Taedium Vitae – Un relato melancólico de Estrella del Mar Carrillo Blanco

Taedium Vitae – Un relato melancólico de Estrella del Mar Carrillo Blanco

Taedium Vitae

 

Cae de lleno el plomizo aburrimiento sobre las hojas que se reparten para el inminente examen. No se puede  tener más sensación de tedio que la del profesor que ordena a los alumnos en fila de a uno dando indicaciones para evitar cualquier desvío, alteración o fraude en la prueba. Al comenzar el ejercicio los alumnos levantan la mano, reniegan de las dificultades, consultan dudas, se remueven inquietos no sabiendo muy bien qué contestar. Y el profesor se pasea, resuelve esas dudas, regaña a alguno, señala el tiempo máximo del ejercicio. Y se aburre, se aburre soberanamente. Observa el aula, pasa lista, registra las ausencias. Cae en la cuenta de que algún alumno tiene el móvil encendido. Se lo hace apagar.

Mientras ordena la mesa, piensa en Carla, en Alejandro, en Montenegro. ¿Qué habrá sido de todos ellos ?.  ¿Por qué ya, desde hace tiempo, había dejado de tener contacto con  esos compañeros de trabajo con los que compartió tantas experiencias,  tantas vivencias que los convertía en colegas para toda la vida, en amigos, en conocidos del alma?. Y, después, tras multitud de  vicisitudes, se había pasado al más absoluto de los silencios.

En esto un alumno pide una cuartilla, otro eleva una queja sobre el examen, otro hace una consulta. Una vez resueltos todos los requerimientos, el profesor observa el plano de evacuación situado en la puerta de salida. Suspira por que llegue la hora en que se acabe todo. Y al decir todo se refiere a todo: este examen, la mañana, esta semana, el mes, la vida. ¿Por qué Montenegro  ya no publicaba nada en la revista digital que él mismo creó?.  Él, que había sido el más prolífico escritor, y el más ingenioso, y el más literario. De repente, cortó la producción.

E, inexplicablemente, nos dejó a los demás sin respuesta cuando intentábamos averiguar sus razones. Y Alejandro y Carla siguieron sus pasos: escritos esporádicos, dos o tres reseñas, algún poema y, después, nada. ¡Qué aplastante desazón provoca la nada!. La nada de este examen y  la de tantos otros. La nada de las clases, de los aburridos claustros, de las cansinas sesiones de evaluación. Se preguntó si la nada sería lo mismo que el vacío. Si el vacío tenía una dimensión física y la nada era sólo metafísica. Pensó en Unamuno.

En ese instante un alumno dejó caer un pequeño papel de entre los numerosos que llevaba ya escritos. Era una chuleta y el profesor, cansado y aturdido, lo recogió del suelo. Mostró su enfado e inmediatamente solicitó las hojas del examen y la expulsión del chaval. Le enfadaban estos intentos de engaño, estas pequeñas desviaciones en las que percibía en los chicos su falta de honestidad.

Cuando Montenegro escribía sobre Matsuo Bashô lo hacía desde el más íntimo conocimiento de esos jaikús que se engarzaban como uvas corintias, y que hablaban de la delicadeza de un canto de alondra o del aroma de los cerezos en flor. Cuando Carla hablaba del  teatro lo hacía desde el conocimiento de las más íntimas entretelas de la interpretación. Era ella la que conseguía las entradas para que todos asistiéramos a las más variadas funciones, y era ella la que conducía a la chiquillería por entre las bambalinas para que tuvieran plena conciencia de lo que era representar.   Pero, en fin, Carla había dejado de dar señales de su existencia y no había querido entrar en contacto con su pasado, no había que darle más vueltas.

En el abrumador silencio del aula, el profesor contempló absorto las pantorrillas de su alumna preferida y cómo desde el fondo, Diego Pastrana, el alumno más empollón se afanaba por concluir el examen escribiendo hasta por los bordes del papel. Algunos ya entregaban sus ejercicios, se despedían, reían satisfechos. Otros, remolones, se aferraban a la mesa intentando recordar lo que no podían.

Pero de todos, al que más echaba de menos era a Alejandro. Había conocido a través de él el cine de autor y, cuando en este país apenas era nombrado, le mostró las películas de Spike Lee, ese “Haz lo que debas” que provocaba a la ética kantiana. Con un gusto y una preocupación minuciosos le enseñó a filmar un cortometraje, los tipos de  planos, la composición de las secuencias, el montaje, los géneros. ¿Qué habría sido de Alejandro? ¿Por qué  derroteros le habría conducido su gusto cinematográfico,  el cual le llevaba a solicitar meses sin sueldo  con el fin de hacer posibles sus proyectos fílmicos?.

Ensimismado, el hombre miró por la ventana. Vio que unos niños corrían presurosos detrás de un balón y que, a esa hora, el camión del reparto llegaba a la cafetería del recinto para dispensar su mercancía.

Como si despertase de un sueño, una voz presente en toda la historia de mochilas y pupitres le desperezó desde el fondo de la clase:

-¡El timbre, profe!.

 

Estrella del Mar Carrillo Blanco

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