Cuento largo – IV [Facia] [Relato]
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Facia
Desde que los soldados habían cruzado las montañas en un día aciago habían usado el pueblo de los ahorcados como camino de paso hacia el mar. A esa sección del ejército le parecía irrelevante que el mar estuviera muy lejos y que nadie del pueblo lo hubiera visto. Les interesaba avituallarse de agua en el río, confesarse en la iglesia y dar rienda suelta a alguna que otra necesidad.
Todos saben que la guerra siempre viene de la mano de dos compañeros indeseables: el hambre y la peste. El hambre había acompañado siempre a Sebastián,
Martina y las cuatro hermanas desde que ya no eran guardeses por lo que no notaron que llamara a su puerta con especial virulencia. Garbanzos. Arroz. Pan negro. Pero sí lo hizo la peste. Las cuatro hermanas, menos Facia, cayeron enfermas.
Martina madre se había ido reduciendo cada vez más a la sombra de sí misma, sin autoridad en la casa. Fue Facia la que de una vez para siempre tomó el control y estableció la nueva disciplina. Toda la comida para las enfermas, solo café, pan y leche para los que estaban sanos.
Despejó toda la cocina y colocó tres camas en paralelo a la lumbre. Hizo sudar a sus hermanas durante siete días. Así, eliminarían la pestilencia. El domingo, cuando parecían ir a fundirse de ebre, les preparó una tina de agua helada y las bañó una por una, frotándolas con fuerza. Luego les preparó una infusión de ortiga y melisa y se la hizo beber de un trago con la intención de que entraran en un sueño profundo al menos otra semana más. Para esta cura de sueño, las hizo además dormir con los pies donde estaba la cabeza y colocó bajo sus almohadas sus dientes de leche.
De las tres solo Milagros mejoró así. Su cuerpo enjuto ni siquiera parecía atractivo para la enfermedad. El calor, el frío, el sueño y el tiempo, los cuatro mejores remedios conocidos, no habían dado resultado con Martina, la guapa y Honorina, la buena. La cara de Martina estaba azulada mientras que Honorina vomitaba sin cesar. Facia las devolvió a su postura habitual en la cama, con la ropa de abrigo de siempre y se sentó en un taburete a rezar, junto a su madre, que no había parado de hacerlo durante todo el proceso. Nunca tuvo miedo de contagiarse. Ni siquiera lo consideró posible. Respeto a sus padres, estaban debilitados por la ausencia de comida, pero, que se supiera, la peste no afectaba a las personas nacidas antes del siglo.
En el rezo, Facia la fuerte tuvo una idea. Se personó ante el boticario, un hombrecillo tras un verdugo blanco, al que nunca había comprado nada. Su tienda estaba llena de frascos y polvo e instintivamente, descon ó porque, según había aprendido, todo lo bueno está limpio. Sobre el mostrador de la tienducha había un cartel que decía NO HAY QUININA, pero Facia no podía saberlo porque no sabía leer. Los que allí se encontraban no hablaban ni se acercaban al otro. Cuando llegó su turno, se dio cuenta que lo que lucía el boticario no era un verdugo blanco sino todo lo contrario, porque los ori cios de ojos y boca estaban también tapados. De cerca, parecía una abeja. Facia estuvo a punto de marcharse al darse cuenta que, además, llevaba las manos pringadas en una grasa de color amarillento. Aquel hombre era un fantoche, un galafato. Un cantamañanas. Un hechicero. Pero la gente con aba en él y decidió esperar. Al fin y al cabo, la idea que había tenido era buena. Cuando llegó su turno, le pidió un frasco cualquiera con el único requisito de que supiera mal. El boticario sacó de debajo del mostrador un frasco con un contenido oscuro: hígado de bacalao.
—La peste no se cura con ésto. Necesitamos quinina, pero en cuanto llega los soldados se la toman toda. La toman en bebida, como entretenimiento, antes de comer. Están tomando tanta que se intoxicarán.
—Nadie sabe cómo es la quinina, señor boticario — dijo, tomando el frasco. —Nadie sabe cómo es el amor, pero todo el mundo sabe cómo es el amor—repuso, enigmático.
—Por lo que a mis hermanas importa, bien podría ser este frasco el remedio—respondió Facia, ignorando un comentario que no había entendido.
—Ah, entonces lo que usted va a hacer es un placebo.
—Place¿qué?—respondió airada Facia, como si se acabara de inventar la palabra y la tratara como a una niña.
—Es igual, asegúrese, cuando llegue a casa, de gritar bien alto que es el remedio. Eso es un placebo, señorita. Vender un remedio que no lo es.
Llegó a casa gritando: —¡Tengo la quinina!
—¿Cómo la has conseguido, hija?—preguntó, asombrado, Sebastián. —No fue fácil, padre, pero ¡es quinina! ¡Quinina!
Sebastián intuyó que pasaba algo pues Facia no sabía ngir. Cogió el frasco y dio una cucharada a sus hijas. Con cada cucharada, las dio un beso en la frente, algo que no había hecho nunca en su vida. Automáticamente, las niñas se sintieron mejor.
—Es un remedio mágico, ¿verdad, Facia?— dijo Sebastián, guiñándole el ojo a su hija favorita.
—Está asqueroso— intervino Honorina.
—Cuanto peor sabe, más cura—zanjó Martina madre.
Después de aquello Martina madre, Facia la fuerte y Milagros la pequeña rezaron muchísimo. La pestilencia fue saliendo de los hogares, pero en su camino, se cobró muchas vidas preciosas. La belleza y la bondad sufrieron mucho en esa epidemia y algunos en el pueblo son de la opinión de que conocieron su fin.
