El amor y la destrucción [Tres poemas en prosa]
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El amor y la destrucción [Tres poemas en prosa]
El amor o la destrucción.
Vicente Aleixandre
I
Todo el amor del mundo
Después de dar vueltas y vueltas, salió a un claro del bosque. Él no sabía que aquel era un lugar destinado a los niños que habían muerto enamorados.
Pero ningún ser vivo estaba cerca de allí para llamarle la atención y expulsarlo del recinto amoroso, como hacían en otros lugares.
Por lo tanto, se detuvo a esperar en el claro del bosque, compartiendo el lugar con los niños muertos enamorados, que, no sólo no lo rechazaban, sino que le daban la bienvenida, aunque él fuera un solitario que venía de las calles duras del desamor.
Los niños muertos enamorados le saludaban entre las flores y desde el seto que cercaba el claro del bosque.
Le dijeron que no se preocupara por el espacio, que allí, aunque no lo pareciera a simple vista, cabía todo el amor del mundo.
(Esas parejas de niños enamorados habían muerto de un dolor de amor que se les había clavado en las entrañas, según diagnosticó un joven médico, que luego sería acusado de locura, y perseguido y lapidado una noche de verbena en aquellas duras calles del desamor.
Cuentan que tanta fue la sangre que llegó a derramarse, que en los rincones de algunas calles hay aún, incrustadas en la pared, señales de sangre.)
II
Una cita urgente
Lo siento, no puedo detenerme, ni pararme unos segundos siquiera, lo siento, tengo una cita, tengo prisa.
Me esperan aquí cerca, pasadas dos o tres calles más, es una urgencia.
Tengo prisa, tengo una cita inevitable, no puedo detenerme, ni siquiera pararme unos segundos, lo siento, repetía.
Es una cita con la muerte, dos o tres calles más allá.
Siento la necesidad urgente de acabar de una vez, tengo prisa en morirme, lo siento, repetía otra vez, antes de salir corriendo para llegar cuanto antes a aquella cita que tenía con la muerte, con su propia muerte.
Junto a la acera, clavado a la pared de una esquina, dejó un papel escrito, doblado:
“La institución matrimonial genera la obligación, el compromiso amatorio. Lo mismo puede aplicarse a las parejas de hecho, aunque en éstas, por lo general, hay un principio de vocación amorosa, que, con el paso del tiempo, se va convirtiendo también en obligación, en compromiso amatorio, propio de las parejas que se van estabilizando de una vez por todas. El amor es otra cosa, un misterio más peligroso y hondamente doloroso, de una radicalidad inestable, mientras el individuo avanza y se extravía una y otra vez durante ese peregrinaje al amor mistérico.
Todo cambia el día en que la realidad te deja malherido, roto. Arrojado al suelo, te abre en canal y te desangra. Si lo resistes, perdiendo sangre aquí y allá, dejando un rastro de sangre por todas partes, por cualquier lugar que vayas… Si resistes a ese derramamiento, será entonces cuando vendrá a socorrerte en el último instante una sangre amorosa que se vertirá dentro de ti -un cuerpo desangrado, casi muerto-, como en una transfusión alquímica, que dará otra vida, una vida que será un herida honda, permanente, siempre abierta, en la que, a medida que se desangre, se vertirá el amor auténtico.
El amor, pues, nace de la gran herida, de la rotura más absoluta y brutal de la realidad.
Lo de antes, aquel sentir de antes, no era un sentir de amor. Y lo de después, iluminado el misterio amoroso casi al final del camino…, lo que viene después será una cita obligada, irreemplazable, a la que debes acudir por haber llegado demasiado tarde a ese desvelamiento amoroso en la vida cotidiana, por haber sentido a destiempo ese amor único, auténtico. Eso que viene después, es lo que te reclama balbuceando tu nombre y apellido, advirtiéndote que esta vez no debes llegar tarde a la próxima cita con la muerte.”
III
El final de una biografía
Entonces, el mundo le cayó encima.
Todo se había roto.
Nunca había visto unos ojos, una mirada como aquella, en el instante de la destrucción final. Todo se había roto.
Al contemplar aquellos ojos, al ver su mirada, pedazos grandes y afilados del mundo cayeron sobre él, y ya no se levantó del suelo.
El mundo, al precipitarse del cielo al abismo, lo había derribado y descuartizado.
El filo del cuchillo no le dejó ni un milímetro de piel sin cortar.
Nunca había visto unos ojos, una mirada como aquella, tan sola y desamparada. Como un grito silencioso al final de la destrucción.
Él también cayó y gritó en silencio.
Todo era destrucción y llanto helado en los ojos.
Sus últimas palabras fueron: «Piensa en mí, pero no te duelas por mí. No quiero vivir más. Así, de este modo, no quiero vivir más. Perdóname.»
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Albert Tugues