El edificio sin ventanas – José Luis Martín

El edificio sin ventanas – José Luis Martín

El edificio sin ventanas

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Norman, el único adulto que había en el pabellón de aleccionamiento, pinchó en el icono de altavoz y el micrófono de la máquina virtual se activó estableciendo conexión con los bafles colocados por todo el techo, separados unos de otros por una distancia exacta de diez metros. Cuando empezó a hablar, su voz grave y cortante inundó todo el espacio contenido entre las paredes grises y los niños levantaron las cabezas de las pantallas dirigiendo sus miradas al Master. La distancia entre ellos era menor que la que había entre los altavoces, pero igual de precisa en su equidistancia. El pabellón era como un gran gofre de hormigón con los cubículos llenos de niños en lugar de chocolate. El edificio no tenía ventanas, solo unos cuantos agujeros redondos del tamaño de la palma de una mano se abrían en los gruesos muros para permitir la ventilación. Ninguna comunicación con el exterior era posible desde aquel espacio que a los niños les parecía su hábitat natural. Ellos ni siquiera tenían conciencia de que existía el exterior, tal y como lo entendíamos en la era prebiteana, como un espacio físico con luz natural y aire. Para ellos lo que no estaba dentro del pabellón estaba en las pantallas, la única ventana por la que salir de la asfixiante atmósfera del enorme búnker. Tras ellas, el mundo era variado y divertido, dinámico y estimulante, sobre todo en el tiempo libre, en el cual podían elegir cualquiera de los centenares de juegos que les ofrecía la megateca de la empresa Technologion.

El peor momento del día eran las dos horas posteriores a la comida central, el tiempo de participación en Beligerux, el juego obligatorio en el que los niños tenían que intentar no quedar entre los cien últimos puestos de la competición, pues si esto ocurría, los perdedores serían privados del tiempo de ejercicio físico, de ese momento alegre y necesario en que las puertas de los decagimnasios se abrían para que los niños entraran en ellos en grupos de diez, un grupo en cada estancia, y se desfogaran con los aparatos diseñados a partir del año 30, tercero de la era biteana, capaces de conseguir una musculación prodigiosa en cualquier cuerpo, incluso en cuerpos infantiles, en un tiempo record. Ser privados de esa actividad, la única actividad física en todo el día, era la mayor tortura que los niños podían imaginar, después de más de doce horas sentados en una silla mirando el cristal luminoso de las pantallas de octava generación, sentados todo el tiempo, con la única excepción de los tres momentos en que tenían que levantarse para recoger la bandeja de comida y los tres momentos en que se levantaban para volver a depositarla en la plataforma giratoria de avituallamiento.

No ir al decagimnasio significaba no dormir durante el tiempo de descanso, pasar la noche nervioso, dando vueltas en la cama-nicho, sumido en la más terrible desesperación. Pero los gimnasios no solo servían para que los niños tonificaran sus músculos y aliviaran sus tensiones nerviosas, también eran el lugar de entrenamiento del cuerpo para cuando los niños tuvieran que enfrentarse al mundo real y llevar a cabo su misión. Allí se adiestraban en la lucha cuerpo a cuerpo, en técnicas de combate, de defensa, de bloqueo de golpes y en métodos de inmovilización y de reducción del rival. Los viernes el entrenamiento era exclusivamente dedicado al perfeccionamiento de la técnica denominada golpes mortales.

A la aplicación Beligerux se entraba con una contraseña que los niños tenían que recordar. Si la olvidaban o alguien se la averiguaba eran castigados durante dos días en el camarote oscuro, donde sí podían dormir, aunque raramente lo conseguían, pues allí de lo que los privaban era del acceso a las máquinas de representación virtual y eso les producía un síndrome de abstinencia que también desestabilizaba su sistema nervioso. Una vez dentro de la Beligerux, elegían un ejército y unas armas y, antes de empezar el juego, tenían que elaborar estrategias con los otros soldados del mismo ejército para derrotar al ejército enemigo. Solo se conseguía el estatus de vencedor si se conseguía matar a todos los soldados, pues si uno solo quedaba vivo, podía conseguir que se regenerara todo el ejército y comenzara de nuevo la batalla. Los niños no tenían ningún reparo moral a la hora de ejecutar virtualmente a los avatares contra los que luchaban, pues en su proceso educativo nunca les habían hablado de moral ni de valores aplicables en la vida física, que era como llamaban a lo que nosotros denominábamos mundo real en la era prebiteana. Tampoco les habían hablado de códigos éticos para la vida virtual. Sus únicos criterios de relación con los demás venían de las aplicaciones informáticas, y todas tenían en común una cosa a la hora de considerar pautas de conducta, la consecución del objetivo, que siempre consistía en alguna forma de victoria.

Todos los niños habían desarrollado unos dedos largos, de una longitud adecuada para adaptarse perfectamente a la distancia que los separaba de las teclas del dispositivo informático que cada dedo tenía que pulsar. Sus ojos se habían vuelto pequeños, casi diminutos, casi un punto en la superficie inexpresiva de la cara para combatir el exceso de luz a que estaban sometidos por la continua exposición a las pantallas. Las nalgas se habían adaptado a la forma de las sillas, donde habían pasado la mayor parte del tiempo desde que terminaron la fase de bebés gateadores, y eran más planas que curvas, aunque bastante duras debido al ejercicio que diariamente hacían en los decagimnasios.

