Quo Vadis? – Un poema
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Quo Vadis?
Podéis mirar, si queréis,
hacer corro en torno a mí, murmurar despacio
como un sollozo perpetuo de ruina triste,
de peregrinos en manada, de pálidos gatos de suburbio
que me moran el umbral de esta casa en volandas
a hombros de unos peces de barbas flacas y sentidos hermosos.
Vigías con trono de terciopelo por el día, por la noche bestiario de Picasso
me confiscan los vendavales, los terneros escuálidos,
mi colección de gafas de lente gruesa para ver los límites
del mundo, y dar una patada a la infinitud en brumas
del amor vaporoso,
más insoportable que la muerte, más preciso que un minuto;
el hacha afilada para cortar madera, un teléfono en una botella
a la deriva
para llamar a mi madre cada tarde y decirle
que esperar es dulce,
un amor de lanza clavada en el cuello royendo las ratas su figura de raíces,
triturada de huesos, lamida su alma con el miedo a los astros de un chacal,
para siempre, para siempre, en una acequia;
las teclas sonando en cien mariposas añiles, un escudo de latón,
la música de las esferas. ¿Y dónde quedas tú, Dios?
Vienen extraños perfumes de oriente cada vez que una voz
clava su latido en la arritmia de la tierra profunda
y se mece una flor, que dura lo que dura su retorno.
Entonces el pavor más bello del desconsuelo
y mis discretos ojos
crujen de esperanza,
se despiertan para velar el olor de las ciudades:
Manila, Liliput, San Petersburgo, Estambul, Riad, Macondo;
dan saltos mortales salpicados de ámbar, se independizan del tedio
cuando abrazan de nuevo la poesía, se abandonan
mecidos, bañados del calor de las especias,
ardorosas adormideras de oriente.
Pero vigilan, cada orden es acción y encalan, sin pudor,
con el fracaso que es ser presa de la tribu,
el libro que me escribe cada noche un barco de papel
más rojo que el horizonte al quemar mis arterias.
Guardianes del misterio ciegan los sueños de mi sueño,
una sonrisa neurótica
separa las nubes de la tierra.
Mirad solo si queréis penetrar detrás de la forma,
la silueta de diosa de bronce de quien perdió su divinidad al caer a la tumba
aquellos ojos azules,
y enterradas de tierra palpitando las máscaras de Lilit, Artemisa, Bastet,
mugrientas de hechizos, cansadas de una historia interminable.
Entre las brumas matutinas de estas gentes y la neblina de mi forma de
recién aparecida, quizá alguna vez tú me hayas visto pasar.
Podéis sentir, si miráis. El aire de cometa y de cieno trae
las últimas sílabas de aquel mar loco,
loco, loco, buscando su oscuridad en flautas embebidas, a tientas,
pues las canciones viejas y el amor es lo último que olvida
un enfermo demente.
No tengáis prisa por decirme si aquí estoy.
Antes de que yo lo pueda contar, algo antes de que las tortugas carguen
las siluetas del rostro ciego,
el brazo temblando, los estallidos del segundo
que no vuelva a vernos jamás;
muchas lluvias después de los primeros brotes
de lluvia inacabada, me daréis un nombre y un color
para esta boca seca, vasijas desbordadas de embriones y garabatos,
tic, tac disparando manecillas a los agujeros negros del tiempo,
extravíos para una sinfonía
inacabada.
Si queréis calmar mi sed, seguid así como estáis: todos muertos.
-¿A dónde vas? Este es un desierto solado de baldosas, de caravanas de elefantes,
mercadeo a destajo de océanos desembarcando
género plastificado con los negros restos de la lluvia.
Aquí las flores son de cristal y acumulan polvo,
hablan de tratantes drogados de ansiedad en las esquinas mudas de objetos,
muchos miran hacia abajo, reflejando en espejos sus costillas,
ensimismados, mirándose, sí, a sí mismos
y cuando el día es menos claro que oscuro, compran el arcoíris.
Se comen las malvas los sucesos de los traficantes de órganos
que arrancan las vísceras y las vidas en prosa
de mujeres tristes, como tú.
-Sí, como yo. Pero hoy me amamanta una roca y cuando el aire me asedia
hay cobertones de areniscas naranjas, y un verano prolongado de relámpagos
achica el otoño de la mar inmensa.
Mi medicina es cansancio dichoso de uso compasivo que pasea dolores
por el vestíbulo de la locura,
fármaco huérfano
para una noche de aire congelado, y, entonces,
los que nos llamaron con nombres de papel
y dejaron la carne para el principio de las bestias
mullen con azote la baldosa de mi funámbulo dormir.
Acrobacias con un cofre amarillo de lazo amarillo para este niño mío,
estrenado custodio de la magia,
que reta a las tardes con un «¿sabes qué?», como si todas las respuestas volaran
en su mundo de astros jardineros, en sus ojos abiertos aún de primavera.
Una invasión de limones bordea la voz de la noche en el lecho,
sonido de barro traído de oriente perfuma con almizcle y canela
la eternidad en un baile de ondas,
el sumidero rebosa colmado de sonrisas
interminables. Y dejo de pensar.
El frío es guarecer la noche bajo un cobertón salpicado
de romero y lavanda.
¿Cómo cerrar la cancela a los hermosos sentidos prestados del pez?
Si las arenas moldearan un fémur, una tibia y una invasión de ilusiones
para la espina dorsal,
si conversar con tu paraíso insomne de cielos frescos
trajera en cascada excepciones de suerte, esa maldita que sólo reparte el tiempo
a algunas gotas mojadas, quizá
mi miopía ya no sería ceguera de amor en bruma,
sino rescate con trompetas para las vísceras secuestradas,
los sentidos recobrados tras fondear el lodo de una vasija.
-Alaridos de voces en sepulcros no cesan de preguntarse
a dónde vas.
Grita conmigo, Greta, los párrafos calcinados de los siglos por venir,
en estas líneas empapadas de ardor, en el inmenso sarcasmo del deshielo.
***
Carmen Cebrián Bueno
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