozco porque soy tu tataranieta y he llevado los nombres de mis antepasados Robert Schumann y Clara Wieck como una medalla de honor.  Elise Schumann, tu segunda hija mujer, fue la abuela de mi madre. Y mi madre, que admiraba a su familia alemana, no hizo otra cosa que hablarnos del gran compositor y esa pianista virtuosa que era tú, su bisabuela.

Yo crecí en un país al fin del mundo, una larga franja de tierra resbalándose cordillera abajo y a punto de caer al mar del sur. Se llama Chile y está muy lejos de Zwickau y Leipzig donde nacisteis Robert y tú, sin embargo y a pesar de los dos siglos de distancia, te siento tan cercana como si hubiésemos vivido en la misma época.

Admiro tu resistencia, tu valor, pero sobre todas las cosas admiro tu pasión por la música. La música fue tu aire, tu corazón, tus pulmones. Si no hubiera sido por la música, habrías muerto de pena cada vez que estuviste de pie frente a una tumba lanzándole otra rosa a otro hijo que partía. Me parece oírte decir: “Una se hace vieja solo para enterrar a sus hijos”. De tus nueve hijos tuviste que enterrar a seis. La muerte de Julie, la más cercana a ti, tiene que haber sido uno de esos ramalazos tan fuertes que solo una mujer de tu coraje hubiera podido exorcizar sentada al piano. Ese día estabas en Heidelberg y te aprontabas para dar un concierto con Joachim cuando llegó el telegrama desde París. Era de Marie, tu hija mayor, que estaba con Julie.

Julie se fue tranquila mientras dormía.

Quedaste perpleja mirando el papel. Apretaste los ojos y habrás sentido el crujido de tu alma. Después te sentaste al piano para tocar el Romance en Fa Mayor de Robert Schumann y te dejaste llevar por la triste cadencia de esa música que Robert había compuesto para ti.

Tú me has enseñado el valor de la resiliencia. Y abriste mi corazón y mi mente al maravilloso e insondable abismo de la música. Yo te escucho tocar el piano. Veo tu rostro ovalado de grandes ojos color violeta, tu cuello de garza y tus manos anchas abarcando en segundos el teclado completo. Cuando me siento en la baqueta, estás a mi lado apuntando hacia las teclas y enseñándome lo que tu padre te enseñaba: “Uno, y dos, y tres, contando los tiempos, no te detengas, el piano es ritmo y fluidez, como un río”. Tú me produces una emoción plagada de inquietud por lo desconocido, por la distancia, por tu propia ausencia… llevo años pensando en lo que fue tu vida y cargando una duda, que es la razón de esta carta. Necesito hacerte unas consultas sobre algo que solamente tú puedes esclarecer. Quiero decirte, en todo caso, que sea cual sea tu respuesta, yo no estoy aquí para juzgarte sino para acercarme aún más a ti.

Que en el siglo XIX una joven llevara a su padre a los tribunales demandándolo porque éste se negaba a darle permiso para casarse con su novio, resultaba algo completamente inusual. Pero que la joven ganara el pleito… ¡eso, sí, era increíble! Tú lo ganaste y al día siguiente, rodeada de unos pocos amigos íntimos, te casaste con Robert Schumann en una sencilla iglesia de Leipzig y te fuiste a vivir con tu amado a la casa de Inselstrasse 18 sentándote en la furia de tu padre que había sido tu maestro, tu tutor y el trampolín de tu carrera. !Vaya si no hay que tener coraje para algo así! Tozudez a toda prueba y un amor profundo definieron lo que fue ese juicio que llevó a tu padre a la cárcel por unos días y lo obligó a firmar el consentimiento. Tenías 18 años.

Mucho tiempo después de tu muerte, vuestro amor se conocería hasta los últimos rincones del mundo, vuestro nombre yacería junto a esas otras parejas famosas que entraron a la muerte de la mano, o estaban dispuestas a dar su vida el uno por el otro, mitad mito, mitad verdad, los grandes amores de la historia.