El día señalado para llevar a cabo la operación, el toque de diana sonó una hora antes de lo habitual. Los niños estaban en sus puestos cinco minutos más tarde. En las pantallas apareció el mensaje “Todos preparados para el traslado del campo de juego a la realidad natural”. Luego siguieron unas indicaciones para salir del pabellón y ocupar los puestos de un esquema de formación que se basaba en los modelos de las legiones del Imperio romano, una civilización que la Protohistoria situaba en los tiempos medios de la Era prebiteana. La principal preocupación del Magister era que los niños no supieran moverse con eficacia en el mundo natural, pues su única experiencia física había sido el ejercicio en los decagimnasios. Pero la semejanza de las simulaciones de la aplicación Beligerux con el mundo real estaba tan conseguida que, a nivel teórico, no parecía posible el fracaso.

El Magister hizo una llamada a la Alta Autoridad con su terminal cuántico.

—Todo listo para iniciar la operación. Sí, la formación es geométricamente perfecta. Los niños están en sus puestos y no manifiestan síntomas de sorpresa. El mundo natural parece resultarles familiar. Solo uno, el llamado Charles, ha hecho unos gestos no permitidos. Parecía que intentaba atrapar el aire. Pero se le ha advertido por megafonía y ya ha vuelto a la posición canónica. Muy bien. A las ocho horas, quince minutos y tres segundos, teniendo el permiso de la Alta Autoridad para comenzar, iniciamos la operación.

Al llegar al Inmenso Bosque, Charles, el más sensible de todos los niños, rompió la formación al ver una mariposa que volaba a su alrededor y se puso a perseguirla. Todos los niños se pararon y se quedaron mirándolo. Luego miraron al Magister. El Magister se acercó a Charles y recondujo la situación advirtiéndolo seriamente. La formación continuó atravesando el Inmenso bosque. Al final de este se abría una explanada y en medio de ella la nación Antitech tradicionalix se asentaba en forma de pequeñas aldeas dispuestas alrededor de una aldea un poco mayor, con algunos edificios más grandes que el resto, a la que los habitantes se referían como la ciudad.


El vigilante que había seguido el avance del ejército de niños habló con el Consejero Máximo de la nación Antitech.

—Son muchos y están muy disciplinados. Entre ellos hay un niño que manifiesta una conducta singular. Se distrae con el vuelo de las mariposas.

—Entonces aplicaremos con él el protocolo cinco. Adelante. Que empiece a actuar la encargada de ese mecanismo de defensa.

El vigilante comunicó a una niña rubia de larga cabellera que había llegado el momento de entrar en acción y le indicó, de todos los planes en los que había sido adiestrada, cuál era el que tenía que activar, el protocolo cinco. La niña, conocida socialmente como ciudadana Circe, escuchó las instrucciones del vigilante sin pestañear. Cuando este acabó, le dijo si tenía alguna pregunta que hacer. La niña respondió:

—Una pregunta no, lo que quiero hacer es una petición.

—Dime, Circe, respondió el vigilante esbozando un rictus de preocupación.

—Cuando termine mi misión, quiero que los niños dejen de llamarme donna angelicata.

—Pero si es eso es un halago —respondió el vigilante.

—No quiero ser un tópico femenino, soy como los demás, como todos los niños y niñas. No hay diferencia en nuestra nación. Nos lo han dicho mil veces en las clases de Ciudadanía natural.

—Te prometo que, si todo sale bien, no te volverán a llamar así.

—Me lo tiene que prometer sin que la promesa esté ligada al resultado de la operación.

—Prometido —dijo el vigilante con el orgullo de ver la determinación de la ciudadana Circe.

El vigilante y la niña Circe lograron acercarse al lugar que ocupaba el niño Charles en la formación, sin ser advertidos por el resto del ejército infantil. En una zona enmarañada donde la formación tenía que girar para tomar una curva y poder atravesar la barrera de vegetación que habían encontrado en su ruta por el Inmenso bosque, el vigilante emitió un silbido que solo Charles pudo oír. El niño miró y vio a la niña Circe, que le hizo un gesto invitándolo a seguirla. El niño abandonó la formación y la siguió. El vigilante, la niña Circe y el niño Charles se alejaron de los demás por un recóndito sendero del bosque, pero el niño Charles no se dio cuenta de la presencia del vigilante porque este los seguía sigilosamente a unos cuantos metros de distancia. Cuando estaban suficientemente alejados del ejército biteano, al llegar a un claro del bosque, Circe se paró y habló por primera vez con Charles.

—Me llamo Circe. No me gusta que me llamen donna angelicata. Te lo advierto, si me llamas así, me iré y no volverás a verme jamás.

—No te llamaré así. Yo me llamo Charles.

El niño biteano incumplió la orden que todos los niños adiestrados en el pabellón de hormigón tenían de no decir su nombre a desconocidos.

