La vecina del 3 C
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La vecina del 3 C
Las llaves me resbalaron por las manos sudorosas. Fingí no oír su taconeo característico por las escaleras. Un andar decidido, sin pretensiones para ella y presuntuoso para mí, a juzgar por el revoltijo de mi estómago.
El saludo fue breve y correcto, y ella desapareció tras la puerta coronada con la placa metálica «3-C». Tragué saliva y meneé la cabeza. Un día más y un día menos para atreverme. ¿A qué? ¿A decirle que estaba obsesionado con ella? No, no parecía una buena forma de conocerse. Me tomaría por uno de esos locos psicóticos que espían a sus víctimas antes de atreverse a algo más. «A algo más» me repetí antes de entrar al fin en mi piso.
¿Qué era ese algo más para mí? Quizá una charla con un café. O puede que un paseo por el parque. Una visita al supermercado. Un beso fugaz en el ascensor. Mis manos acariciando su piel. Un cuchillo lamiendo su cuello.
La deseaba. De muchas formas diferentes. Pero desde que hacía unos meses ella se mudó al piso de al lado, sentí que removía algo en mí. Aletargado en una vida autómata sin sentimientos, ella había despertado al lobo. Un lobo que llevaba mucho sin salir a jugar ante la falta de una presa decente.
Cerré los ojos recordando su olor, una mezcla de sudor y esa colonia barata de vainilla. Su pelo negro enmarcaba unos ojos desconfiados de todo y de todos. Lo veía, mi vecina se esforzaba en ocultarse. Una diosa envuelta en un velo de misterio que él ansiaba arrebatar.
El lobo había aprendido a reconocer a sus presas. Sólo había que saber mirar. Los ojos revelaban cosas, muchas cosas: deseos, pensamientos, intenciones e inseguridades. Hubo una época en la que al lobo todo eso le divertía. Ya no, le astiaba. Pero ahora se encontraba ante un desafío que lo encendía como una llama abrasadora. La mirada de la chica del 3-C no desvelaba nada. Como una oveja rebelde que escapa del rebaño. Y eso me obsesionaba.
En los últimos meses me concentré en estudiarla. La seguía algunas veces para observarla desde la distancia. Otras pegaba la oreja en la pared intentando deducir qué hacía. La recorría con la mirada hambrienta cuando nos cruzábamos en el rellano. Y cada noche imaginaba cosas. Escenas vívidas donde su carne desnuda se rendía ante mis fauces. Gritos y sangre escarlata.
Ella era callada como él.
Tan callada y silenciosa que a cualquiera le hubiera extrañado que alguien viviera allí. A cualquiera, claro. Pero el lobo seguía sus pasos con deleite, esperando el momento adecuado para atacar. Quería saborearlo. La dieta de muerte autoimpuesta me hacía tener más hambre que nunca.
Decidí que sería esa noche. Me estaba preparando con mimo, pugnando por calmar la ansiedad de mis gestos delatores, y entonces lo oí. Abrí los ojos por la sorpresa. Gritos ahogados desde el piso de al lado.
Ni siquiera sabía que había recibido visita. Puede que el visitante hubiera llegado cuando estaba en la ducha. El lobo debería quedarse en la madriguera esa noche. Pero un nuevo grito de gozo, suave esta vez, me enervó . Apreté los puños ante la perspectiva de que alguien estuviera profanando su cuerpo en mis narices. Un cuerpo que me merecía después de tantos días de ayuno.
El lobo gruñó. Si tenía que matar a alguien más lo haría.
Cogí mi estuche negro de cuero. Ese que guardaba a mis únicos amigos, puntiagudos y bien afilados. Suspiré hondo y salí. Llamé a la puerta con brusquedad, como si tuviera todo el derecho a estar allí.
Ella abrió con una escueta bata que dejaba sus piernas al descubierto. La vi morderse el labio tras brindarme un «buenas noches» y sus ojos descendieron a mi estuche. Con una sonrisa enigmática me invitó a entrar. Obedecí, sintiéndome de pronto un poco menos cazador. Fue entonces cuando reparé en sus pies, húmedos de color rojizo.
Paseé la mirada por el salón de estilo sencillo. Ahogué una exclamación al ver el cuerpo de un hombre desnudo mirándome con los ojos vacíos desde el suelo. La sangre comenzaba a manar bordeando sus hombros, pero ella había tenido la genialidad de poner un plástico bajo el cuerpo. La puerta se cerró.
Sentí la boca seca. No por miedo, más por excitación. Sus manos me acariciaron la espalda y sentí la punta de algo en las costilllas mientras me susurraba al oído:
—No se lo digas a nadie.
Me giré para enfrentarme a sus ojos. Por primera vez me parecieron otros. Juguetones y peligrosos. Le sonreí de medio lado, sabiendo que ya no había secretos entre nosotros. Sabiendo como ella por qué estaba yo allí. Pero no podría matarla ya. Ella era de mi misma especie. Ella también tenía su lobo.
Sería interesante tener una compañera con la que jugar.
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Silvia Peralta Martín
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