Cuento largo – I [El destierro] – Un relato de Gema García Hormigos

Cuento largo – I [El destierro] – Un relato de Gema García Hormigos

Cuento largo – I [El destierro] [Relato]

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Cuento largo – I [El destierro]

A los que nos dejan, que acaban viviendo en lugares donde fueron felices.

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“Se consideraban demasiado complejos para creer en el destino, pero les seguía
pareciendo una paradoja que un encuentro tan trascendental hubiera sido fortuito,
tan dependiente de cien sucesos y elecciones nimios”


Ian McEwan, Chesil Beach


El destierro

Esta historia comienza en los albores del siglo, en el pueblo de los ahorcados. Martina y Sebastián nacieron en la misma calle, el mismo año y el mismo mes. Desde ese momento estuvieron destinados a casarse y a echar al mundo una ristra de fuertes hijos varones.

Cuando el tiempo llegó Martina y Sebastián se casaron en la iglesia del pueblo y se fueron a vivir a las propiedades que el Marqués tenía en las afueras, una  nca inmensa y próspera que apenas visitaba. Martina y Sebastián ocuparon la casa de los guardeses, una construcción achaparrada de piedra y tapial y cubierta a sola teja, confortable y seca.

Sebastián salía todas las mañanas a caballo, revisaba las cercas, contaba las terneras, no daba tregua a los conejos el año que se volvían plaga. Martina abría habitación tras habitación de la imponente casa del Marqués, a unos metros de la de los guardeses, y ventilaba. Fregaba cada baldosa del suelo de mármol con un paño de algodón y jabón de Marsella y cambiaba las sábanas de todas las camas cada quince días. Planchaba cortinas, manteles, servilletas, quitaba el polvo de enormes muebles heredados. Así, el Marqués podría llegar en cualquier momento, sin avisar incluso, y encontraría todo perfecto. Sin embargo, éste iba muy poco por lo que Sebastián y Martina vivían solos la mayor parte del año, trabajando felices para un señor invisible pero generoso.

Pronto Martina quedó embarazada. Nueves meses después, Sebastián no pudo ocultar su decepción al ver que era una niña. Antes de que estuviera limpia del todo, se marchó al pueblo a emborracharse y volvió oliendo a vino y a vómito. La niña tomó el nombre de su madre y se asumió que sería la excepción de una larga progenie masculina. El bebé, hermoso y rosado como una manzana, se convertiría con el tiempo en la mujer más guapa que existió nunca en el pueblo.

Pasó otro año y Martina quedó embarazada por segunda vez. De nuevo, al ver los genitales de su nueva hija, Sebastián corrió a la taberna. Una niña sonriente y tranquila, con los ojos azules, que recibió un nombre de emperatriz romana, Honorina, de apodo la buena.

Por tercera vez, Martina quedó encinta. Permaneció en cama la mayor parte del embarazo, esperando así poder engendrar un hijo. El resultado fue una niña excepcionalmente bien formada y lustrosa, que no lloró jamás. Martina decidió que esta niña se llamaría Facia, a partir de entonces conocida como Facia, la fuerte. Facia fue el resultado de un parto largo y doloroso tras el cual le dijeron a Martina que no volviera a intentarlo. Ésta, desesperada por intentar darle un varón a su marido, no le negó ni una vez en la cama, a pesar de que cada vez las incursiones al pueblo y el desagradable olor a vino eran más frecuentes.

Por última vez Martina quedó embarazada. A los siete meses un bulto oscuro y gelatinoso se le escapó de entre las piernas. Sebastián, interpretando la premura por salir como señal de varón recio y dispuesto, aguardó al pie de la cama, hasta que la comadrona terminó de lavar el bulto y descubrió su entrepierna. Era una mujer después de todo, una niña pequeña, que temblaba, con la piel mucho más oscura que la de sus hermanas, y que más bien parecía un lagarto. Sebastián, dolido, estalló con furia:

—Que la echen a los puercos— y salió, camino al pueblo.