—Te voy a presentar a una persona —le dijo Circe.

La niña le hizo una seña al vigilante, que accedió al claro del bosque.

—Este es el vigilante de nuestra nación Antitech tradicionalix. Y este es Charles.

—Hola, Charles. Tu pueblo viene a conquistarnos. No nos doblegaremos. Preferimos morir antes que convertirnos en esclavos.

—Sabemos que no vais a entregaros —dijo el niño Charles —, que os defenderéis con todas vuestras armas. Es lo que nos ha dicho el Magister.

—Nuestra única arma es la verdad.

—¿Y cuál es la verdad?

—Síguenos. Cuando lleguemos a nuestra ciudad, te quedarás solo con Circe y ella te la dará a conocer.

Continuaron caminando durante una hora. Cuando llegaron a la ciudad, Circe y Charles se quedaron solos. Se dirigieron a un edificio de madera y entraron en una sala llena de plantas. Allí había una pantalla de 15 pulgadas, una reliquia para los habitantes del pueblo biteano, acostumbrados a ver solo pantallas de tamaño superior a la envergadura de una persona adulta con los brazos abiertos.

—Tienes que ver este vídeo —dijo Circe— para conocer la verdad.

El video mostraba numerosas grabaciones donde se probaba que el Magister era conocido como el Ejecutivo mayor y estaba al servicio de Trumping the Future, la megacorporación que tenía como filiales a Technologion, Beligerux y a todas y cada una de las empresas que se dedicaban a hacer aplicaciones informáticas para la civilización biteana, de hecho, englobaba a todas las empresas de ese ramo.

Cuando Charles hubo acabado de ver el vídeo, el Magister irrumpió en el salón y golpeó a la niña Circe con un bastón de hierro. La niña cayó al suelo y quedó tendida inmóvil, sangrando abundantemente por una herida abierta en la ceja izquierda. El Magister regresó con Charles al lugar donde estaba el ejército infantil preparado para tomar la ciudad de los tradicionalensis. Le dijo al niño que ocupara su lugar en la formación, pero este le hizo una petición.

—¿Puede acompañarme al puesto de mando? Tengo que enseñarle algo que me ha mostrado la niña rubia y no conviene que lo vean los demás niños.

El Magister y Charles se dirigieron a una tienda de campaña que había sido desplegada en la retaguardia del ejército infantil. Charles sabía que había allí una jaula de barrotes de hierro para encerrar a los dirigentes de la nación tradicionalix, en caso de que fueran hechos prisioneros. Charles localizó, colgada en una percha, la llave de la jaula y se las arregló para introducir al Magister en ella, dándole un empujón que lo precipitó al suelo del cubículo. Rápidamente cerró con la llave y el Magister quedó encerrado sin posibilidad alguna de salir de allí por sus propios medios.

Charles volvió a la explanada donde estaban los niños preparados para el combate y les transmitió lo que había visto.

— El Magister —les dijo— daba por seguro que la nación tradicionalix se había armado y preparado para la lucha, pero solo era una suposición que él basaba únicamente en sus propias pautas de conducta, que entienden todas las manifestaciones de la vida como formas de luchar y vencer. Pero la única arma de esta nación es la verdad y esta es la verdad: el objetivo de nuestro adiestramiento obligatorio en la aplicación Beligerux era prepararnos para conquistar a la nación Antitech tradicionalix porque se niega a vivir en nuestro mundo tecnológico. Los tradicionalensis se han refugiado en este lado del Inmenso bosque, y su forma de vida puede constituir un ejemplo para los otros pueblos de la era prebiteana, que han sido aislados por nuestra nación para que no tengan contacto con el ideario antitecnológico. Pero, si entablan relación con los habitantes de la nación tradicionalix, pueden contagiarse y abortar su proceso en curso de tecnologización irreversible.

Charles les explicó cómo poco a poco Trumping the Future se había convertido en un monopolio que tenía como objetivo sustituir el mundo natural en su totalidad por un mundo virtual donde todo lo necesario fuera proporcionado por sus industrias y así amasar una inmensa fortuna, acaparando todo el dinero existente en el planeta y esclavizando a todos sus habitantes mediante un sistema de racionamiento de los sueldos que recibían a cambio de aceptar la total tecnologización de sus vidas, la cual garantizaba el perpetuo control social y el infinito crecimiento económico de la corporación. Charles explicó cómo todas sus vidas habían sido secuestradas y manipuladas por esta corporación para convertirlos en soldados a su servicio y les pidió que abandonaran la formación y se unieran a los habitantes de la nación Antitech. Cuando hubo acabado, los niños se desperdigaron por los alrededores de la ciudad. Allí les esperaban los niños tradicionalensis para ofrecerles regalos y amistad.

Charles buscó a Circe con la esperanza de que el golpe propinado por el Magister no hubiera acabado con su vida.

—Ha visto a una niña a la que llaman donna angelicata —me dijo con voz dulce y mirándome con serena firmeza cuando lo vi por primera vez.

Él fue quien me contó todo lo que sé de esta historia.

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José Luis Martín

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