El jugador y la muerte
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-¡Me cago en la puta!
El chino llamado Luis estaba realmente cabreado.
-¡Joder! ¡Once y amigos a cincuenta! ¡Os he dicho once y amigos! ¿Y qué habéis hecho, cabrones?
-¡Cálmate Luis! Ahora lo comprobamos.
La croupier era una chica rubia, de unos treinta años, con una paciencia infinita.
El jefe de mesa acudió en ayuda de la croupier.
-¡Luis, espera un poco! Están repasando la película, no te preocupes.
-¡No te preocupes, no te preocupes! ¿Dónde está mi dinero? ¡Once y amigos!
-Si llevas razón te pagamos ya, Luis ¡Cálmate!
-¿Y cómo sigo jugando? ¡Qué cámaras ni qué hostias! ¡Once y amigos!
Luis tenía razón y cuando se la dieron el juego se reanudó. Todos callábamos. Parecíamos más espectadores del juego de Luis que verdaderos jugadores.
Luis era un espectáculo. Le calculé sesenta años. Era delgado, como la mayoría de los chinos. Vestía unos tejanos gastados y una cazadora que parecía de plástico y estaba claro que no era por la falta de pasta.
-Joder con las tiendas de todo a cien-comentó el compañero de mi derecha cuando vio la cartera de Luis. Muchos de sus compatriotas juegan de forma compulsiva. A mi izquierda, una china vieja, diminuta y antipática, amagaba con darme un codazo en los huevos cada vez que extendía su brazo para regar de fichas el tapete verde, aunque nada que ver con el chino llamado Luis. Éste apostaba más de mil euros en cada jugada. Inundaba el tapete de la ruleta con sus fichas rosas y con las fichas de cincuenta euros, y no lo hacía en silencio: al mismo tiempo, dictaba órdenes a la croupier, que yo no conseguía entender, pero que ella ejecutaba con absoluta precisión; en ocasiones terminaba después de que la bola descansara ya en un número concreto: tantas eran las órdenes que recibía.
Cuando Luis ganaba, lo hacía a lo grande: el número premiado soportaba una alta torre de fichas rosas y, alrededor de él, podían observarse otras tantas fichas a caballo pertenecientes al chino. Era tal su entusiasmo que los empleados, en más de una ocasión, debían corregirle las apuestas, pues éstas superaban los límites máximos permitidos.
Su grito de guerra no variaba: ¡Me cago en la puta! Pero a veces lo decía con una sonrisa.
Cuando perdía, tiraba de cartera; sacaba otro fajo de billetes de cincuenta euros y volvía a comprar innumerables fichas. Las suertes se sucedían a tal velocidad que yo no era capaz de calcular si ganaba o perdía.
La china vieja se retiró y pude despreocuparme de mis huevos; ya nada me impedía concentrarme en el juego de Luis. Éste advirtió mi devoción y cuando el reloj señaló que eran las seis de la mañana y los empleados procedieron a cerrar las mesas, me interpeló:
-Espera amigo: te invito a una copa.
Aguardé a que le cambiaran las fichas en caja. Al parecer, la suerte le había sido propicia. Los bolsillos delanteros de su vaquero rebosaban de billetes de cincuenta. Sin mayor preocupación por su parte, salimos a la noche de Bilbao y me condujo a un antro bastante cutre, donde nos sirvieron unas buenas copas de whisky de malta, ligeramente ahumado.
Me llamo Javier y no puedo dormir por las noches. Me acerco al casino y juego un rato, pero soy muy conservador y no pierdo gran cosa. No soy más que un mirón al que el juego de la ruleta le ayuda a relajarse. Cuando me entra el sueño, me retiro. Llevaba unos días observando el juego del chino, pero nunca me había quedado hasta el cierre.
Esa noche Luis se encontraba eufórico. No sólo me invitó a dos escoceses, sino que, de forma reposada y minuciosa, me contó su historia. Había nacido en la provincia de Shanghái. Llegó a España cuando todavía era un niño. Su padre fue un ferviente comunista hasta que la Revolución Cultural le dobló el espinazo; había cometido dos pecados gravísimos para aquella banda de fanáticos: era profesor de matemáticas y era muy miope, por lo que no podía arreglarse en la vida sin unas gafas de culo de vaso.
