El curso del tiempo – Sebastián Álvarez Toledo

El curso del tiempo – Sebastián Álvarez Toledo

El curso del tiempo

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El curso del tiempo

Si algo tenemos claro respecto del tiempo, es que no vuelve. Mientras que las dimensiones del espacio se nos muestran transitables en los dos sentidos y podemos deshacer en ellas el camino recorrido, ya sea hacia un lado, hacia arriba o hacia el frente, en el tiempo solo cabe desplazarse hacia el futuro. Podemos configurar en parte lo que está por venir, pero es imposible recuperar o cambiar el pasado. De ahí que una de las imágenes más utilizadas para representar el tiempo sea la del río que fluye continuamente, de modo que, como decía Heráclito, cuando volvemos a su orilla ya no es el mismo; y en un caudaloso río debía de estar pensando Cervantes cuando escribía en el Quijote que “es ligero el tiempo y no hay barranco que le detenga” (cap. XLVI). Pero el río no es más que una metáfora con la que nos representamos algo tan elusivo como el tiempo. ¿Qué esconde esa metáfora? ¿a qué realidad nos remite? Cabe pensar que aunque el tiempo no sea un río, sí es una sustancia inmaterial, algo real, omnipresente, pero indetectable, que se mueve arrastrando en su marcha a todo cuanto existe. Es lo que creía Newton al afirmar en sus Principia que el tiempo verdadero, “por su propia naturaleza y sin relación a nada externo, fluye uniformemente”. Esta idea del tiempo como una sustancia independiente de todas las demás cosas, nació con la física moderna y ha tenido una notable acogida en la cultura occidental, pero no es la única forma de concebir el tiempo.

En el siglo XVII Gottfried Leibniz y George Clarke, amigo y divulgador de las ideas de Newton, discutieron en una serie de cartas sobre la naturaleza del espacio y del tiempo, entre otros asuntos. Mientras que para Clarke, espacio y tiempo eran entidades reales, sustancias autónomas, previas a la existencia de las cosas materiales y que pueden existir en ausencia de estas, vacías, Leibniz defendía que tales entidades no son sino “imaginaciones de filósofos” y que el espacio y el tiempo no son sustancias sino relaciones entre las cosas materiales. Así, el tiempo no era para Leibniz sino el conjunto de relaciones de anterioridad, simultaneidad y posterioridad que se dan entre las cosas materiales y sus cambios, es decir, una relación de orden, y por tanto, carece de sentido la idea de un tiempo vacío, en el que no exista ni pase nada. Esta versión relacional del tempo contaba con una larga tradición. Para Aristóteles, por ejemplo, el tiempo era la medida de los cambios que sufren las cosas, y si nada cambiara el tiempo no pasaría, o mejor, no habría tiempo. Y hace veintiún siglos, el filósofo romano Lucrecio afirmaba:

“El tiempo tampoco existe de por sí; de las cosas mismas nos viene el sentido de lo que se cumplió en el pasado, de lo que ahora es presente, y de lo que ha de seguir; nadie, necesario es reconocerlo, percibe el tiempo en sí mismo, abstraído del movimiento o de la plácida quietud de las cosas”. (Lucrecio De rerum natura, Libro primero).

La discusión entre partidarios de esas dos concepciones del espacio y el tiempo (la sustancial y la relacional) sigue aún abierta, como suele ocurrir en filosofía, sin que la ciencia ofrezca una solución que la clausure. De todos modos, hay un potente argumento a favor de la concepción de ambos como relaciones y no sustancias: es la más hipótesis sencilla. No es que la sencillez de una hipótesis sea una prueba de su verdad, sino que, en igualdad de condiciones, es recomendable suponer que la naturaleza tiende a la sencillez. De ahí que las explicaciones más sencillas resulten más atractivas. Por ejemplo, cuando Copérnico publicó su De revolutionibus, la sencillez de su sistema en comparación con el anterior, el de Ptolomeo, jugó una baza importante en su aceptación. Era más fácil explicar cuanto se sabía de los movimientos de los astros con la hipótesis de una Tierra en movimiento en torno al Sol que con la de una Tierra inmóvil en el centro del universo y las estrellas y planetas girando en torno a ella. En nuestro caso, qué duda cabe de que es mas simple concebir el espacio y el tiempo como relaciones que como sustancias imperceptibles, añadidas gratuitamente al mobiliario del universo. (“Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem”, es decir, “no hay que multiplicar las entidades innecesariamente”, aconsejaba Ockham en el siglo XIV).

