Einstein y Bergson: en torno al tiempo
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Einstein y Bergson: en torno al tiempo
El 6 de abril de 1922 el físico Albert Einstein (1879-1955), un año después de que le concedieran el Premio Nobel de Física “por sus servicios la física teórica, y específicamente por su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico”, fue invitado a una de las instituciones divulgadoras de conocimiento más relevantes de París, el Collège de France, con el fin de exponer su teoría de la relatividad, que a la postre ha sido más decisiva para las ciencias. Entre los asistentes se encontraba Henri Bergson (1859-1941), entonces una figura del pensamiento quizá más reconocida que el científico y que había dedicado buena parte de su vida a reflexionar sobre el tiempo, impartiendo cursos sobre ello en ese lugar, y que en 1927 recibirá el Premio Nobel de Literatura.
Bergson elogió durante una larga intervención la teoría de la relatividad de Einstein, pero concluyó que esta no clausuraba el debate en torno al tiempo. Einstein fue más breve: “El tiempo de los filósofos no existe”. La historiadora de la ciencia Jimena Canales considera que este debate simboliza en cierto modo las desavenencias entre “las dos culturas”, si bien la acuñación de este término es posterior (1959) y se atribuye al novelista e investigador C. P. Snow. Es paradójico porque desde un punto de vista histórico es la filosofía la que da lugar progresivamente a las diferentes modalidades científicas: primero porque la condición de posibilidad de la ciencia, que sea universal, es un afán de la filosofía de Sócrates y Platón, sin ir más lejos; en segundo lugar, porque no hay ciencia ni regeneración de la misma sin reconocimiento de la ignorancia, sin pregunta, sin crítica, sin creación de conceptos que nos permitan designar, operaciones todas ellas comunes al ejercicio de la filosofía y de la ciencia.
¿Qué pudo ocurrir entre Bergson y Einstein? A pesar de que ambos eran judíos, puede que no hubiera simpatía, sobre todo del segundo hacia el primero. Pero más allá de cuestiones personales, más presentes de lo que acostumbramos a creer, este debate en torno al tiempo refleja a mi parecer una diferencia tal vez irreconciliable entre ciencias y filosofía: mientras las primeras describen lo que sucede de facto en el mundo, la segunda no elude la cuestión del sujeto y cómo lo experimenta. Quizá por ello podemos identificarnos antes con las reflexiones sobre el tiempo de Bergson que con las de Einstein, aunque sin duda las del físico gozan de mayor poder de predicción y reconocimiento internacional.
Se diría que ambas aspiran a la intersubjetividad, pero mientras que las ciencias lo consiguen en el terreno empírico, la filosofía, al igual que la artes, no deja de ser una expresión de una subjetividad que en ocasiones logra elevarse por encima del individuo y en otras no. A continuación vamos a exponer brevemente la concepción del tiempo de Bergson y la de Einstein: a mi juicio no se refutan, sino que antes bien son perspectivas complementarias.
¿No puede coexistir una perspectiva objetiva y otra subjetiva pero no relativista? Me explico: las ciencias naturales aspiran a explicar cómo son los fenómenos, ¿independientemente del sujeto? Entonces, ¿quiénes comprueban, verifican, refutan, replican o predicen? por mencionar algunos de los criterios de demarcación de las ciencias. ¿No son sujetos? Por eso quizá la objetividad, en sentido estricto, sea un mito. En rigor lo que existe y lo que debe existir para traspasar y llegar a hacer ciencia es la intersubjetividad.
Ahora bien, las ciencias naturales pueden explicar fenómenos de una manera que no coincide con nuestra experiencia. Cuando nosotros nos enamoramos, no acostumbramos a comunicar lo que nos pasa en términos neurológicos o físico-químicos. Con algo de inspiración más bien se parece a una canción, a un poema, a una novela. La filosofía quizá actúa de forma más parecida a las artes, formulando lo que sentimos y/o pensamos; o bien como mediadora entre las artes y las ciencias, entre la subjetividad y la intersubjetividad.
Henri Bergson y el tiempo creador: un pasado que coexiste con el presente.
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Uno de los grandes pensadores acerca del tiempo durante el siglo XX es, sin duda, Henri Bergson (1859-1941), cuya obra mereció el Premio Nobel de Literatura en 1927. Para Bergson, cuya filosofía también es vitalista, el tiempo al que se refiere la ciencia se representa como una sucesión de instantes fijados en una línea continua. Sin embargo, para nuestra conciencia el tiempo es una duración continua, una corriente que fluye. ¿Por qué esta diferencia, tal vez irreconciliable, entre el tiempo tal como es concebido por la ciencia y el tiempo de la conciencia?
Según Bergson, para captar y representar una idea del tiempo, la inteligencia emplea un método similar al cinematógrafo: descompone en fotogramas inmovilizados esa duración continua, esa corriente que fluye, de tal manera que si deslizamos esos fotogramas de forma apresurada nos ofrece la impresión de movimiento. Mas para Bergson no es la inteligencia, sino la intuición de la conciencia lo que capta la película en esa duración continua.