-Le rompieron las gafas y debía trabajar en la granja sin ellas, casi como un ciego, hasta que consiguió redimirse. En cuanto pudo, nos escapamos, y acabamos en Bilbao, donde ya residían nuestros parientes. Y sí, tengo una tienda de todo a un euro, como ha dicho el cabrón de tu amigo, y me va muy bien.
-No es mi amigo.
-Vale, tío, no quería ofenderte.
Me contó también que no pudo estudiar en España, pero que le encantaban las matemáticas y, por su cuenta, sin ayuda de nadie, había desarrollado una teoría especial, que revolucionaría nuestro concepto de lo aleatorio, y que pensaba probar en el Casino. La denominaba con el rimbombante título de “Teoría de las probabilidades con memoria de Luis el chino”.
-Todos sostendrán que mi teoría es falsa, pero no tienen ni idea. Pasa lo mismo con la medicina china: vosotros decís que no es científica, pero el caso es que funciona ¿quién tiene razón?
No me atreví a llevarle la contraria. Nunca debe uno discutir con quien te invita a unas copas.
Para convencerme, me introdujo en la paradoja de las puertas cerradas de Monty Hall; me explicó también el experimento de las dos rendijas, que todavía confundía a los teóricos de la física cuántica. En más de una ocasión, mientras narraba su vida, lamentó no haber asistido a la Universidad, pues era consciente de que le faltaban herramientas matemáticas para formalizar la teoría de la probabilidad que había intuido. Por eso había optado por demostrar su teoría de una forma empírica: en la noche siguiente había decidido pegarle un palo a la banca.
Luis me pareció en ese momento un loco no del todo inofensivo. Me despedí de él y me juré a mí mismo no acercarme por el casino en unos días. Con su mala leche podía pasar cualquier cosa.
La curiosidad me venció, y al día siguiente me encontré de nuevo merodeando por las proximidades del Casino. Por la tarde había picoteado en Internet sobre algunas de las cuestiones que Luis había mencionado, y la verdad es que vi cosas raras. Eso me decidió. Quería observar su teoría en acción. Además, creo que ya lo he comentado, por las noches me cuesta conciliar el sueño.
Llegué temprano y cené en la barra un bocadillo con una cerveza, mientras esperaba a que el juego empezara a animarse. Cuando Luis entró en la sala y me vio, guiñó un ojo y sin más dilación comenzó con su asalto a la banca.
Me resultó un espectáculo extraño e hipnótico al mismo tiempo. Su forma de jugar había variado. Ya no conservaba el carácter espontáneo y anárquico de las noches anteriores. Y nadie le oyó pronunciar ni una palabra de más.
Observé que no sólo jugaba a los números, sino que apostaba cantidades enormes a las suertes sencillas, en las que aplicaba una versión algo modificada del método de la martingala. Cuando la ruleta premiaba seis o siete veces a números impares, él apostaba fuerte a los pares y doblaba cuando perdía, hasta llegar a las apuestas máximas. Y hacía lo mismo con las apuestas de rojo y negro y de pasa y falta. Y aquello funcionaba.
Yo estaba maravillado. El silencio se apoderó de toda la mesa.
El juego se convirtió en un duelo callado y a muerte entre Luis y la banca. Y el chino ganaba con autoridad.
De repente, la suerte cambió. Luis empezó a perder todo lo que había ganado, empeñado en apostar por el rojo. Cuando me llamó, llevábamos una serie seguida de quince números negros, y casi no le quedaba dinero para continuar.
-Javier- me dijo- casi no te conozco, pero tienes cara de buena persona. Y yo no puedo moverme de la mesa hasta que se acabe este infierno negro. Toma las llaves de mi coche. Es un Corsa viejo; lo encontrarás un poco más adelante, siguiendo por esta acera. Abre el maletero y tráeme la mochila.
