El paradójico caso de K – Sebastián Gámez Millán [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

El paradójico caso de K – Sebastián Gámez Millán [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

El habitante del Otoño – Número especial

Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»

 

***

 

Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Modificada] [Ilustración para El habitante del Otoño]

***

 

El paradójico caso de K

 

Desde hace algún tiempo me pregunto por qué un escritor, poco antes de morir, habría de querer el fuego para sus escritos. Desde hace algún tiempo me inquieta por qué Franz Kafka pidió, para cuando él se ausentara, que su amigo Max Brod arrojara sus escritos allá donde la ceniza y el silencio suceden al fuego.

Si escribir es, según la audaz metáfora de Paul Celan, arrojar una botella al mar, esperando que alguien, en algún lugar, reciba y acoja en sí esas palabras, ¿cómo se explicaría que una vez arrojadas las botellas pidiera recogerlas, incendiar el mar en el que naufragaban hacia nadie sabe qué destino o lugar?

Ciertamente, no deja de ser paradójico. En términos más afines a Kafka, escribir para ir alzando la bandera en el punto más elevado de una solitaria isla, y al cabo de los días y los años prender la bandera.

Nietzsche advirtió que lo profundo necesita enmascararse, por eso comparó la verdad con un personaje del mito de Deméter, Baubó: “¿No será verdad una mujer cuya razón de ser consiste en no dejar ver sus razones?” ¿Cuál fue entonces la guarida, el refugio, si es que hubo alguno, de Franz Kafka? Quizá nunca lo conozcamos, quizá nunca tengamos la confirmación de quien eligió este extraño acto de despedida, si es que él lo sabía a ciencia cierta.

Alberto Manguel ha arrojado la siguiente hipótesis: “Tal vez, puesto que Kafka se daba cuenta de que si, para un lector, todo texto debe ser inconcluso (o abandonado, como sugirió Paul Valéry), si de hecho un texto puede leerse únicamente porque es inconcluso, dejando un lugar en blanco para el espacio del lector, Kafka quería para sus escritos la inmortalidad que generaciones de lectores han concedido a los volúmenes que ardieron en la biblioteca de Alejandría, a las ochenta y tres obras perdidas de Esquilo, a los libros desaparecidos de Tito Livio, al primer borrador de La revolución francesa, de Carlyle, al segundo volumen de Las almas muertas, de Gogol, que un pope fanático condenó a las llamas. Quizá por esa misma razón Kafka nunca terminó muchos de sus escritos: falta la última página de El castillo porque K., el protagonista, nunca debe alcanzarla, de manera que el lector pueda continuar para siempre a través de los infinitos niveles del texto”.

La hipótesis es osada, pero no es del todo improbable. Kafka no debía de ignorar el caso de Virgilio, en algunos aspectos simétrico al suyo. Sin embargo, se percibe cierta contradicción: mientras en un primer momento se sugiere que ninguna obra se termina, sino que más bien se abandonan, casi al final se sugiere lo contrario, que Kafka no terminó algunos de sus escritos.

En mi opinión, si falta la última página de El castillo, así como tantas y tantas otras últimas páginas, no es porque Kafka no quisiera escribirlas, es porque no se pueden escribir. Esto es, conocemos la última página que se escribió en tal o cual obra, no la última página, que siempre es ilusoria. Recordemos con Paul Valéry que las obras no se acaban, se abandonan, siendo el final que conocemos uno de los infinitos posibles, nunca el único o definitivo.

Pero en esta tarde de octubre, ante no sé qué intuición, me atrevería a responder a la pregunta: Franz Kafka ordenó a Max Brod que acabara con sus obras para negar que él fuera Franz Kafka y que había soñador ser un reconocido y tal vez admirable escritor. Franz Kafka quería olvidar a Franz Kafka porque éste había engendrado un sueño que el otro no podía cumplir. Optando por destruir sus obras, desataría al fin el vínculo y la esperanza que lo unía al otro.

De este modo nada tendría que objetarle, nada que reprocharle al otro, cuando al mismo tiempo esquivaría otra tremenda frustración, peor aún que la relación de culpa que mantuvo con su padre o las heridas de elegir que se abrían cada vez que se planteaba la posibilidad de contraer matrimonio: no haber encarnado ese sueño, no haber sido lo que alguna vez quiso ser.

 

***

Sebastián Gámez Millán

_________________

Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo [Modificada]