Al menos un año después, recompuesta, Facia volvió para darle las gracias al boticario. El cartel, aunque ella no podía leerlo, decía ahora TENEMOS QUININA. Lo que más la sorprendió fue que la tienda parecía nueva. Estaba ordenada, limpia y se dio cuenta de que había juzgado mal al boticario. Seguía con su extraño verdugo porque aunque la pestilencia parecía haberse ido, no se aba y Facia pensó que hacía bien. También dedujo con un poco de malicia que debía ser muy feo.
—Ahora que ya no hace falta, ahora hay quinina. Los soldados andan cagándose la pata abajo por haber consumido tanta. Es curioso que sirva precisamente para curar la diarrea. Pero a veces algo en exceso provoca el efecto contrario.
Facia asintió. En su cabeza era justo que sufrieran los que habían acaparado. Sin venir a cuento, y como parecía que los tiempos se prestaban a hacer comentarios que en otra ocasión hubieran parecido impropios, le soltó una confesión:
—Estoy harta de cuidar a gente. Quiero casarme. Quiero salir de mi casa.
—Qué se cree, si se casa seguirá cuidando a gente. Además, usted no está harta de cuidar a la gente. Se le da bien. Lo único que quiere hacerlo con los remedios adecuados, como una enfermera.
—Enfer¿qué?
—Una enfermera. Puede ir al hospital de campaña de los soldados. Allí aprenderá.
—Tendré que casarme y punto— respondió, con su sequedad habitual y se marchó, no sin antes regalarle un bordado que ella misma había hecho. Cuando Facia salió del boticario pensó que jamás volvería a pensar en esa idea
de ir al hospital de los soldados. Los odiaba. Habían traído la guerra, la peste y se habían quedado con la quinina. “Sin embargo, ¿acaso no eran ellos hermanos o hijos de alguien? ¿No habrían usado el remedio inadecuadamente porque sus mandos se lo habían permitido?”, barruntaba. Volvió corriendo al boticario y le pidió una recomendación para el hospital. Éste le entregó un paquete con frascos para que los llevara en ese momento.
El hospital se había establecido en el patio de armas del castillo. Facia no pudo por menos que quedarse maravillada cuando entró en la gran explanada del patio de armas. Un poco recrecido respecto al suelo original, aparecía cubierto de camas portátiles. Buscó a la persona que tenía que hacer su entrega, un sargento, y cuando éste le había ya despachado se ofreció como ayuda.
—Sí, claro. Hay que vaciar todas las palanganas. Los soldados no dejan de cagarse.
—Es por la quinina. Tomaron demasiada.
El sargento la miró sorprendido de su desfachatez y la despidió con un movimiento seco de su mano. La primera cosa que hizo como enfermera fue vaciar mierda. Una mierda líquida y verde que se echaba terraplén abajo, que se iba acumulando en el foso del castillo hasta que salía al río, a borbotones fétidos. A Facia no le importó. La mierda era mierda. Después de esa tarea aprendió muchas otras y cuando nalmente, el último soldado se marchó por su propio pie y el hospital se levantó, se sintió apenada. No quería volver a su casa. En la consulta del boticario encontró consuelo, teorizando sobre remedios, pócimas, diluidos, inyecciones, quinina, bromuro, penicilina. Aquel hombre era un pico fresco. Pasaron todo un domingo hablando sin parar y al nal del mismo el boticario se quitó su máscara. Bajo ella apareció un hombre de mediana edad, no tan feo como Facia había supuesto.
—Me gustaría pedir su mano, Facia. —¡Cómo!— dijo ésta, indignada. —Usted lo dijo, se tendrá que casar.
—¿Usted sabe que quien nos pretende tiene un triste nal? Mis hermanas y yo estamos malditas. Uno se ahogó, el otro le fusilaron… Y ellas… Mejor no hablemos más.
—Usted y yo no creemos en esas cosas. Lo más natural es que nos casemos. La gente se ahoga, y en la guerra se fusila. ¿Usted me quiere?
—¿Qué? ¿A cuento de qué? Estoy de luto. —No importa, el amor viene luego.
—No. No puede ser.
El boticario lloró toda la noche y recogió unas pocas lágrimas en un tubo. Las añadió a una marmita pequeña y loco, echó todo lo que tenía para fabricar algo que nunca había hecho: un ltro de amor. Se lo daría y después se casarían. Pero Facia rechazó tomárselo la siguiente vez que se vieron.
—Yo nunca he estado enferma, a mí no me hace falta tomar nada.
Hablaron un poco más, ngiendo que no había pasado nada. Para cuando el boticario se quedó a solas, ya había tomado la decisión de administrarse él mismo el
ltro porque si servía para provocar el amor, por fuerza, en exceso, debía servir para anular cualquier inicio de él. Cuando la quinina, que era uno de los componentes del brebaje, entró en contacto con su esófago una terrible reacción alérgica lo asfixió.
Un veneno como mortaja. Hay quien dice que el amor mata, y también la ausencia de él, y que cuando estás enfermo de amor, sólo existe una cura. Con los días, la tienda del boticario se fue llenando de suciedad, pues nadie más sabía de remedios en el pueblo. Muchos años después, algunos chiquillos entraron y se emborracharon probando jarabes y otras pócimas que aún se conservaban en perfecto estado en los estantes, pero del filtro de amor no quedó huella.
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Gema García Hormigos