El silencio de las abejas – Rafael Guardiola Iranzo

El silencio de las abejas – Rafael Guardiola Iranzo

El silencio de las abejas

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El silencio de las abejas

Huele a sal y la arena de la playa es como una piel dorada. A Luna y a mi nos gusta ir a la playa en los primeros días del otoño, en el “veranillo de San Miguel”, porque parece que estamos haciendo algo prohibido. Todavía nos recibe el sol con un corazón rotundo. Y en el espacio en el que se tumban nuestros cuerpos podemos respirar el silencio, escuchar el batir de las olas y sentir que estamos ante algo inmenso.

Aquella mañana de domingo nos habíamos despertado con ganas de hacer nuestra ofrenda al mar, cerca de casa. La sombrilla ya está plantada y el eco esmeralda de las olas comienza a agradar nuestros oídos con su música celestial.

¡Qué bien se está aquí, Luna!

Para que veas. Y eso que siempre pones problemas cuando te digo que vayamos a la playa. Siempre con el cuento ese de que es una costumbre de pobres, que los nobles no querían tomar el sol ni llenarse los pies de tierra, ni….

-¡Vale, vale! No sigas, por favor. Tengo que reconocer que hoy se está estupendamente aquí. Y como dice Wittgenstein, “aquello de lo que no se puede hablar, mejor es guardar silencio”.

Silencio es lo que andaba yo buscando cuando divisé a corta distancia lo que parecía ser una versión castiza de la invasión de los bárbaros. Una masa informe –como masa, ya que sus componentes tenían formas orondas y rotundas- tomó posesión de las tierras del norte, demasiado cerca de nuestra sombrilla, como podrá comprobar el lector a través de mi relato. Alguien llama a María. ¿Quién será? Pronto salgo de dudas al escuchar su poderosa voz de barítono llena de pelos.

Te voy a calentar, niño. ¿Queréis un “sumo”? –dijo María con su acento cordobés. Por un instante, haciendo una asociación de ideas freudiana, me transporté al Japón imperial y pensé que María hablaba de aquellos varones recios y entrados en carnes que congregaban en torno a la sombrilla madre –habían plantado tres enormes setas de colores chillones- en busca de cerveza. María exhibe un tatuaje carcelario en la ingle coronado por hojas de laurel. ¿Tendrá un coño laureado en la desembocadura de ese estampado imposible? Comprenderán que no me atreva a mirar de forma más decidida –qué pensarán de mi, un pobre mortal que no tienes más que ojos para la belleza. La voz de María es desgarrada, chirriante, casi huérfana y metálica hasta la náusea. ¿Por qué no se callará? –pienso sin descanso. ¡Vete a lavar las manos otra vez! –continúa María su arenga polimorfa. Antonia, hija, no te puedes comer el bocadillo de mortadela con aceitunas que te he hecho con tanto cariño con las manos llenas de tierra, chocho. ¡Ay la Carmen, con el toto lleno de arena, como un reloj antiguo de esos! Mientras tanto, cinco niñas chillan al unísono una especie de antología de códigos criptográficos, para deleite de los presentes.

¡Tenéis que beber cerveza, que si no me las voy a llevar de vuelta! –dice una de las matronas forzudas que parece echar raíces bajo la sombrilla fucsia. Un ágape así es lo más parecido al cosmos griego por su armonía y excelencia. Tres hombres barrigudos se lanzan sobre las latas de cerveza pisándose con decisión y dando palmotadas como las focas. Otro, al que llaman Curro, se abraza a una sandía de proporciones astronómicas y la deposita en la arena mojada. Comprueba con la precisión de un relojero cómo la sandía recibe la visita del agua del mar en la orilla una y otra vez, al tiempo que se frota la entrepierna con fruición como si fuera la lámpara de Aladino. Mientras tanto, María vuelve a la carga:

¿Paula, te has comido el bocadillo entero? La referencia al todo me hace pensar que se trata de una pregunta metafísica de envergadura que habría inquietado al mismísimo Heidegger en uno de sus paseos por la Selva Negra vestido de tirolés. Venden unos tomates como cojones “asín” de grandes –prosigue María. Con uno de esos tomates, picaditos, podríamos haber hecho una buena ensalada.

