La asombrosa máquina expendedora de besos – Miguel Merín [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»
***

Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Ilustración para El habitante del Otoño]
***
La asombrosa máquina expendedora de besos
Había una vez un pueblo perdido y pequeño en que la gente había dejado de pararse a hablar por la calle, de abrazarse, de darse besos y hasta de silbar. Hacía tanto tiempo que la gente estaba triste en aquel pueblo que en el valle lo habían bautizado con el nombre de “Sosotón de la Sierra”.
Las calles estaban vacías, no se oía un ruido, los niños jugaban cada uno en su casa o veían la tele. El único sonido que se oía a cierta hora de la tarde eran los gritos del herrero, Onofre, que discutía con los clientes del bar de la Perica. Hoy con Rodolfa la frutera porque los melocotones estaban pochos, mañana porque estaban verdes, al día siguiente con la propia Perica porque ya no ponía aceitunas con la consumición , al otro con Rufino , el panadero, porque era del Betis o con cualquiera porque había perdido su equipo… y así pasaban los días entre gritos y broncas.
El caso es que el nuevo alcalde estaba preocupado y quería hacer algo por la gente.
Un día que estaba viendo la novela en la tele vio un anuncio. “El Doctor Amor y su increíble máquina expendedora de besos”. Un señor con una espesa barba negra describía un artilugio que daba besos.
– Besos… – pensó el alcalde.
Agarró el móvil sin terminar de escuchar lo que decía el señor del anuncio y marcó los numerotes rosas que aparecían en la pantalla.
– Doctor Amor, ¿dígame?…
– Eh, verá… tengo un problema.
– Sí dígame, ¿tiene sudores, cefaleas, dolor en las axilas o las ingles? – interrumpió la voz.
– No, no…la consulta no es para mi.
– Yaaaaa… – respondió la voz en tono de burla.
– Es que la gente de mi pueblo… ya no se besa…
– ¡Vaya!, pero… ¿todo el pueblo?
– Todo el pueblo.
– Pues tendré que hacer unos ajustes en mi máquina. ¿Cuándo nos vemos?.
– ¿Le parece bien mañana a las 8 en la plaza del pueblo?
– Perfecto.
Y efectivamente, cuando el alcalde llegó a la plaza a las 8 en punto allí encontró al doctor bajándose de un enorme camión rosa y tendiéndole la mano.
– Buenos días, alcalde.
– Buenas, ya veo que ha traído…
– Sí, mi máquina. Me pondré a trabajar enseguida.
El doctor Amor estuvo trabajando toda la mañana. Primero fué sacando de su camión un sin fin de tuercas, tornillos, arandelas, muelles, bombillas , cables, trozos de tubería, palancas engranajes…y después sentado en su taburete rosa atornillaba, clavaba, soldaba, enroscaba…nadie en el pueblo sabía lo que hacía, excepto el alcalde que tenía una vaga idea…todos comenzaron a acercarse y a comentar con desconfianza.
– Pero , ¿qué hace ese en la plaza del pueblo? – decía uno.
– ¿Habéis visto qué bata rosa tan ridícula lleva? – decía otro.
– No sé qué trama el alcalde, ¡ pero nada bueno, seguro! – refunfuñó Onofre.
– ¡Pero qué ruido!, ¡vale ya!…- rechistó Perica.
A la mañana siguiente el pueblo entero se había reunido en la plaza alrededor del artilugio que estaba cubierto con una gigantesca sábana rosa.
– ¡¡Que digan algo!!
– ¡¡Eso, que expliquen qué pasa!! -clamaba el pueblo.
El doctor Amor con su frac rosa y unas gafas en forma de corazón , subido en una caja de fruta le habló así al pueblo de Sosotón:
– Pueblo de Sosotón. A petición de su alcalde he traído al pueblo una máquina que cambiará la vida de todos ustedes para siempre, la ASOMBROSA MÁQUINA EXPENDEDORA DE BESOS.
– ¡¡Buuuuuu!! – gritó Onofre el herrero.
Pero nadie le hacía ya caso, todos miraban petrificados la sábana rosa esperando el momento en que se descubriera el misterioso invento.
– Adelante – dijo el alcalde.
Y el doctor tiró de la sábana.
Ante ellos surgió una torre de engranajes, luces, muelles, cables, todo dispuesto en un orden incomprensible como un puzle gigante de hierro, goma y madera rematado en el frente por una careta de goma que lucía unos carnosos labios rojos.
Primero hubo unos segundos de silencio, después una carcajada general.
– ¡¿Qué es eso?!, ¿se han vuelto locos?. -Se burlaba Bufrasio, el de la tienda.
Pero el doctor dijo sin perder el hilo:
– ¿Quién querrá probar primero?
y de nuevo se hizo el silencio…
– ¡Yo! – gritó el panadero.
Estaba sudando y muy nervioso porque casi no recordaba cuando fue la última vez que alguien le dio un beso. Se acordó de cuando tenía cuatro años y su madre le ponía el gorrito por las mañanas, le enroscaba la bufanda y le daba el besito en los labios.
– Que tengas buen día, hijo…
Rufino se colocó frente a la careta y metió una moneda en la ranura de la máquina, estaba temblando. La máquina hizo un sonido de traqueteo y la careta avanzó hasta casi tocar la cara de Rufino, éste cerró los ojos, sacó los labios y ¡¡mmmmmmmmuach!!, ¡la máquina le dio un delicioso beso mañanero!.
Rufino abrió los ojos y se le dibujó una sonrisa que le rodeaba la cara como un collar de cuentas amarillas.
