Cuento largo – II [Martina] – Un relato de Gema García Hormigos

Cuento largo – II [Martina] – Un relato de Gema García Hormigos

Cuento largo – II [Martina] [Relato]

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Julio Romero de Torres – Retrato de una dama [1925 – Colección Pérez Simón]

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Martina

Aquella casa estrecha, húmeda, caliente, fría, embutida entre otras dos, olía a cerrado y a rancio. A vejez. A pobreza. A suciedad. Aquella casa era la casa estrecha y húmeda de la juventud de Sebastián, la que había heredado de sus padres. Desde el momento en que puso su pie en aquel lugar supo que ya no tenía una función en el mundo. Se dedicó a seguir las noticias de la guerra en periódicos que leía de la mañana a la noche, pegado a la lumbre, arropado con una manta hasta en verano. Decía que el frío se le había metido en los huesos. En realidad, echaba de menos cabalgar. Martina madre se sintió igual de desorientada que su marido, ahora que había muchas menos habitaciones que limpiar.

Para las niñas, el in erno era la gente. Desde que habían llegado, tenían prohibido salir de casa, pero es que además el hecho de tener vecinos por primera vez tenía a las cuatro hermanas abatidas. Se asomaban por los visillos de las ventanas de la casa, pasaban las tardes mirando la gente pasar, especialmente Honorina. Nadie parecía demasiado amable.

Facia tomó las riendas de las cuestiones prácticas. Fue ella la que buscó trabajo de costura y con mucha suerte obtuvo un pequeño encargo del ejército. A duras penas daba para comer pero al menos, el frente quedaba lejos. El pueblo de los ahorcados estaba muy aislado, a varias jornadas en mula.

Martina la bella no veía muy bien de lejos, en realidad era una miope empedernida y perdía más y más visión con la costura. En la nueva casa se tropezaba con los muebles y a veces le costaba llegar a su habitación, que ahora compartía con las demás. En más de una ocasión atardecía en la cama de sus padres, con gran horror de Martina madre, que a veces veía como Sebastián se había acostado al lado de la hija sin ni siquiera darse cuenta.

Como la vista le alcanzaba poco fue a ponerla donde menos le convenía. Sus ojos se habían detenido en un gitano moreno y alto que pasaba a lando los cuchillos y que como poco, tenía una treintena de años. Llevaba un collar con una Virgen de oro, el pelo rizado recogido en una coletilla grasa y obedecía al nombre de Ramón Ramones.

Cada vez que Martina oía el ruido del afilador saltaba nerviosa a la ventana para intentar admirar la cara del hombre que amaba sólo por el olor que le adivinaba. No era ni siquiera un hombre fuerte, sino más bien delgado como todos los de su clase, pero su voz era un torrente que hacía temblara de júbilo, y a veces de miedo. Los ojos negros, las manos sucias, eran cosas que solo intuía, pero acostumbrada como estaba a ver poco, la voz de aquel hombre misterioso era su ciente. Su seguridad al hablar en la calle era sobrenatural. Lo único que de verdad deseaba era poder acercarse a él y tocarle la cara, recorrer cada uno de sus rasgos para ver si coincidían con el gitano de los poemas de Lorca que Honorina les había leído a todas en alguna ocasión.

Martina no era tan estúpida como para mencionar esto a nadie pero sí lo su cientemente ingenua como para tramar durante días un absurdo plan sobre asomarse a la calle con unos cuchillos para a lar. Martina imaginó este encuentro muchas veces, soñando despierta, a veces alegre y a veces triste porque el día no llegaba. Cuando el gitano parecía haberse ido tras las montañas para siempre, oyó el silbido del a lador y el rechinar del carro, que Ramón arrastraba.

—¡Afilador!— gritó Ramón con un poderío que hizo que a Martina se le saliera el corazón por la boca.

Martina se abalanzó sobre los cuchillos de la cocina. Los cogió todos formando con sus manos un ramillete de  los con el que se plantó en el umbral de la puerta de la casa. En ese momento se dio cuenta de que el sol no le había dado desde que se mudaran al pueblo y su vista se resintió, hasta tal punto que pensó que se quedaría ciega.

Ramón se aproximaba a su casa, a lando cuchillos y tijeras aquí y allá, moviéndose como si hubiera inventado un baile propio y siguiera el ritmo con la cabeza mientras hacía bromas a las mujeres y les dedicaba sonrisas corteses. A mitad de calle Ramón paró su carro, volvió a gritar para anunciarse y entonces la vio. Le costó reponerse de la visión de ese ser inmaculado, acuático, de piel traslúcida. Se aproximó y le hizo una pequeña reverencia.