Nos preguntaremos quizá en qué consiste la duración, que es uno de los términos acuñados por la filosofía de Bergson: “Nuestra duración no consiste en un instante que reemplaza a otro instante; sólo habría entonces presente, y no prolongación del pasado en lo actual, una evolución, una duración concreta. La duración es el continuo progreso del pasado que va comiéndose al futuro y va hinchándose al progresar”[1]. Si para san Agustín de Hipona siempre estamos en el presente, ya sea el presente del pasado o el presente del futuro, para Bergson siempre estamos en el pasado, mas, eso sí, un pasado que “es”, que se actualiza continuamente y, por consiguiente, no cesa de ser.
“Tenemos aquí como un planteamiento fundamental del tiempo y también la paradoja más profunda de la memoria: el pasado es “contemporáneo” del presente que ha sido. (…) Nunca el pasado se constituiría si no coexistiese con el presente cuyo pasado es. El pasado y el presente no designan dos momentos sucesivos, sino dos elementos que coexisten: uno, que es el presente que no cesa de pasar; el otro, que es el pasado y que no cesa de ser, pero mediante el cual todos los presentes pasan”[2].
Existe, pues, una diferencia de naturaleza entre el pasado y el futuro. Diferencia, insisto, que reluce claramente contraponiéndose con la visión de san Agustín, pues mientras que en este todos los tiempos tienen lugar desde el presente, en Bergson todos los tiempos tienen lugar desde el pasado. Por eso la duración es entendida como “conservación y acumulación del pasado en el presente”; o bien: “ya sea que el presente encierra distintamente la imagen siempre creciente del pasado, ya sea, más bien, que testifica, mediante su continuo cambio de cualidad, la carga que uno lleva a sus espaldas, tanto más pesada cuanto más viejo uno se va haciendo”.
Tal es la razón por la cual “la duración es esencialmente memoria, conciencia, libertad”[3]. Voluntaria o involuntariamente, Bergson corrige hasta cierto punto una de las paradojas en las que desemboca la concepción del tiempo de san Agustín: si siempre estamos en el presente, ¿cómo podríamos tener experiencia del pasado o imágenes del futuro salvo por la gracia de la memoria y de la imaginación?
El tema del tiempo es inconcebible sin la memoria. La memoria no sólo es fuente de cualquier aprendizaje y asiento de la identidad; es, además, luz de la percepción que entrelaza el presente con el pasado y el futuro: “nuestra memoria solidifica en cualidades sensibles el curso continuo de las cosas. Prolonga el pasado en el presente, porque nuestra acción dispondrá del futuro en la proporción exacta en que nuestra percepción, acrecida por la memoria, haya contratado el pasado”[4].
En palabras de Deleuze, la revolución de Bergson consiste en mostrar lo siguiente: “no vamos del presente al pasado, de la percepción al recuerdo, sino del pasado al presente, del recuerdo a la percepción”[5]. En efecto, como sucede en Marcel Proust, la memoria ilumina a la percepción: percibir es estar recordando o, si se quiere, la percepción es inseparable del recuerdo, de tal manera que lo que en la percepción experimentemos, cómo seamos afectados por ella, depende en no escasa medida del recuerdo que acompaña a esa percepción.
Según Ilya Prigogine, que ha reconstruido en distintas ocasiones la discusión entre Bergson y Einstein, el núcleo de esta residía en “el modo en que los procesos dinámicos inestables modifican la estructura del espacio-tiempo. (…) El resultado de este debate fue desastroso para Bergson”, pues “se admite generalmente que este último se había equivocado en cuanto a la interpretación de la relatividad restringida de Einstein. Y sin embargo, a juicio de Prigogine, la existencia de procesos dinámicos inestables rehabilita hasta cierto punto la idea de un tiempo universal defendida por Bergson”[6].
Albert Einstein: el tiempo también es relativo.
Desde que el prestigioso filósofo e historiador de la ciencia T. S. Kuhn publicara La estructura de las revoluciones científicas (1962), con una frecuencia cada vez mayor, hasta el punto de resultar insultante, no hay mes ni a veces hasta semana que no acontezca una revolución en alguna de las diversas modalidades científicas. Sin embargo, podemos decir con cierta seguridad, la que proporciona la perspectiva de algo más de un siglo, que 1905 sí fue realmente –y no sólo periodísticamente– un año revolucionario para la ciencia y, en particular, para la física.
En ese año Albert Einstein (1879-1955) publicó cuatro ensayos cruciales. Quizá el tercero de ellos, denominado teoría de la relatividad especial, haya sido el más revolucionario de estos cuatro ensayos a causa de cómo ha afectado en la comprensión científica del universo, e incluso a veces en nuestra experiencia del mundo y de la vida, lo cual no suele ser común desde el mundo de la ciencia. Digamos que ha alterado la constelación de creencias, prejuicios e ideas bajo la que estábamos desde Newton y, más allá, desde Aristóteles.