Robert fue depresivo desde niño. Sufría largos periodos de melancolía sumados a un terror enfermizo a la muerte. La muerte visitó su vida de manera permanente. Su padre, su madre, su hermana que enloqueció, sus hermanos, su hijo de un año y medio, su íntimo amigo Schunke. “Todos me van dejando atrás, la muerte me acompaña como una sombra”, decía él. Pero te tenía a ti. Tú eras la fortaleza de Robert Schumann, el pilar fundamental de su vida, la consejera de su música y su intérprete. Si tú no hubieras sido la pianista notable que fuiste, nadie habría conocido a este gran compositor del romanticismo. Ni a Johannes Brahms. Tu Brahms.

La vida de casados fue todo menos fácil. Tú pasabas viajando. Londres, París, por toda Alemania, Suiza, Polonia, Rusia. Y Robert a la siga, los viajes lo agotaban, se enfermaba, los detestaba. Pero ese hombre no era capaz de vivir sin ti. Tú le organizabas la vida y la música. También los cambios de casa, de ciudad en ciudad, Leipzig, Dresden, Düsseldorf, sin un cobre porque Robert había dejado su trabajo de editor y tú ganabas apenas para sostener a la familia que crecía sin control.
Mientras esperabas dar a luz a otro niño, Robert componía encerrado en su pieza del tercer piso en Düsseldorf, luchando con sus demonios, o sus ángeles, o esos monstruos negros que veía. ¡Clara, Clara, ven a escuchar esta música que Beethoven me ha enviado desde la eternidad! Y tú subías las escaleras sujetándote el vientre abultado a dos manos, para encontrarte con tu Robert echado sobre el piano cerrado, los ojos en blanco, moviendo la mano al compás de una música inexistente fuera de su cabeza.

Un día te llamó desde esa pieza.

-!Clara, tienes que venir y escuchar esta maravilla!

Y tú subiste una vez más, pero Robert no estaba solo ni alucinando. Un joven de ojos muy azules, pelo largo rubio y una sonrisa un tanto irónica te saludó atentamente. “Johannes Brahms, señora. He pasado la mitad de mi vida soñando con el momento de conocerla”.

-Le ruego que toque para mi mujer lo que me ha tocado a mí- le dijo Robert.

Brahms se sentó al piano y tocó la Sonata que acababa de componer, una de sus primeras piezas.

Tú escuchaste con atención y a la mitad de la pieza tu respiración estaba en suspenso, pocas veces en tu vida habías oído algo semejante, esto era distinto a todo, y sublime.

Una vez que terminó, Brahms se puso de pie, se volvió hacia ti inclinándose, alzó la mirada de sus ojos azules de 19 años y esperó.

Tal vez dijiste algo como nunca he oído una música similar, es usted un genio, señor Brahms, o miraste a tu marido sin decir nada y él habrá leído la fascinación en tus ojos. ¡Quién sabe qué fue lo que selló ese momento en tu alma!

¿Fue a partir de aquel instante que te enamoraste de este joven con cara de ángel, catorce años menor, cerca del cual recorrerías tu larga vida hasta el final?

El 27 de febrero de 1854 había de quedar incrustado en el rincón más doloroso de tus recuerdos. Ese día, Robert Schumann, consumido por su enfermedad mental, se encaramó en la baranda de un puente sobre el Rin y se lanzó al agua. No podía vivir con sus fantasmas.

Unos pescadores que andaban cerca lo vieron y remaron hasta donde cayó su cuerpo para salvarlo. Lo subieron al bote, lo arroparon con unas mantas y lo llevaron a su casa.

La imagen de Robert temblando de frío y angustia, balbuceando palabras incoherentes y echando espuma por la boca quedó en la retina de tu memoria para siempre. De eso estoy segura. Y también del terror que se apoderó de ti. Estabas embarazada de nuevo, no tenías dinero, era necesario internar a Robert, su ausencia iba a ser larga y tendrías que vértelas sola con los ocho niños.

Lo internaron en el sanatorio de Endenich.