—Usted es Martina, la guapa. La de la leyenda.

Martina enloqueció por dentro al oír su nombre en sus labios pero mantuvo la compostura y entregó los cuchillos a Ramón que enseguida comenzó a a larlos, mientras le lanzaba miradas de reojo, pero mudo de repente y sin sonrisa.

Ella se quedó allí, como un palo, entornando los ojos pero sin poder llegar a ver gran cosa. Más bien intuyó el olor del hombre, que era el olor del río que ella nunca había visto, un aroma amargo y limpio. Oyó el tintineo de la medalla cuando rebotaba contra su pecho, pues llevaba la camisa semiabierta. Adivinó el tacto salado de sus manos rugosas, que trataban el metal con tanta delicadeza.

—Cuidado no se corte— dijo Ramón, al acabar.— Espere. Yo los llevaré dentro, si usted consiente.

Martina asintió y el gitano entró en la casa y colocó los cuchillos sobre la mesa de la cocina con una lentitud pasmosa. Martina, que no era estúpida pero sí ingenua, avanzó con las dos manos, se las colocó sobre la cara y cerró los ojos mientras le tocaba la nariz, las hermosas cejas pobladas, los labios cuarteados y el mentón saliente. Así los descubrió Martina madre cuando entró en la cocina.

Los gitanos vivían en un lugar fuera del pueblo, levantado sobre el río. Se trataba de casas de madera, paja y adobe construidas sobre postes bajo el puente principal, que algunos llamaban el Puente de los Franceses. Era una manera de aislarse, pues nadie podía acceder a no ser que fuera en barca o a nado. Los gitanos eran gentes de agua y les gustaba bañarse vestidos, tirar los desperdicios corriente abajo y lavar en la orilla formando grandes nubes blancas de jabón. Solo pisaban el pueblo en la procesión del Cristo de los gitanos, en la que eran ellos quienes sacaban la talla de madera estofada. También en el desempeño de algunos o cios, como el de cómico, chatarrero y por supuesto, a lador. La mayor parte del tiempo vivían al margen, se casaban entre ellos y solucionaban sus disputas sin que los Guardias tuvieran que intervenir, bajo el lema de ojo por ojo, diente por diente. No eran de un tiempo determinado, sino que pertenecían a la eternidad y por esto habían decidido quedarse al margen.

Ramón Ramones había nacido una noche caliente hacía treinta años en el seno de la familia de los Ramones. Tenía mujer y cuatro hijos varones, saludables como él, pero que no habían querido aprender el o cio ni acompañarlo. Su mujer era una gitana gorda de pelo enmarañado que disfrutaba de jugar a las cartas y eructar.

Ramón Ramones a veces pensaba en marcharse. Miraba las aguas amarillas del río pasar bajo su casa y deseaba seguirlas hasta donde se acabaran. Siempre había nadado muy bien. Podría bajar ese río apacible nadando y dormir cada noche en un venajo, uno de esos tramos donde el río se hacía profundo y oscuro, y desde luego mucho más lento.

El día que Ramón conoció a Martina y fue expulsado de su casa por la madre de ésta, el gitano volvió a su casa desesperado y esa noche, se tiró al río y se dejó llevar corriente abajo, hasta que quedó enredado en unas ramas. Arañado y deprimido, se acostó en su hamaca chorreando, sin que ni su mujer ni sus hijos se dieran cuenta.

A la mañana siguiente decidió que iría a ver al Cristo porque con él se entendía mejor que con nadie. Arrodillado en la capilla del Cristo de los gitanos, Ramón hablaba con él sin necesidad de usar su portentosa voz. Le preguntaba si debía dejarlo todo. Su alma le pedía huir. Olvidarse. Y así hizo doce días, sin que el Cristo le diera respuesta. El día número trece, mientras rezaba, oyó unos pasos.

Martina la bella sangró doce días en aquella menstruación. Su madre aprovechó para encerrarla en su habitación y no dejar que saliera nada más que para comer. Con toda aquella pérdida de sangre y la ausencia de otra carne que no fuera tocino, Martina languideció. Desde su habitación oyó con ansiedad al a lador pasar varias veces en esos doce días, siempre a la hora en que ella había salido a la puerta.

