Día de lluvia
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Aquella mañana de abril comenzó a llover temprano, antes de que yo saliera del colegio y mi madre terminara de preparar el pote de los viernes. Era una lluvia muy fina, gotas menudas que empapan. Mi madre dice que es una lluvia engañosa porque cala sin avisar, sin que te des cuenta, y no le gusta, para ella la seriedad es la mayor virtud. En cambio, a papá y a mí nos encanta mojarnos, alguna vez se metió en un charco conmigo, a pesar de no llevar las botas de goma. Eso era antes de cumplir los diez, venía a buscarme al colegio y volvíamos a casa atravesando el parque; era divertido descubrir el olor de la hierba, de la tierra mojada o de alguna planta, papá tiene un olfato estupendo.
Solemos almorzar a las tres, pero ese día papá llegó antes; parecía muy cansado. Apenas comió, dijo que se echaría un rato y se fue al dormitorio sin colocar su sombrero húmedo en la percha. Ayudé a retirar los platos de la mesa, mientras oía a mi madre susurrar: “Cuando yo digo que la lluvia solo trae desgracias, ¿has visto la cara de tu padre?, el médico le dijo que no se resfriara y nunca lleva paraguas”. No era para tanto, papá se cuidaba, había dejado de fumar hacía meses.
La lluvia caía cada vez con más fuerza y golpeaba los cristales. Ese ruido… Subí a la buhardilla corriendo, allí estaría bien; nuestra casa resultaba demasiado grande desde que mis hermanos se fueron a estudiar a la ciudad; me encaramé a la ventana para abrirla y oler las tejas mojadas, también algún tallo verde que había crecido entre ellas. Apoyada en la pared recorrí con la vista el cuarto, tendría que deshacerme de juguetes, no necesitaba tantas muñecas ni peluches. Poco a poco, fui escurriéndome hasta tumbarme en el suelo, quizá me quedé dormida, o no, solamente recuerdo que me vi viajando a las islas a final de curso, ¡mi primer viaje en avión! Mi madre había puesto muchos inconvenientes, todo era peligroso para ella; menos mal que papá la convenció.
–Tu padre sigue durmiendo, –oí decir a mi madre en voz alta.
Oí sus pasos acelerados; oí como marcaba un número de teléfono. Me quedé quieta mirando la ventana abierta, la lluvia había bañado la pared de la habitación. Enseguida me fijé en el osito y en el unicornio, su felpa era muy absorbente y si los restregaba con fuerza no quedaría mancha en la pintura. Después seguí con la limpieza, en una caja de cartón fui metiendo los cacharros de la casa de muñecas, las princesas de los cuentos y hasta el bebé llorón que a mi madre le hacía tanta gracia. El cuarto estaría bien ordenado pronto y mi madre muy contenta.
El sonido de unas chinas en los cristales me hizo parar, ahora el granizo casi tapaba la sirena de la ambulancia, cada vez más cerca. Cuando se calló fui bajando las escaleras. Mi madre iba de un lado a otro hablando con los enfermeros; al verme, me sujetó de la mano. Fue entonces cuando vi el sombrero de papá encima del sillón, todavía estaba mojado; soltándome de su mano corrí hacia él, lo envolví con mi chaqueta de lana suave y lo apreté fuerte contra mí, pronto se secaría.
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Carmen Roiz