Salí a la calle y enseguida me topé con el coche. Era un Corsa que se caía a pedazos, matrícula SS-1313-AC. En el maletero destacaba una mochila de cuero mal cerrada. No pude contenerme. La abrí y descubrí un enorme montón de billetes de cincuenta. No sé calcular bien, pero estoy seguro de que había más de trecientos mil euros. Me quedé paralizado. Estuve a punto de llamar a un taxi que me llevara a Santander y desde allí buscar un avión a cualquier parte. Pero no lo hice. Quiero pensar que actué así por honradez. Que fue una decisión ética. Que no influyó en absoluto la pistola que encontré al lado de la mochila y tampoco el conocimiento de que mis datos estaban en el ordenador del casino. Uno siempre prefiere pensar que cuando actúa, no lo hace por miedo, sino por otros motivos más nobles. Es algo que nos ayuda a querernos a nosotros mismos.
El caso es que me apresuré en volver al Casino y entregué la bolsa a Luis, quien, sin mirarme, extrajo un fajo de billetes, contó veinte y me los entregó a la par que exclamaba: “empleados”.
Me sonó un tanto despectivo. Quizás debería haberme mostrado ofendido y rechazado aquellos billetes. Pero eran mil euros y siempre ando sin blanca. Y uno siempre acaba siendo empleado o criado de alguien. Así es la vida.
Entretanto, la serie negra persistió hasta devorar el contenido de la mochila.
Luis se quedó inmóvil, con los ojos enrojecidos y los labios apretados, observando el correr de la bola sobre la rueda de la ruleta. El número que salió esta vez, cuando Luis ya no pudo apostar ni siquiera una ficha, fue el dos, “rojo, par y falta”.
De repente una navaja se mostró prolongando el brazo derecho de Luis. Nos apartamos todos con temor. La navaja se volvió contra él y la sangre salpicó de rojo la camisa blanca de la croupier. Sólo yo reaccioné y telefoneé de inmediato al 112.
En Basurto me atendió una enfermera morena, de ojos verdes, que me contestó de forma retadora, cuando pregunté por el estado de Luis:
-¿Quién es usted? No me diga que es un pariente, por favor.
El caso es que no parecía estar bromeando. Le contesté que era sólo un amigo. Me informó de que Luis había ingresado cadáver.
Dos veces pude quedar con la enfermera para tomar unas cervezas. Dejamos de vernos cuando se dio cuenta de que yo era un caso perdido. Pero pasamos dos buenas tardes y, además, me informó de todo lo que llegaron a conocer sobre la vida y milagros de Luis.
No se llamaba Luis, eso ya me lo esperaba. La pistola del maletero, una Astra semiautomática perfectamente engrasada, también me convenció de que no regentaba una tienda de todo a cien. Y no había nacido en Shanghái sino en Hong Kong. No puedo asegurar que no me mintiera en todo lo que me contó.
Pensaréis que soy un romántico incurable si os digo que estoy seguro de que hubo algo en lo que no me mintió. Estoy convencido de que no murió por el disgusto que le ocasionó la pérdida de toda su fortuna. Murió porque los hechos sucedidos en aquella noche memorable refutaron su teoría de la probabilidad. Puede que su teoría no fuera muy seria y se pareciera a locuras como la de la cuadratura del círculo o la creencia en civilizaciones ocultas en el centro de la tierra, pero no me negaréis que hubo cierta grandeza en su destino.
Y he de contaros algo más: quizá no me creáis y afirméis que desvarío, pero os puedo asegurar que las últimas palabras que pronunció, mientras esperábamos a la ambulancia en la que viajó a su encuentro con la muerte, no fueron “¡Mi dinero! o “¡Mi fortuna!”, ni tan siquiera expresiones banales al estilo de “tiendas de todo a cien, cabrones”, sino una afirmación mucho más solemne, que acredita para mí la seriedad de sus acciones. El chino llamado Luis me miró fijamente, mientras yo sostenía su cabeza con mi mano derecha, y me dijo: “La muerte me ha vencido, Javier; pero pronto llegará aquel que doblegará a la fortuna”.
Desde entonces soy incapaz de dormir por las noches. El casino se ha convertido para mí en un antro sagrado, el templo de una oscura religión. Y el alba me sorprende todos los días esperando al jugador que porte el fuego sagrado, al hombre más poderoso que la fortuna, al semejante que por fin consiga, en una jugada maestra, abolir de un plumazo el azar y la muerte.
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Javier Sagastiberri