155 años más tarde fui a Endenich a visitar la casa donde mi tatarabuelo vivió sus últimos dos años de vida. Subí la angosta escalera que hay entrando a mano derecha. La pieza de Robert Schumann se encuentra en el segundo piso, saliendo de la escalera, un poco más allá. Todavía está su cama. Y una silla, una mesa y un piano desvencijado. Estuve dos horas en ese cuarto angosto sintiendo la soledad, la tristeza, la confusión que ha de haber sentido él mientras se asomaba por el ventanuco y le hablaba a las montañas azules a lo lejos.

El médico que lo trató era un salvaje, un ignorante que lo hizo amarrar varias veces a ese catre, lo llenó de medicinas perfectamente inadecuadas para su enfermedad mental, escondió las cartas que Robert te enviaba y cuando se dio cuenta de que había equivocado el diagnóstico y el tratamiento, quemó toda la documentación. El doctor Franz Richarz.

Johannes Brahms y Joseph Joachim lo visitaron varias veces. Lo sacaban al jardín, tocaban el piano con él; él les entregaba cartas para ti y para vuestras hijas. A veces lo acompañaban a comer y al final, cuando estaba tan mal que no podía tomar la cuchara, Joachim le daba la comida en la boca. Fueron ellos quienes le llevaron la noticia del nacimiento de Félix, vuestro hijo número nueve que no alcanzó a conocer.

Mientras tú trabajabas dando conciertos en Londres, en cada ciudad alemana, en Suiza y en Polonia, en tu casa de Dusseldorf, Johannes Brahms cuidaba de tus niños y te escribía cartas de amor. El bueno de Brahms se había enamorado de ti como nunca volvería a enamorarse de nadie.

Yo no te conocí en la vida, Clara, pero te conozco en la música, en la historia de mi familia, en las cartas y en los diarios de vida que escribiste, en la sangre que llevaste que es mi sangre, en los recuerdos de mi madre que vivió con tu hija Elise Schumann toda su infancia y hasta adulta, te conozco, y si algo sé de ti es que eras una mujer conservadora, muy de tu época, tranquila, apegada a la norma, trabajadora como nadie, para quien había dos cosas que estuvieron siempre por encima de todo lo demás: la música y tu amor por Robert.

Tantas veces he leído por ahí que fuiste la amante de Johannes Brahms. ¿Amante? ¿Lo que todo el mundo entiende por amante?
Yo nunca he creído que hayas sido la amante ni de Brahms ni de nadie aunque hubieras estado perdidamente enamorada de esa persona. No con tu sentido de la responsabilidad, no con tu apego a la norma, no con tu carrera que apenas te dejaba tiempo para ver de vez en cuando a tus niños, no con la tristeza de que Robert se te hubiera extraviado en su locura, no con tu carácter, Clara, y el carácter de una persona es su destino.

Robert estuvo dos años internado en Endenich… y aquí vienen mis preguntas para ti, el motivo de esta carta: ¿Por qué nunca fuiste a verlo en esos dos años? ¿Por qué lo dejaste solo en su abandono? ¿Por qué esa única vez que pasaste por la estación de Bonn y Brahms que iba contigo en ese tren te dijo “bajémonos y vamos a ver a Robert”, tú le dijiste “no, no quiero ir”? ¿Por qué esperaste hasta el último día, cuando el doctor Richarz te escribió avisando que Robert estaba a pasos de la muerte, para ir al sanatorio donde tu amor agonizaba?

Brahms fue contigo y después contó que te arrodillaste junto a Robert y le mojaste los labios con un algodón empapado en vino mientras le musitabas las últimas palabras que se llevó de esta vida.

¿Por qué?

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[Robert Schumann – Romanzen – Op. 28 – II [Einfach – Fis-Dur] – Arthur Rubinstein]

 

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Elizabeth Subercaseaux

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Nota

El Editor de Café Montaigne se siente en deuda con la autora de esta bella y amorosa «carta» y no puede sino agradecer su amable y completamente desinteresada generosa disponibilidad.

 

Categories: Literatura, Música