A pocos metros y a pleno sol, juegan a las cartas tres jóvenes inglesas de bustos discretos y al aire. Afortunadamente, no elevan la voz más de lo debido. Su piel ya tiene una coloración sonrosada que pronto emulará a la del cangrejo o a la del unicornio en celo. Un avión se eleva con solemnidad y cierto despecho. Pienso que sería muy agradable que pudieran viajar en el, en este preciso instante, mis vecinos de sombrilla. Están preocupados por una sandía de tamaño descomunal. ”¡Hay que evitar, a toda costa, que se caliente!” Menudo problemón. “¡Nenas! ¿Queréis algunos plátanos que se han dejado los niños? ¿Un trocito de pizza? Pedro, ¿quieres?” Pedro canturrea una melodía irreconocible con una voz cargada de alcohol. Tal vez sea uno de los viejos éxitos del verano de Georgie Dann con el que me curé, en su día, del estreñimiento. “¡Venid a que os echemos crema!”, gritó María con una voz que parecía salir de las entrañas de un barreño de zinc. “¡Que venga la Irene, la matriarca!”. Es un placer ver cómo se jalean los comensales, cómo se reblandecen sus meninges al sol y van perdiendo la conciencia debido a los efectos visibles del alcohol y la autocomplacencia animal.

En medio de este caos digno de Babel, el velludo marido de María pone en marcha el altavoz de Bluetooth escupiendo al mar una generosa ofrenda de reggaetón silbado con un profundo sentimiento racial. ¡Otro avión que despega! Las inglesas vuelven del baño como si pisaran huevos para continuar con su peculiar tratamiento dermatológico.

-¡Nenas, “venirse” a la sombra otro rato, dijo María con voz pastosa.

-Dame un cigarrito, nena, gritó Pedro casi al mismo tiempo.

-Toma, machote. Parezco una “piñata”. No quise ni imaginármelo, por si acaso.

-¡Te lo juro por mi madre, sinvergüenza!, le dije a ese hombre de Torremolinos –afirmó con rotundidad Irene al grupo de mujeres. ¡Paula, dónde está la Claudia! Hay que ver, la Claudia se ha “quemao” la planta de los pies.

Mientras Curro, liberado de la vigilancia de la sandía, inicia una animada tertulia con Pedro y sus cuñados sobre los radares de la DGT y el tráfico rodado en general, las mujeres examinan cuidadosamente y malhumoradas los pies de la niña. De pronto, María se retira del ágora de forma disimulada y se encamina a una especie de camas blancas con dosel del chiringuito “Juanito”, situadas tras la última fila de tumbonas de la playa “El cañizo”. Paula sabe que la cerveza ha comenzado a hacer estragos y que su cuñada está buscando un lugar discreto para orinar sin necesidad de entrar en el chiringuito, porque le dan mucho asco los urinarios públicos y mantiene la tensión dramática de la animada tertulia sobre ampollas y escaras. Aprovechando la protección de los cortinajes, María se agacha, se baja la braga del bikini que se compró en las rebajas y comienza a liberar líquidos molestos al ritmo del reggaetón que se escucha a lo lejos. El tatuaje de María brilla con todo su esplendor laureado. Tal vez fue un reclamo para esa abeja mediterránea que vio alterado su vuelo por el torrente cálido de la forzuda. La picadura no se hizo esperar, y María lanzó un alarido huracanado al sentir un tremendo escozor en sus labios mayores depilados. Descorriendo torpemente las cortinas del dosel, reclamó inmediatamente la presencia de su Pedro –bastante afectado, por cierto, por el alcohol playero.

-¡Ay, Pedro, me ha picado un “bisho” en el coño!

-No te preocupes mujer. Cierra las cortinas y échate en la cama. Ha sido esta puta abeja de los “cohone”. Mírala, qué “casho zorra”. Voy a sacarte el aguijón aunque sea lo último que haga en este mundo. En las películas añadirían: “…por el amor de Dios”.

Un nuevo avión emprendió el vuelo. Las inglesas intentaban descifrar las claves de la trayectoria errática de sus vecinos. Y la gente se arremolinó en pocos segundos en torno a aquella blanca y virginal cama. Pedro succionaba los genitales de su hembra con ardor guerrero para extraer –a pesar de estar un poco borracho- la lanza asesina. El cadáver del himenóptero yacía al lado del laurel de María y saltaba graciosamente con los lametones del improvisado amante-ginecólogo. El movimiento de los cortinajes blancos del lecho me recordaba vivamente el de la tramoya del teatro de la última escena de Una noche en la ópera de los Hermanos Marx y el “Exitus-Reditus” tomista. La congregación de curiosos y pervertidos era un trasunto de la escena del camarote. Ganas me daban de gritar: ¡y dos huevos duros! Lo que no se esperaba Pedro, muy fatigado por el improvisado cunninlingus de primeros auxilios y vitoreado por un público entregado, es que la policía local le multaría por no llevar mascarilla en momentos de pandemia, obviando la rotunda desnudez de su mujer, las dimensiones anticonstitucionales de la sandía de Curro y las sospechosas ampollas de una menor. El resto es silencio.

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Rafael Guardiola Iranzo

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