– ¡¡Otro, otro!! – dijo muy alterado y rojo como un pimiento mientras se palpaba los bolsillos buscando otra moneda.
– ¡¡Eh!!, ¡¡ Ahora me toca a mi !! – saltó Onofre el herrero apartando a la Perica que intentaba colársele. En un segundo se había formado una cola que daba la vuelta a la máquina y después a la plaza entera.
– ¡Si ha besado al Onofre y no se ha roto tiene que ser buena! – decían algunos riendo.
Los que iban saliendo de la máquina volvían, apretando el paso, a ponerse de nuevo en la cola.
Felipa, la florista, que de joven tuvo un novio, se acordaba de los besos a escondidas en la huerta de su tío, Rodolfa la del estanco se acordaba de los besos de su padre cuando la llevaba los domingos al partido, Bufrasio el tendero soñaba con un beso de la mujer que anunciaba calzorras en el póster del escaparate de la farmacia…hasta el pobre Onofre se acordaba de los besos de su abuelo cuando aparecía por sorpresa en el taller. ¡Todos querían un beso de la máquina!.
Y así, la máquina estuvo besando a todos los habitantes del pueblo durante toda la tarde hasta que anocheció.
– Mmmua, Mmmua, Mmmua, Mmmua…
Todos recibieron su beso y algunos hasta repitieron.
Al día siguiente en el bar, el café silencioso del desayuno se había convertido de pronto en una fiesta improvisada.
Onofre entró, loco de contento dando un portazo y se fué derecho a la barra
– ¡Buenos días, Perica!
– Hoola, Onofre – dijo Perica más recatada pero con una sonrisa.
– ¿Qué?, ¿al fin se te ha descruzado la pata , eh, Onofre? -dijeron los de la mesa de al lado.
Todos rieron.
– ¡Venga, que a este café invita la casa! – dijo la Perica tirando la casa por la ventana.
– ¡Hombre Rufino!, ¡qué buena cara traes!, ¿te han sentado bien los besos, ¿eh?. – le dijo Bufrasio al verlo entrar repeinado y sonriente.
– ¡Pues sí!
Y todos se reían y se abrazaban como si llevaran meses sin verse.
Aquél día, el pueblo parecía otro. Los niños habían salido a jugar a la calle y se oían risas saliendo de cada casa. Los días siguientes transcurrieron entre risas y bailes y el alcalde declaró una semana de fiestas, hubo incluso quien propuso que se cambiase el nombre del pueblo por “Jolgorín de la Sierra”.
El alcalde no podía estar más satisfecho con la máquina así que llamó corriendo al doctor por teléfono para contarle lo que estaba ocurriendo.
– Muchísimas gracias doctor, el pueblo es feliz gracias a usted y a su máquina.
– Ah, de nada, hombre. Los médicos estamos para ayudar, ¿no?.
Hasta tal punto habían cambiado los habitantes de Sosotón que sucedió algo que ni el propio alcalde hubiera imaginado: ¡ empezaron a besarse entre sí !.
Al fin, Rufino el panadero, se armó de valor y un día que compraba margaritas a Felipa le dijo sin más:
– Felipa, ¿le importa que le de un beso? -ofreciéndole el ramo que acababa de comprarle.
– ¡No…! -dijo la Felipa sorprendida
El ogro de Onofre se disculpó con la frutera y ésta le dió un beso en la mejilla, en señal de paz.
Pronto ya nadie se acordaba de la máquina, ni hacía cola frente a ella, como mucho se le acercaba algún turista despistado del Camino de Santiago y se hacía una foto con ella…
El alcalde – que también se había enterado de esto – se puso muy triste. Para colmo la máquina se había estropeado, ¡ya no besaba!… Así que volvió a llamar al doctor.
– Doctor, la máquina se ha parado, ya no besa.
– ¿Hace mucho tiempo?
– Pues verá, es que ya no la usa nadie, no es necesaria.
– Ah, entiendo, pero ¿alguien ha besado a la máquina de vez en cuando?.
. ¡¿ cómo ?! …pueees, no.
– Verá yo olvidé comentárselo pero supuse que usted lo tendría en cuenta, porque es lógico. La máquina funciona con amor, debe recibir amor para poder darlo a los demás, ¿me sigue?.
Al día siguiente, el camión rosa estaba aparcado de nuevo en la plaza y el doctor frente a la máquina
sentado en su taburete.
Unos cuantos curiosos se habían vuelto a reunir para ver qué hacía. Estaban teniendo lo que parecía una conversación, ¡el doctor y la máquina!.
Al cabo de unas horas estaba ya reunido el pueblo entero, la gente se empujaba tratando de arrimar la oreja, pero nadie lograba oír lo que decían el doctor y la máquina…. finalmente el doctor agarró la careta y le dio un largo beso en los labios rojos. Las luces de la máquina volvieron a parpadear, los engranajes volvieron a girar y el familiar sonido de traqueteo sordo volvió a escucharse en la plaza. Hubo un aplauso que resonó por todo el pueblo y por toda la sierra.
– ¡¡ La máquina ya funciona !!. ¡¡ Viva el doctor !! – coreaba la gente
– ¡¡ Vivaaaa !!
De pronto alguien gritó:
– ¡Silencio, silencio!
De pronto, la careta de la máquina abrió los ojos y ante el asombro del pueblo entero comenzó a hablar :
– Hasta ahora no había comprendido bien porqué fui creada para dar besos, pero ahora que ya nadie me besa a mi he entendido que tan importante es dar besos como recibirlos.
Y así es como el pueblo de Sosotón de la Sierra recordó el poder de los besos y nunca más volvió a olvidarlo.
***
Miguel Merín
____________
Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo
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