Martina, débil y dolorida, se repuso de la pena de no conseguir un hijo y desoyendo a todos los que decían que la niña no sobreviviría, buscó una solución. Cogió una artesa, que se utilizaba para hacer morcillas en matanza, la lavó hasta dejarla como los suelos de las habitaciones del Marqués y la llenó de algodones. Metió a la niña en la artesa y la colocó entre la lumbre y ella misma y así pasaron las dos el invierno. La niña dejó de temblar sólo pasadas varias semanas, pero cogió color de persona y no de lagarto y sobrevivió, si bien es verdad que nunca creció tan grande y reluciente como sus hermanas. Martina, la guapa, Honorina, la buena, Facia, la fuerte y Milagros, porque ya no quedaban dones que repartir, fue simplemente la pequeña.

La historia de la niña que pasó sus dos últimos meses de gestación en una artesa corrió como la pólvora en el pueblo. Todos quisieron ver a la niña lagarto. Se agolparon a las puertas de la  nca pero Sebastián lo impidió a toda costa, avergonzado de que su casa se hubiera convertido de repente en un espectáculo de feria.

Con el asunto de Milagros Sebastián se dio por vencido y pensó que ya eran su cientes bocas que alimentar. La normalidad volvió a la  finca. Martina retomó sus tareas habituales (fregar, limpiar, barrer, restregar) acompañada ahora por cuatro niñas que se revelaron como una ayuda e caz y disciplinada y a las que se inculcó una cultura de limpieza máxima como sinónimo absoluto de belleza y de todo lo bueno que podía existir sobre la faz de la tierra.

Sebastián, dedicado a contar, revisar, matar, montar, decidió que sus hijas no pisarían el pueblo sino que las mantendría en la  nca del Marqués, a salvo de miradas e intenciones ajenas, hasta que pudiera casarlas bien. Por ello, Sebastián no accedió a que fueran a la escuela. A excepción de Honorina, que aprendería a escribir y leer sin ayuda, a ninguna le interesaron nunca las letras.

Martina y Sebastián y sus cuatro hijas, Martina, la guapa, Honorina, la buena, Facia la fuerte, y Milagros, la pequeña, se convirtieron en un mito para el pueblo. Nadie las había visto. Vivían en unas tierras fecundas origen de belleza, bondad y fuerza. Solamente una vez las niñas pisaron el pueblo. Fue el día de la primera comunión de Martina. Des laron hasta la iglesia veladas como cuatro pequeñas novias. Resultaría difícil decir que creaba mayor expectación, la belleza de las hermanas mayores o la pequeña niña lagarto. Cuando Martina se quitó al  n el velo para comulgar, de espaldas a todos, los feligreses contuvieron el aliento. El hecho de que el cura, un año después, accediera a dar la comunión a las tres niñas siguientes en la propia casa de los guardeses, no hizo más que acrecentar el misterio y reforzar el aislamiento empíreo de las hermanas.

Pasó el tiempo y estalló la guerra. Sebastián, que nunca fue afectuoso, andaba medio loco. Había descuidado las tareas y pasaba más tiempo en casa, gritando a Martina y a las niñas si se ponían por medio. Una tarde llegó oliendo a vino. Martina había puesto un caldero al fuego y Facia estaba terminando de fregar el suelo de rodillas. Sebastián, tambaleante, se acercó a la lumbre a calentarse las manos y Facia, la fuerte, le reprendió. Sebastián explotó de rabia, recuperó su equilibrio en un segundo y lo usó para empujar el caldero y precipitar su contenido por el suelo. La sopa humeante se estrelló contra las baldosas recién fregadas. Facia apretó las mandíbulas en un gesto que le era muy característico. El resto de las mujeres de la casa se asomaron a la estancia. Al verlas, Sebastián las enfrentó y arrastrando las sílabas, les soltó a la cara:

—Ojalá hubierais sido varones. A morir a la guerra habríais ido.