No obstante, hay, como sabemos, una notable diferencia entre el espacio y el tiempo. Se pueden recuperar sus relaciones espaciales una y otra vez: podemos ir de viaje a un país lejano y volver al punto de partida; subir a la tercera planta de la torre Eiffel y volver a la calle. Los movimientos son reversibles. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las relaciones temporales, porque, como en el río de Heráclito, los sucesos son irrepetibles y el pasado, irrecuperable. Como se suele decir, a diferencia del espacio, el tiempo es asimétrico. Pero, si el tiempo no es ni un río ni una sustancia en permanente flujo, ¿en qué consiste su asimetría? ¿a qué se debe la incuestionable diferencia entre pasado y futuro? Leibniz, que, como hemos visto, fue un cualificado defensor del tiempo relacional, propuso una solución: la asimetría o irreversibilidad que atribuimos al tiempo responde a la causalidad, esto es, a la multitud de cambios y procesos que vemos a nuestro alrededor y en nosotros mismos, que en su abrumadora mayoría son procesos irreversibles, esto es, cadenas de cambios en las que un sistema pasa por una serie de estados sucesivos sin volver ya a ninguno de ellos. Los procesos irreversibles más obvios son los que continuamente experimentamos en nosotros mismos, en nuestros cuerpos y en nuestras mentes. Nuestra evolución personal es resultado de una serie de continuos cambios, a veces imperceptibles, que trazan un camino sin retorno desde la infancia a la juventud, la madurez y la vejez. Y a nuestro alrededor hay cambios irreversibles de muy distintas clases. Quizá los más familiares sean los procesos termodinámicos. Sabemos por experiencia que el calor pasa espontáneamente del cuerpo más caliente al más frío y nunca a la inversa, que las sustancias mezcladas ya no se separan, que el aire tiende a expandirse pero no a contraerse, o que fenómenos químicos como freír un huevo o la digestión no tienen vuelta atrás. Otros fenómenos físicos irreversibles son la propagación de ondas (nunca observamos que las ondas emitidas se concentren luego coordinadamente) y múltiples procesos biológicos, como la evolución y diversificación de las especies o la gestación, nacimiento y desarrollo de los individuos. Y, por cuanto sabemos, la expansión del universo continúa imparable.

Pero esta respuesta no basta porque suscita, a su vez, una nueva pregunta: ¿por qué esos procesos son irreversibles? La física nos dice que los fenómenos termodinámicos y su típica irreversibilidad se caracterizan por un continuo incremento de entropía. El concepto de entropía, fundamental en la termodinámica, indica el grado de incapacidad de un sistema para cambiar y para producir cambios. Sin embargo, su significado ha ido adquiriendo otras connotaciones a medida que se ha ido conociendo mejor la naturaleza del calor. Hasta avanzado el siglo XIX se pensaba generalmente que el calor es una especie de sustancia fluida, que pasa de unos cuerpos a otros calentándolos. A esa imaginaria sustancia se le llamó “calórico”. Más tarde se fue imponiendo la teoría dinámica o corpuscular del calor, basada en la idea de que, en realidad, el calor no es sino la agitación de las moléculas de un cuerpo y que el mayor o menor calor que apreciamos en un cuerpo se corresponde con la velocidad de los movimientos y la brusquedad de los choques entre sus moléculas. En esta teoría, la entropía llegó a hermanarse con los conceptos de desorden y caos y los de equilibrio y uniformidad. La baja entropía de un cuerpo consiste en la mayor desigualdad entre los movimientos aleatorios e impredecibles de sus moléculas, que, sin embargo, tenderán espontáneamente a mezclarse y expandirse, disminuyendo esa desigualdad y consiguiendo un mayor equilibro, de modo que un estado de máxima entropía equivale a completa homogeneidad y ausencia de actividad: el equilibrio térmico. Esta teoría permitió una aceptable explicación de la irreversibilidad que observamos en los fenómenos termodinámicos. En una habitación en invierno, las moléculas del aire junto al radiador se agitan violentamente y se extienden espontáneamente por toda la habitación mezclándose con otras moléculas de aire y consiguiendo así que la temperatura en la habitación sea cada vez más homogénea. Pero esta tendencia al equilibrio térmico, a la homogeneidad, no tiene una tendencia inversa. Nunca observamos, y nos parece imposible, que una serie de moléculas dispersas por una habitación se separen del resto al tiempo que adquieren movimientos más violentos y se concentren junto a un radiador. Por otra parte, esta concepción de la entropía se mostró aplicable también a fenómenos irreversibles como la difusión de los gases, las mezclas de sustancias, los fenómenos de fricción, las colisiones o las reacciones químicas y nucleares. Incluso está muy extendida actualmente la idea de que el concepto de entropía es la clave de todo tipo de irreversibilidad en la naturaleza, tanto en el nivel físico-químico, como en el biológico o el mental.