Es raro, pues, que no hayamos tenido una experiencia “relativa” del espacio-tiempo mientras viajábamos en un tren de alta velocidad o bien en un avión. Einstein sostenía que si aceptamos que la velocidad de la luz es en todo tiempo la misma y las leyes de la naturaleza son constantes, entonces tanto el tiempo como el movimiento son relativos al observador. “Pasado, presente y futuro son sólo ilusiones, aunque sean ilusiones pertinaces” (A. Einstein):
“La sorprendente conclusión que comunicaba así a un amigo se colegía directamente de su teoría especial de la relatividad, que despoja cualquier momento presente de cualquier significado absoluto o universal. En el marco de esa teoría, la simultaneidad es relativa. Dos sucesos que tengan lugar en el mismo momento si se observan desde un sistema de referencia, pueden ocurrir en momentos distintos si se contemplan desde otro”[7].
Uno de los ejemplos que con mayor claridad puede ilustrar esta teoría es el conocido ejemplo de “la paradoja de los gemelos de Langevin”, en principio una hipótesis, pero más tarde “confirmada por los cálculos y la experimentación (a nivel de partículas)”:
“Supongamos que uno de ellos –de los gemelos, se entiende– se va a vivir a la cima de una montaña, mientras que el otro permanece al nivel del mar. El primer gemelo envejecerá más rápidamente que el segundo. Así, si volvieran a encontrarse, uno sería más viejo que el otro. En este caso, la diferencia de edad sería muy pequeña, pero sería mucho mayor si uno de los gemelos se fuera de viaje en una nave espacial a una velocidad cercana a la de la luz. Cuando volviera, sería mucho más joven que el que se quedó en la Tierra”[8].
De este ejemplo se concluye, entre tanto, “que el tiempo varía en función de la velocidad, que no hay un tiempo universal y absoluto, como creía Newton, sino tiempos relativos y elásticos, capaces, en función de la velocidad, de dilatarse más o menos…”[9]. Como ha valorado un destacado conocedor de la obra de Einstein y especialista en el tema del tiempo, “La teoría de la relatividad de Einstein introdujo en la física la noción de un tiempo que es intrínsecamente flexible. Aunque no restauró completamente las antiguas ideas místicas del tiempo como algo esencialmente personal y subjetivo, ligó firmemente la experiencia del tiempo al observador individual: sólo mi tiempo y su tiempo, dependiendo de cómo nos estemos moviendo”[10].
Una vez más, creo que la literatura –y en particular Lewis Carroll en A través del espejo– ha reflejado el tiempo de la relatividad de forma más lograda que cualquier experimento científico, si bien, como nos ha enseñado Russell, el tiempo de la relatividad y el tiempo mental son inconmensurables entre sí o, lo que es lo mismo, esas formas de tiempo no se pueden reducir de un orden (físico) a otro (mental):
“Alicia miró a su alrededor con gran sorpresa. ¡Cómo, creo que todo el tiempo hemos estado bajo este árbol! ¡Todo está igual que antes!” “Claro que lo está –dijo la Reina–; ¿dónde querías que estuviera?” “Bueno, en nuestro país –dijo Alicia– una generalmente llega a algún otro sitio si corre tan rápido durante largo tiempo, como hemos hecho nosotros”. “Una clase lenta de país –dijo la Reina–. Aquí, como ves, se requiere todo lo que puedas correr para permanecer en el mismo sitio. Si quieres ir a otro lugar, tienes que correr al menos el doble de deprisa”.
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Sebastián Gámez Millán
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Notas
[1] H. Bergson, La evolución creadora. Madrid: Espasa Calpe, 1973, p. 18. También en H. Bergson, Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze. Trad. Mauro Armiño, Madrid: Alianza, 1977, p. 47.
[2] Gilles Deleuze, El bergsonismo. Trad. Luis Ferrero Carracedo, Madrid: Cátedra, 1987, p. 55.
[3] Ibídem., p. 51.
[4] H. Bergson, Ibídem., pp. 160 y 161.
[5] G. Deleuze, Ibídem., p. 64.
[6] I. Prigogine e Isabelle Stengers, Entre el tiempo y la eternidad. Trad. Javier García Sanz, Madrid: Alianza, 1990, p. 215.
[7] “La flecha del tiempo”, de Paul Davies, en Investigación y ciencia, noviembre de 2002, p. 8.
[8] Stephen W. Hawking, Historia del tiempo. Trad. Miguel Ortuño, Madrid: Alianza, 2007, pp. 61-62. Como muy bien matiza Hawking, se trata de una paradoja “si uno tiene siempre metida en la cabeza la idea de un tiempo absoluto” en lugar de advertir que “cada individuo posee su propia medida personal del tiempo, medida que depende de dónde está y de cómo se mueve”.
[9] A. Comte-Sponville, “El tiempo”, en Invitación a la filosofía. Trad. Vicente Gómez Ibáñez, Barcelona: Paidós, 2007, p. 140. En este capítulo Comte-Sponville ofrece un resumen de su teoría del tiempo, expuesta más detalladamente en L´être-temps. Justo después de estas líneas citadas, introduce, a partir de Bachelard, unas matizaciones a la teoría de la relatividad, que si bien no la alteran en lo esencial, merecen ser consideradas.
[10] Paul Davies, Ibídem., p. 33.