Hojas húmedas – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – VIII] – Rafael Guardiola Iranzo
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Hojas húmedas – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – VIII]
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Los pimientos rojos están ya en el horno. Arde mi sexo en una esquina del sofá amarillo del salón, pero Luna no acude a sofocar el incendio. Sus pechos nunca serán unos pimientos, porque las curvas y la simetría han echado raíces en su cuerpo como uno de los más preciados regalos de los dioses. Mi sexo se sonroja cuando pienso –muy a menudo, por cierto- en esos senos pendulares, vivos y sedosos que me rozan los párpados con desdén cuando me pone las esposas y me envuelven, como el manto de la aurora, con una misteriosa fragancia salada y blanca.
Luna permanece inmóvil, contemplando con atención las monedas que exhibe David Bowie en los ojos en la portada del disco Lazarus, emulando a los difuntos del antiguo Egipto. Los ojos brillantes de Luna son capaces de derretir el metal de las monedas y de convencer al propio Thanatos para que cambie de idea. En la estantería de cerezo que hay frente a Luna yace la anónima calavera de un estoico malagueño en completo silencio. Fue su amable cicerone, guiando con destreza sus estudios de anatomía hace unos cuantos años. Volvió el difunto a la vida, a su pesar, para contribuir a curar a los vivos de los males de la triste ignorancia.
La sonrisa de Luna es fascinante, elegante y frondosa a un tiempo. Se mece juguetona como una caricia jónica, rozando con su miel mi amplia frente despejada. Se deposita alrededor de mis turbios y viscosos pensamientos y creo enloquecer ensimismado. La calavera ni sonríe ni resulta elegante, simplemente permanece. Está ahí, delante de mí, desvelando la ausencia de una conciencia con su mandíbula descolgada. Y se empeña en recordarme el sabor agridulce de la muerte, como un amuleto para combatir la eyaculación precoz. ¡Qué bien huelen los pimientos!
Me desprendo de la ropa a toda prisa al ver cómo sea arquea la espalda de Luna, al sentir cómo penetran en mi cuerpo su sonrisa líquida interminable y la melodía generosa de su voz. Todo en ella es, a un tiempo, firme y suave. Pero a mí se me ha enredado inoportunamente la pierna derecha en el camal de un pantalón de cuero negro por culpa de unos calzoncillos de diseño. Tropiezo y golpeo la estantería con vigor al saltar a la pata coja. El cráneo cobra vida y se precipita sobre mi cabeza –que, según Platón, alberga mi alma racional- para acabar rodando hacia el pasillo, en busca de los pimientos asados. Acto seguido, repto hacia Luna como esos soldados de las películas que dicen “afirmativo” y “negativo” por resentimiento hacia los monosílabos, pero avanzo encadenado por los pantalones de cuero a media asta. ¡Malditos calzoncillos de Mickey Mouse que adquirí en el MOMA de Nueva York! El esteticismo está a punto de aniquilar el deseo. Esto me pasa, sin duda, por no seguir los sabios consejos de las madres, siempre preocupadas por que los hijos llevemos ropa interior limpia y conjuntada, por si nos atropellan.
Los calzoncillos de Mickey me están estrangulando los testículos con el borde negro de sus jodidas orejas y me obligan a hacer un alto en el camino. Como se pueden imaginar, todo esto pasa en un abrir y cerrar de ojos, pero me estoy extendiendo porque me he pasado el fin de semana revisando textos de Henri Bergson sobre la durée. Retumban en mi dolorida cabeza las palabras del filósofo francés: “la pura duración sólo sería una sucesión de cambios cualitativos que se funden, que se penetran, sin contornos precisos, sin ninguna tendencia a exteriorizarse unos con respecto a otros, sin ninguna relación con el número.” Eso es, penetrar, penetrar sin que importe el número. ¡Viva lo cualitativo!
Vuelvo a disfrutar del aroma comestible de los pimientos asados y contemplo el sensual movimiento de las largas piernas de Luna, deslizándose por el sofá hasta dejar expuestas ante mis ojos resecos las hojas del libro que lleva tatuado en su sexo. Tiene razón Bergson: “mi presente consiste en un sistema combinado de sensaciones y movimientos”. El problema es que mis movimientos y mi escroto los ha secuestrado Mickey Mouse. Quiero leer el néctar de Luna una y otra vez, escuchar las vibrantes campanadas de sus senos de piel afrutada, retorcer sus alegres pezones con fruición y hundir la lengua en la magnífica puerta de la vida, o tirarla abajo, si es preciso. Sensaciones y movimientos.
Pienso en los dorados colores del otoño madrileño, en el aire refrescante y ondulado del parque del Retiro cerca de la entrada de la Puerta de Alcalá, en el crepitar de las hojas bajo mis pies, en la lectura mágica que me espera. Ebrio de amor, como diría el poeta, sólo puedo sentir ahora, en mi presente senso-motor, los afilados colmillos de Pinki, el fiel perro de Luna, que se clavan una y otra vez sobre mis posaderas.
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Rafael Guardiola Iranzo
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