La garra del diablo – Un cuento de María Elena Arenas Cruz

La garra del diablo – Un cuento de María Elena Arenas Cruz

La garra del diablo [Cuento]

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La garra del diablo

Ya se lo dije a la madre abadesa, que no fue culpa mía si ese día, ya de anochecida, el viento se puso como loco a silbar y las sábanas tendidas se encabritaron y elevaron por encima de las bardas del huerto, que tal parecía que iban a volarse como nubes furiosas, y no tuve más remedio que bajar en camisa, porque vi la ventolera desde mi celda y luego la madre Agustina se enfada conmigo porque dice que no ato bien la ropa a los cordeles, que una vez se encontró el hábito de la hermana Eloísa enganchado en el rosal y tan lleno de jirones que no hubo manera de disimular los agujeros ni con el mejor zurcido, y por eso bajé, como ya le he dicho a vuestra merced, y no porque tuviera una cita o voluntad de pecado, como corre por ahí, y que el cielo me asista si eso no es mentira, sino, como le digo, para recoger las sábanas olvidadas, que se retorcían como si se las llevara el Diablo, que por allí debía andar y así se lo dije a la madre abadesa, pues cómo si no explicar el suceso: el Maligno debió ser quien me agarró por detrás mientras me movía confusa entre las sábanas, y con qué porfía, válgame Dios, que antes de caer en la cuenta ya me había levantado las sayas y apartado las ropas de su lugar, y sus manos deshonestas se allegaban bajo mi camisa y tentaban mi piel y rozaban mis teticas, vuestra merced me perdone, pero, como ya le dije a la madre abadesa, sus roces y tocamientos, aquí por entre las piernas justo, eran de tal modo y manera que al poco no tuve ya fortaleza para rogarle o suplicarle que de mí se apartara, pues una flojera, un raro abandono me tomó por el cuerpo todo, que ya ni notaba el viento loco ni las sábanas que me envolvían ni el huerto oscuro, que era como si el alma se me entrara muy dentro de mí, y allí me holgara de quedarme a esperar un no sé qué, como si la gloria me fuera a llegar al cabo y sin remedio si me estaba muy quieta, y así me estuve mientras la garra del Diablo hurgaba con tiento y uno de sus dedos se movía sin freno, hasta que, de pronto, me arrebató una temblequera como de tercianas, que así se lo expliqué a la madre abadesa para que lo entendiera, que pensé que quizás Satanás me había acercado un tósigo maligno cuya olor me hizo morirme un poco, pero no de una muerte mala, sino dulce y gozosa, por eso le dije a la hermana Eloísa que la Virgen Nuestra Señora me había llevado a su lado por unos momentos, para así salvarme de la perdición, es decir, de las garras del Diablo. Y no sé por qué a la madre abadesa le resultó tan enfadoso mi relato, ni por qué apareció en el huerto en camisa cuando yo todavía buscaba la mía, porque en eso empezó a hacerme preguntas y a darme mojicones, que si le había visto la cara al Diablo, que si me había gustado la garra, que cuántas noches había bajado a recoger las sábanas al viento, a lo que yo respondía cumplidamente, tal esto mismo que a vuestra merced agora le cuento sin saltarme un punto, pero ella se iba poniendo roja, que le daban unos sofocos que se ahogaba, hasta que perdió el habla, y aunque la hermana Agustina, que llegó a las voces, le dio un cordial, pues siempre lleva una botellita en la faltriquera para el mal de hígado, nuestra buena madre abadesa se nos murió aquella noche, Dios la tenga entre sus ángeles, maldiciendo su mala fortuna y la traición de Pedro, que si vuestra merced me lo permite, yo pienso que quizás fuera Pedro Botero.

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María Elena Arenas Cruz

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