Las mujeres recogieron todo en silencio y se fueron a la cama sin cenar nada. Así fue como supieron que había una guerra y que esa era la razón por la que además de descuidar las tareas habituales, Sebastián había vendido algunos caballos y reses, a instancias del Marqués. Las niñas, esa noche, todas juntas en la habitación de Martina, con el estómago vacío, empezaron a elucubrar sobre si el Marqués terminaría por vender la propia  nca y las echaría de la única casa que habían conocido.

A las pocas semanas del incidente con el caldero, el Marqués apareció sin avisar. Martina no sintió temor alguno, porque sabía que, como siempre, todo estaba impoluto. Las sábanas cambiadas hacía tres días, los muebles sin una mota de polvo, el aire bienoliente en las cuarenta habitaciones y la galería exterior anaranjada con sus geranios regados. Lo que tuviera que pasar, pasaría, pero al menos nadie podía decir que ella había faltado un solo día a su deber. Sebastián sí sintió miedo pues el Marqués era un hombre todopoderoso, el dios de su universo. Sin embargo, ni siquiera entró en la casa. Sebastián y él salieron a recorrer la  nca a caballo. Cuando el Marqués se marchó, Sebastián estaba de buen humor. No dijo nada pero Martina madre lo interpretó como una señal de que la guerra acabaría pronto y no había ninguna necesidad de vender la  nca. Contenta, preparó el cocido de todos los días pero le echó una hermosa punta de jamón. En la comida las niñas se dejaron contagiar por la alegría expansiva de la madre y la belleza de la punta de jamón, que repartieron a partes iguales, solo entre las hermanas. Esperaban, expectantes, alguna información de su padre, a la vez que recelaban de su desacostumbrada ligereza de espíritu.

—Martina, vas a casarte— anunció el padre, al  nal de la comida, cuando las mujeres pensaban que ya estaban a salvo.

—¿Con quién, si puede saberse?— preguntó Facia, la fuerte, visto que nadie decía nada.

—Con el hijo del Marqués.

Martina limpió unas migas de pan del mantel, que era lo que hacía cuando no quería responder. No volvió a pensarlo hasta el momento en que el Marqués apareció en la puerta de la casa el domingo siguiente con su hijo.

El hijo del Marqués era un chico de unos veinte años que se llamaba José, pero su padre le llamaba Pepe o Pepiño. No andaba muy largo de luces, tenía la boca torcida y la apariencia de haberse hecho pis en la cama hasta hacía poco. Martina, considerada por todo el pueblo como Martina, la guapa, pensó fugazmente que él podría ser llamado Pepe el bobo, sino algo peor.

Cuando Martina volvió de dar un paseo con él le susurró a su madre: —Ni muerta.

Sebastián transigió porque ni siquiera él quería sacrificar a su primogénita con el fruto malogrado de una cadena de matrimonios consanguíneos. El Marqués, en cambio, se impacientó. Su ánimo se apaciguó con la simple vista de Honorina, hermosa como las hermanas mayores, pero mucho más dócil y tranquila. Al domingo siguiente, por orden de su padre, Honorina salió a pasear con Pepe, el futuro Marqués. Cuando volvió del paseo Honorina dijo a sus padres:

—Es una pobre criatura. Siento mucha ternura por él… —Bien. Entonces te casarás— interrumpió Sebastián.

—Ni muerta. Yo me casaré con alguien que tenga nombre de profeta. Entonces Sebastián decidió venderle a Facia, mujer que nunca había estado enferma ni se había quejado nunca, que trabajaba con la fuerza de una mula y que sería buena paridora. El Marqués, que empezaba a estar harto, la aceptó como nueva candidata a la vista de sus cualidades. Al domingo siguiente el hijo del Marqués, al que se le escapaba un hilillo de baba de la boca, sacó a pasear a Facia por la  finca. Cuando volvió del paseo dijo con voz  firme y audible, para quien quisiera escuchar:

—Ni muerta.