Honorina le hacía compañía en el cuarto, le leía y cantaba mientras cosía, sentada en un taburete de mimbre a los pies de su cama. Pero Martina no era tan ingenua como para contarle lo que había pasado, sobre todo porque no lo entendía bien. Si se lo hubiera explicado, Honorina la habría escuchado porque tenía la capacidad de aconsejar y saber guardar un secreto. Martina no soltó prenda porque, además, su madre se lo había prohibido. Ese era el trato. La madre no contaría nada a Sebastián de lo sucedido y a cambio irían a la iglesia a confesarse en cuanto terminara de sangrar.

Mientras tanto Facia cosió por las dos y no se quejó ni una sola vez, porque tanto le daba coser cincuenta chaquetillas que cien y porque sus reglas duraban un par de días y nunca se sentía indispuesta. Milagros, por su parte, no pudo controlarse el día que Martina, velada, se preparó para ir a confesarse. Era la primera vez que alguna de ellas, desde que habían llegado a aquel maldito pueblo, podía salir de la casa. Se tiró al suelo, gritó que quería ver el río y el castillo, que no soportaba estar encerrada pero todos lo tomaron como una rabieta sin importancia.

Dos mujeres avanzaban por el pasillo de la iglesia, una joven, con velo, y otra vieja. La joven se arrodilló en un banco, mientras que la mujer más mayor llegaba hasta la sacristía donde estaba el cura. Ramón se dio cuenta de que aquel cuerpo joven y elástico era el de Martina, la guapa, y apareció ante ella, saliendo de la intimidad de la nave lateral. Le hizo una reverencia y le tendió la mano. Con un cuidado infinito Martina agarró la mano callosa de Ramón. Éste tiró de ella con violencia y la sumergió en la nave lateral, que estaba prácticamente a oscuras.

—He venido a ver al Cristo— le explicó Ramón.

Martina la bella no supo qué decir. En cambio, se quitó el velo y se echó en sus brazos. Le tocó la cara, las cejas pobladas, los labios resecos, el pecho desnudo bajo la medalla y penetró en el lugar prohibido de su boca, al contar con sus dedos sus dientes blancos de gitano.

El abrazo fue interrumpido unos minutos después. — ¡Nos vamos!— gritó Martina madre.

—Quiero volver a verla Martina—susurró Ramón.— Si no puedo verla, me mataré. Venga a la iglesia. Aquí nos veremos. A esta hora— pidió Ramón.

Martina dijo que sí rápidamente y salió a encontrar a su madre. —Hija, has recuperado el color. Deberías de venir más.

—¿Usted cree, madre?

—Sí, vendrás todos los días a partir de ahora. —Sí, madre.

—El cura te va a buscar un marido. —Y la maldición…

—¿Qué maldición?

—La del Marqués. Que no nos casaremos nunca.

Martina madre arrugó el gesto. Aunque el cura le había repetido que no creyera en nada que no fuera obra divina ella sabía que las maldiciones se cumplían siempre. El cura sabría de Dios, pero ella sabía de los hombres. El tiempo demostró que tenía razón puesto que al poco de comenzar Martina a confesarse diariamente su rostro irradió una luz que solo era propia de las personas que se relacionan con Dios. Sin embargo, por puro instinto maternal, descon ó, y ni corta ni perezosa, una tarde cuando la muchacha se preparaba para ir a la iglesia Martina madre se decidió a seguirla. Con pasos sigilosos la siguió a un par de metros y como Martina no veía nada a esa distancia, no le fue difícil. Martina entró en el templo y su madre siguió sus pasos.

Una vez dentro se quedó estupefacta cuando oyó a su hija hablar, al fondo de la iglesia, con el que parecía un hombre y no con un cura. Asomó su hocico por la nave lateral y la vio. Esperaba que su hija se diera cuenta de su presencia pero fue imposible, porque estaba ensortijada sobre Ramón y más ciega que nunca. Entonces Martina madre se vió forzada a carraspear.

—¡Madre!—exclamó Martina, apartándose de Ramón como si le hubiera abrasado mortalmente su cuerpo.

—Hija—respondió su madre, para después salir corriendo, con el único objetivo de llegar a casa y contarlo todo.

Martina, que tuvo que decidir en un segundo si despedirse de Ramón o salir pitando en ese mismo instante, corrió con los pies pero se dejó la cabeza atrás, con él. Por eso no pudo alcanzar a su madre y cuando llegó a casa hasta Sebastián lo sabía ya. Éste escupió al fuego pero la que habló fue Martina madre.

—Las hijas seréis la maldición de esta casa.

Un venajo como mortaja. Unas semanas después Ramón se echó al río y dejó que le llevara muy abajo, algunos dicen que hasta los Portugales. Otros dicen que murió ahogado, y que su mortaja fue un venajo negro del río.

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Gema García Hormigos

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