Pero los problemas no se hicieron esperar. Los movimientos caóticos e impredecibles de las moléculas de los cuerpos no ofrecían en realidad una explicación plenamente satisfactoria de la irreversibilidad de los procesos termodinámicos. Como sabemos, los cambios en el espacio, los movimientos, son de suyo reversibles, todo desplazamiento es susceptible de su inversión. Entonces ¿cómo es que la irreversibilidad de los procesos se deba solo a los movimientos de unas partículas? Además, el hecho de que las partículas puedan ser innumerables y sus movimientos, impredecibles no aporta una diferencia sustancial. Es cierto que nunca hemos visto que, tras romperse un jarrón en mil pedazos, estos aprovechen la energía producida por su caída y coordinen sus movimientos hasta volver a reunirse recobrando la forma del jarrón. Pero, por raro que parezca, este fenómeno no es imposible, según las leyes fundamentales de la física: los principios de la mecánica newtoniana, la relatividad o la mecánica cuántica, que sintetizan nuestro conocimiento actual acerca del comportamiento de la naturaleza, no prohíben la inversión de procesos como los mencionados, ignoran la diferencia entre pasado y futuro. Sin embargo, nunca ha ocurrido y podemos estar seguros de que nunca ocurrirá un fenómeno como la recomposición espontanea de ese jarrón. ¿Por qué? Según lo que venimos viendo, lo único que cabe decir es que la complejidad que supondría ese tipo de fenómenos los hace, si no imposibles, sí desmesuradamente improbables.

Pero, ¿es esta una buena explicación? Si no se puede excluir la posibilidad, por lejana que sea, de tales inversiones, no parece que contemos con una explicación satisfactoria. La irreversibilidad que observamos a nuestro alrededor en tantos y tan variados fenómenos podría verse interrumpida fortuitamente en cualquier momento. Es más, se trata de una explicación que suscita nuevas preguntas: ¿cómo es que no tenemos noticias de que al menos en algunas ocasiones en toda la historia conocida se hayan producido algunas inversiones de procesos termodinámicos, esto es, se hayan dado casos de mayor entropía en el pasado? Incluso, ¿cómo es que tras miles de millones de años el universo no haya llegado aún a su equilibrio térmico, en el que ya nada ocurre? Problemas de este tipo incrementaban, a finales del siglo XIX, las tribulaciones del físico austriaco Ludwig Boltzmann, que debía soportar la oposición de respetables miembros de la comunidad científica del momento por su decidida defensa de la teoría atomista de la materia, de la teoría dinámica del calor y, por tanto, del carácter indeterminista de la irreversibilidad termodinámica. Para algunos de sus biógrafos, esta situación es la que explica su suicidio en 1906.

El caso es que la irreversibilidad termodinámica carece aún de una explicación teórica en la física. Y aunque se han propuesto diferentes hipótesis explicativas, ninguna de ellas ha obtenido la suficiente corroboración. Por ejemplo, como ya Boltzmann en su momento, muchos admiten que el universo en su totalidad debe de haber alcanzado el equilibrio térmico, y que no hay ninguna base física para el sentido temporal pasado-futuro, pero suponen que algunas regiones del universo pueden apartarse del equilibrio general durante un período relativamente breve de tiempo y evolucionar hasta recuperarlo. Según esta hipótesis, vivimos en una de esas regiones, de forma que los fenómenos termodinámicos irreversibles de nuestra experiencia no son más que fenómenos aislados, locales, debidos a excepcionales fluctuaciones de las condiciones cósmicas generales. De ahí nuestras convicciones acerca de asimetría del tiempo. Otra hipótesis postula una entropía tan baja en los estados iniciales del universo que los casos de reversibilidad de procesos termodinámicos sean prácticamente imposibles y el equilibrio térmico, aunque inevitable, se sitúe en un futuro aún muy lejano. Pero, como decía, hasta ahora son solo conjeturas.

De todos modos, es oportuno tener en cuenta que, si bien es cierto que, a partir de la teoría dinámica del calor, la irreversibilidad termodinámica se fue poblando de problema, no tenemos por qué dar por sentado que todos los procesos naturales irreversibles (ya sean físico-quimicos, biológicos o mentales) son procesos termodinámicos, afectados por esos mismos problemas. La identificación de irreversibilidad e incremento de entropía no pasa de ser una atractiva hipótesis unificadora, sin suficiente confirmación y susceptible de crítica, y podemos pensar, por tanto, que buena parte de los procesos irreversibles que descubrimos en la naturaleza constituyen un suelo suficientemente firme en el que apoyar nuestra convicción de un tiempo unidireccional, asimétrico.

En conclusión, la asimetría o flecha del tiempo, como la llamó Eddington, no es una característica del tiempo mismo, sino de la inmensa mayoría de los cambios y procesos que observamos en las cosas. Parece sensato pensar que si nada cambiara en el mundo, no existiría el tiempo, y que, en consecuencia, si los cambios y procesos naturales no fueran irreversibles, el tiempo no será asimétrico. A partir de ahí, la razón de fondo de la irreversibilidad de los procesos naturales sigue siendo una de tantas cuestiones abiertas en la ciencia: no un problema práctico, porque nadie duda del insobornable orden pasado-futuro, pero sí un intrigante e incómodo enigma teórico.

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Sebastián Álvarez Toledo

Profesor Titular del Departamento de Filosofía, Lógica y Estética de la Universidad de Salamanca – Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología. Universidad de Salamanca.

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