Lotta y el duende
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Lotta y el duende
Lotta era una niña muy responsable que vivía feliz con su familia. Todas las tardes, una vez que ella y su hermano habían terminado las tareas y estudiado lo que se había dado esa mañana en el colegio, iban a jugar al parque que estaba cerca de su casa. Allí se reunían todos los niños y lo pasaban muy bien.
Una tarde fresca de otoño, estaban todos jugando al escondite y Lotta se escondió entre unos setos; mientras permanecía agazapada, sintió frío en sus extremidades. Pensó que estaba incómoda en esa posición y fue entonces cuando oyó que la llamaba una voz desconocida. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Ana, la niña que se la quedaba estaba en otra parte buscando. La voz insistía: “Lotta, aquí”, y parecía provenir de sus pies. Le pareció un poco absurdo, aunque cambió de postura y descubrió sobre ellos a un pequeño duendecillo con aspecto travieso de color blanco.
—Hola, Lotta, por fin me ves —dijo el duendecillo.
—Hola —contestó ella titubeando y muy sorprendida—. ¿Cómo sabes mi nombre?
—Sé muchas cosas de ti. Llevo observándote desde siempre y he decidido que ya es hora de irme a vivir contigo.
—Pero eso no puede ser, además, ¿cómo es que has decidido que “ya es hora de vivir conmigo”? ¿Quién eres? Además, tendría que darte permiso, decírselo a mis padres… Uno no se encuentra duendes así por las buenas y vive con ellos.
—Es que no he dicho que sea un duende, ni que vivas conmigo, sino que yo voy ya a vivir contigo. Voy a instalarme, en principio, en tus manos y seguramente también en tus pies, como estoy ahora. Más adelante ampliaré horizontes. Eso sí, ten claro que estaré siempre.
Lotta salió corriendo asustada, pensaba que era producto de su imaginación. Como leía mucho… De todos modos, la postura y el frío le hacían sentir ateridos los pies. Con un grito dijo “adiós” a los otros niños y siguió corriendo hasta llegar a su casa. El calorcito que sintió al entrar la calmó, y ver a su madre en la cocina preparando la cena le dio seguridad. Esta se asombró de ver a su hija llegar antes de la hora acostumbrada, sin su hermano y con cara de susto.
—Pero, ¿qué ha pasado?
—Algo muy extraño, mamá. Me he asustado yo sola. Pero no es nada.
Entonces ambas oyeron unas risitas flojas. Del borde de la manga derecha del jersey asomó el duendecillo. Ahora no era blanco sino rojo.
El susto de ambas fue mayúsculo. Su madre trató de cogerlo, pero era imposible, era como humo entre sus manos, y, de momento, desapareció. Entonces la niña contó lo que le había ocurrido en el parque.
Esa noche estuvo inquieta: soñó con duendes, dragones, monstruos. Todos iban a devorarla. Sus padres tampoco durmieron bien; temían por su hija y decidieron empezar a buscar ayuda.
Conforme se acercaba el invierno, con el frío y la humedad, el duende iba tomando fuerza. Este se hizo más grande y más violento cuando el frío se intensificó. En primer lugar, comenzaba siendo blanco y entumeciendo las manos de la niña, después crecía y cambiaba de color; entonces pasaba a ser azul, azul cianótico,
prácticamente morado, y sus ataques eran los peores porque llegaba incluso a provocar heridas en las puntas de los dedos de Lotta. Cuando se tornaba rojo era cuando iba perdiendo fuerza, dejando sensación de hormigueo en las manos de la niña.
Tanto ella como sus padres y su hermano se dieron cuenta de que el calor debilitaba al monstruo, de modo que prepararon la ofensiva ayudándola a mantener un ambiente caldeado para conseguir que sus pies, pero, sobre todo, sus manos, permanecieran calientes. Estaba claro que para ello había que usar guantes.
Pasó el invierno y en primavera, con los altibajos de temperatura propios de la época, debía seguir usando guantes. A ella le daba vergüenza, se sentía rara, pues los demás la miraban como si fuera un bicho raro: aunque se veían los efectos de los ataques del duende, no todo el mundo lo comprendía y daban sus propias versiones de lo que le ocurría a Lotta. De hecho, algunos niños con los que había jugado siempre se apartaron de ella. Su hermano la animaba diciéndole que ella era como una “X-men” porque el calor la fortalecía. Ciertamente su capacidad para soportar el calor era superior al resto. Eso era innegable. Y se comprobó cuando, al fin, llegó el verano.
Fue un verano estupendo. No hubo ataques, era como si todo hubiera acabado, y Lotta se sentía feliz y contenta. Podía jugar alegremente, con sus manos libres y sin heridas. Y jugó mucho. Ahora tenía menos amigos, pero eran de verdad, de los que están en las buenas y las malas, los que siempre están ahí.
Ese verano aprovechó para disfrutar, descansar y renovar energías, para descubrir que nada en esta vida es eterno, que siempre hay fases.
Cuando el verano acabó, al principio sintió miedo de volver a empezar, pero enseguida, con la ayuda de sus padres, asumió que todo había cambiado y que debía encontrar su propia fuerza; decidió que nada iba a poder con ella, que por mucho que el maldito duende atacara, ella no iba a quedarse atrás. Y así lo hizo: no le dirigió la palabra a pesar de las provocaciones de él.
Pasaron unos años y, al fin, después de varios intentos fallidos, consiguieron encontrar a quien les reveló los misterios que se conocían sobre ese raro duende. Ahora Lotta ya sabía a qué se enfrentaba. Ahora sabía que era un monstruo de cinco cabezas. Ahora conocía su nombre, el de sus cinco manifestaciones (Calcinosis, síndrome de Raynoud, disfunción Esofágica, eSclerodactilia y Telangiectasias). Ahora tenía más armas para luchar, y, sobre todo, tenía claro que combatiría toda su vida sin desanimarse. Y que él no la destruiría.
Lo tenía bastante controlado y solo entonces le contestó a su insinuación. Sería la última conversación con él:
—¿Crees que te has librado de mí? —preguntó burlón y provocador— Recuerda que te dije que estaré siempre.
—No me vas a vencer. Nunca vas a poder conmigo. Sé quién eres. Sé que te llamas CREST. Y aunque te tenga siempre aquí, nunca voy a permitirte que me hagas más daño.
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Carlota Meca Manzano
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