Diciembre [Relato]
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Diciembre
El llavero aún bailaba colgado de la cerradura. Él había salido cerrando la puerta tras de sí. Estaba afuera fumando, apoyado en la baranda, balanceando el cuerpo con apostura. O quién lo sabe. Igual había ido a por uno de esos cartones de zumo de naranja que a ella le gustaba tomar por la mañana. Con él no se sabía, podía estar allí en la entrada, quince minutos al teléfono, como si tuviera que dirigir un imperio. Siendo domingo no era de esperar, quizás hablaba con uno de los demandantes miembros de su familia, al que debía de sacar de algún apuro. Cuando la chica oía esas conversaciones no dejaba de pensar en lo hipnótico que resultaba el idioma local en sus labios, y lo insignificante en los ajenos, como si él hubiese inventado esa lengua bastarda y desacostumbrada.
Dirigía unas obras de casas de vacaciones en torno al pueblo de los campos de lavanda, cerca de la ciudad balneario con sus bonitas estatuas, o eso decía. Vivía en una zona antiguamente industrial cerca del lago, un suburbio deprimido y gris. Hablaba buen inglés, como la mayoría de gente joven del Este.
Ella había ocultado su pastilla matutina debajo del plato con pedacitos de fruta que constituía su desayuno, para que él no la viera, y ahora que él había salido, en un breve momento de relajación, se la había tragado sin más. Como tardaba, puso una lavadora y se empezó a cocinar una col, un espécimen gigantescamente verde que él había traído para hacerle tolttott kaposzta.
La noche anterior la había llevado a un tugurio de esos cerca del lago, en uno de esos pequeños pueblos costeros que en invierno se parecen a cloacas. Fueron en el coche de ella (el de él estaba averiado) haciendo uso de las luces largas para transitar por una carretera sumida en la oscuridad profunda, haciendo caso omiso de la alerta que parpadeaba en la pantalla de control y que alertaba de las bajas temperaturas. Estaba a punto de estallar a nevar pero aguantaba.
El establecimiento, en el exterior un animado lugar con bancos de madera y macetas de flores de colores en verano, por dentro no era más que una barra larga y una sala detrás, amueblada con sillas con los asientos hundidos y una mesa de billar con el tapete arañado.
El barman cumplía cuarenta años aunque no se invitaba. Distribuía las cervezas y el palinka con la ayuda de una novia adolescente, una de esas chicas delgadas con las uñas largas y una sombra de bigote.
Él se puso a jugar con unos conocidos (uno de los cuales no tenía ni un solo diente) y ella tomó asiento. Ambos se dejaron el abrigo puesto. Por un segundo se sintió interesada por la marcha del juego e incluso animó al chico, después la indolencia se apoderó de ella.
Avanzada la tarde, un par de críos de no más de dieciséis se acercaron. Los chavales le hicieron unas cuantas fotos y hasta un vídeo, parecía que era la primera vez que veían una extranjera. Ella empezó a sentirse como una jirafa, exótica y aparatosa a un tiempo, mientras intentaba pronunciar las frases que ellos le iban enseñando en el idioma local. Al final, preguntaron asustados que qué hacía ella allí. Alguien le había preguntado lo mismo antes de mudarse a aquel país del Este, que qué se le había perdido allí, que si huía hacia delante al marcharse. La chica dijo entonces que vivía esquivándose y que para eso daba igual Madrid que otra parte. A los chicos no les dijo nada.
Él seguía jugando, trasegando cerveza, cantando a pleno pulmón sus canciones, besando a la chica sin venir a cuento, como diciendo, esta chica que veis es mía, me pertenece. Eso le pegaba mucho.
Luego alguien se cayó al suelo y no se levantó, alguien vomitó, y hubo un hombre que lloró, aunque dicen que siempre lloraba. Eran las ocho de la tarde.
La chica pensó que la negrura invernal del lago se les estaba comiendo vivos y que prefería no tener que volver por allí; arrastró al chico cuando ya no quedaba nadie, condujo ella. Pasaron por el autoservicio de una cadena de hamburguesas, el chico pidió a través del interfono con voz pastosa. Pagó él en efectivo, siempre pagaba él en efectivo cuando eran pequeñas sumas, hamburguesas, cartones de zumo, tabaco. Luego no tenía dinero para pagar la cuenta en un restaurante caro o llenar el depósito. La chica incluso le había prestado dinero.
Ya en casa, le acostó en la cama y le meció como un bebé en el colchón sobre el suelo que compartían. Mientras se dormía cantó el estribillo de Violet hill. Was a long and dark December, from the rooftops I remember there was snow…
Cuando él volvió la lavadora centrifugaba y el ruido estaba bien, porque al menos algo se interponía entre ellos en esa habitación llena de humo de saltear la col. No llevaba un cartón de zumo, eso es que no había pasado por la tienda de tabacos. Tampoco dijo con quien había estado hablando (era raro que lo dijera).
El sexo al despertar había tenido una apariencia fraterna, tan confortables en el calor acuoso de la casa, tan acogidos en ese colchón en el suelo, como si hubieran sido concebidos allí y a la vez. Desde el primer día se había pegado a ella, y ella a él, y a los dos días parecía que vivieran juntos en aquel pisito que la empresa de ella pagaba.