Sebastián, verde de rabia, dijo entonces:

—Ni muerta. Ni muerta. A ver si voy a tener que colgaros a todas, y colgadas obedeceréis.

Desesperado, en ese momento recurrió a su única hija, aquella a la que siempre había tratado mal, cuya sola presencia de lagarto le disgustaba. Rogó al Marqués, que no estaba convencido de quedarse con las migajas, que aceptara como candidata a su hija pequeña. Milagros estaba dispuesta a decir que sí a su padre, solo por contentarle, por ganar un poco de su cariño pero antes de que pudiera decir nada, la cara del Marqués se transformó. Era la hora en que sopla ese viento de la tarde. Tuvo la clara impresión de que esa familia, después de tantos años de con anza, se estaba mofando de él y de su hijo.

—No queremos niñas criadas en artesas. Milagros enrojeció.

—Maldigo a sus hijas. ¡No se casarán nunca! Las maldigo con todo el poder del que dispongo.—Preso de una furia bíblica, apuntó con su dedo más allá de los con nes de sus propiedades.— Tendrán que abandonar la  nca.

Milagros, la niña criada en una artesa, se sintió profundamente humillada tras el rechazo del Marqués y desde entonces, creció en su interior una rabia sorda, que jamás demostró a ninguna de sus hermanas, Martina la bella, Honorina la buena y Facia la fuerte. Quizá fue esta rabia la que se le metió en las entrañas, por no tener sitio por donde salir, e hizo que nunca creciera a una estatura normal sino más bien al contrario, porque empezó a tener aires chepudos y contrahechos y todos asumieron que, después de ese rechazo estrepitoso, no se casaría nunca, por lo que aquella maldición no iba con ella. Las otras tres hermanas, por su parte, siguieron floreciendo y pensaban, con cierta despreocupación, que la amenaza del Marqués había sido nada más que unas palabras calientes, de esas que se olvidan pronto. Pero un día Sebastián dejó sobre la mesa de la cocina un pedazo de papel.

—Maldigo a mis hijas y maldigo mi suerte— dijo, golpeando la mesa con su puño enrojecido.

Martina madre corrió a leer el papel y con él todavía en la mano, se tiró a los pies de su marido. Era el desahucio. El destierro del mundo que habían conquistado. Éste la levantó del suelo y repitió una cantinela que lo acompañaría hasta el  n de sus días.

—Tendrías que haber tenido hijos.

Las niñas oyeron todo esto y un aire de pesadumbre se apoderó de la casa de los guardeses. Honorina, la buena, repetía a sus hermanas una y otra vez que no se preocuparan. Mientras hacían las camas, que no se preocuparan, mientras lavaban en la pila, que no se preocuparan, mientras cosían sentadas en corro, que no se preocuparan. A la vez todas veían como, con la diligencia que había demostrado siempre Martina, la casa y la despensa se iban desmantelando. Primero fueron los cuadros y las cortinas y las paredes de la casa se quedaron desnudas. Después fueron los cacharros de cocina, que habían colgado de unos ganchos de hierro prehistórico sobre los azulejos blancos. Llegó un momento en el que solo se comía pan negro. Finalmente, la ropa de las cuatro hermanas desapareció y desaparecieron también sus ajuares, como si nunca hubieran existido. Sin contar con el extraño hecho de vivir en una casa vacía, no sucedía nada.

Facia, la fuerte, no estaba dispuesta a aguantar ni un día más comiendo mendrugos de pan y sin cambiarse de vestido y se presentó ante su padre.

—¿Dónde vamos?

—Por mí como si es al infierno.

—Pues al infierno. Padre, en algún sitio tendremos que vivir. —¿Y con qué lo pagaremos?

—Coseremos, a ver.

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Gema García Homigos

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