Ahora la chica tenía la sensación de que solo existían ellos dos y que algún día se perdería en uno de esos paseos por el bosque que terminaban en un kilató en cuya cima soplaba un viento helado. Y entonces ya no la encontrarían. Se habría perdido cualquier conexión con su vida anterior, el delgado lazo que aún la unía a su hogar y que se invisibilizaba tras la cadenciosa sucesión de temporales y días encapotados.
Afuera nieva, explicó el chico, sin afán. Joder, pensó ella, era como vivir en una Filomena constante, pero no se quejó, apreció que no se hubiera marchado y tener algo de compañía para pasar otro día en el interior. Eran las vacaciones de invierno y había decidido no volver a Madrid porque ¿para qué?
Cuando deje de nevar me marcharé. La chica se tomó esto como una amenaza y también se preguntó dónde iría cuando no estaba con ella.
El chico se sentó en el sofá y encendió sus deportes en el móvil, que era lo que le gustaba hacer cuando tenía resaca. La selección nacional de balonmano jugaba. La chica apartó la col salteada y se arrebujó al lado del chico. Dejó ir sus pensamientos mientras le acariciaba distraídamente la base del cuello. Llevaba puesta una de sus camisetas, la de los Ramones.
Intentaba distraerse en el contacto mágico o místico de las yemas de sus dedos contra el cuello blanco, y del olor a suavizante de la camiseta interior del chico, que era el olor que despedía su camiseta, y podía notar su cabeza embotarse de forma progresiva y muy lenta, mientras el partido zumbaba desde el teléfono móvil. En la casa siempre hacía calor.
Él apenas levantaba la mirada de la pantalla y cuando lo hacía, era para mirar un segundo un poco más allá, hacia el suelo, pero no hacia ella y sonreía, pero no hacia ella o quizá sí, ella no podría decirlo con seguridad. Lo que sí era cierto es que la piel del cuello de él se abría bajo las yemas de los dedos de ella, en cierto modo, la recibía y la calentaba. Era bastante pertubardor para dos personas que se conocían de tan poco y por eso, aunque tenía mala pinta y todo lo demás, la chica confiaba en él. O si no, podía confiar en que verían juntos una película y en que follarían de nuevo. Con honestidad, le daba un par de semanas más a la relación, al menos, y quizá con un poco de suerte llegarían a San Valentín y podrían irse a aquel hotel cerca del mar que él había prometido, lejos de aquella ciudad opresiva.
Se sentaron a comer la col, eran las cinco de la tarde. Habían decidido saltarse la comida y pasar directamente a la cena. Él había dicho que al final haría tolttott kaposzta otro día, que esa noche la comerían a la española, dijo esto con un leve deje de desprecio en la voz. Aunque había tardado poco en acostumbrarse al horario del país, por un segundo la chica se sintió enjaulada, pensando que harían con el resto del día si terminaban de cenar en media hora.
El chicó bañó su salteado en paprika y lo consumió sin levantar la cabeza. La chica lo fue desmenuzando con el cuchillo y el tenedor y se quedó sola en la mesa, mientras él recogía su plato, para después volver al sofá y a la pantalla del móvil. No sin antes darle a ella un beso en el pelo.
Hueles a col, le dijo, sin acritud.
Ella sonrió por fuera y siguió desmenuzando la col. Oyó entonces unas risas que venían a través de la ventana, de la calle de abajo. Le parecía escalofriante que la gente riera en aquel país tan triste pero entendió que, al menos, la nieve habría parado. Se levantó y miró afuera a través del cristal para comprobar que se equivocaba.
La calle Bezeredi lucía inmaculada mientras grandes copos caían sobre ella, los inclinados tejados del edificio del gobierno cubiertos por completo. Cuatro o cinco pisadas diferentes se sucedían sobre los adoquines. Había también la marca de un coche que había arrancado, un ataúd de cemento en medio del blanco. Dos señoras en falda y tacones planos, de esas que parecían sacadas de un documental sobre las antiguas repúblicas soviéticas, se alejaban la una de la otra en direcciones opuestas, caminando bajo la nevada como si no fuera con ellas. ¿Se habrían reído de verdad?
La nieve es hermosa, pensó la chica por primera vez. Sentía ganas de salir a la calle y quedarse quieta hasta que la sepultara. Por otro lado, se le antojó que si no dejaba de nevar él se quedaría demasiado tiempo. Aunque no quería soltar, (quería tenerle en la cama, en la mesa, en el sofá), el aire viciado del apartamento le pesaba como una columna de piedra sobre la cabeza. La chica corrió las cortinas, y decidió mentir.
Ha terminado de nevar. Tendrás que irte.
El chico levanta por vez primera la vista del partido y aunque la frase es muy clara, él pone la misma expresión que pondría si de repente ella le hablara en su idioma. Está aturdido, descolocado, es una situación inaudita.
¿Seguro? dice el chico, intentando ganar tiempo para asestar el argumento definitivo. ¿Estarás bien sola?
La chica no responde pero abre las ventanas para que el viento frío se lleve el odioso olor a col. Después abre la puerta de la entrada y se mete en el baño, la única habitación sin ventanas de la casa. El llavero, colgado de la cerradura, baila.
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Gema García Hormigos