Los recuerdos – Teresa Grande [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»
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Franz Marc – Der Turm der blauen Pferde [1912 – 1913 – Sketch on a postcard to Else Lasker-Schüler]
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Los recuerdos
Los martes al anochecer miro mis recuerdos y cuando la noche apaga mis chopos los escurro con un poco de vinagre para desinfectarlos.
Los recuerdos son tan personales que no puedo compartirlos. Por eso me deshago de ellos. Cada martes ciento cuarenta y dos se despiden de mi materia gris. Se despiden a la francesa, sin hacer ruido pero yo me quedo apenada durante dos horas. Después me pongo una canción y bailo con el perchero hasta que me deja exhausta. Me gusta bailar con bailarines expertos pero casi nunca tengo tanta suerte como en casa. Aquí todo es sencillo y accesible. Cuando quiero debatir un tema específico, hablo con la pared. Si está de buenas se escribe mensajes positivos. Si está de malas se emborrona toda y le canto su canción preferida para que sea buena conmigo. Hasta hace unos meses cuando lo hacía, se volvía de pronto muy complaciente. Se ponía a reírse y todos los cuadros y grapadoras que tengo adornando la pared comenzaban a tambalearse como locos.
Recuerdo que me gustaba mucho esta escena. Cuando vives sola y la tele la tienes guardada en un calcetín de esos malolientes, este tipo de ocurrencias de la pared pueden hacerte mucha compañía. Sin embargo, otro martes hace ya dos semanas, cuando empecé a cantar como siempre Jolene, se empezó a escribir mensajes de una crítica durísima. Primero se metió con mi pronunciación, que si la bilabial uve la hacía poco fricativa. Y a continuación me pintó un dibujo de un mono sin orejas. Me quedé mirando al mono, la miré a ella, directamente a los ojos, y le dije que se estaba pasando, que qué era aquello. Me respondió con otro dibujo: un retrato de mi abuela, que se llamaba igual que yo, y que se había quedado sorda siendo muy joven. Enlacé al primate con el sonotone de mi abuela y lo vi claro: estaba perdiendo el oído según la pared.
En un arrebato de ira, descolgué del techo mi diapasón, lo choqué bruscamente contra la pared y este emitió un suave la. Lo reproduje al instante, perfectamente afinado y entonces la pared ya no pudo aguantarse más y se empezó a partir de risa. ¡Esto es de locos!- me dije. Como no soporto que me tomen el pelo, cogí las llaves y me fui de casa dejándola con la palabra en la boca. Caminé cincuenta metros, todavía enfadada y entré en el almacén de Paco: “Cachivaches” y compré dos, que además estaban en oferta. Volví a casa con mis dos botes de pintura al temple: uno rosa fucsia y otro blanco bajo el brazo. Me puse a hacer la mezcla con agua y cuando ya estuvo lista, pinté toda la casa de rosa con lunares blancos. Sé que esto debió de ser un duro golpe para la pared. Ella que es tan discreta, yo la calificaría incluso de minimalista pero yo ya estaba muy harta de sus bromas. Por toda respuesta, se puso roja como un tomate pero esta niñería solo le duró unos segundos porque el color rosa era tan intenso que borraba todo atisbo de malhumor. Para celebrar mi victoria abrí una cerveza, cerré todas las cortinas, me quité toda la ropa salvo el abrigo y abrí la cortina de enfrente porque estoy enamorada de la vecina y quería que me contemplara así, tan desnuda por dentro y tan vestida por fuera.
Ahora no puedo contar nuestra historia de amor porque me llevaría un buen rato pero sí diré que en el ascensor el primer día en que la vi, lo que más me llamó la atención fueron sus pendientes. Eran metálicos y si te fijabas bien, distinguías un grafiti en alemán. Le pregunté y me dijo que eran una reproducción exacta del muro de Berlín; desde ese día cada vez que nos cruzamos me enciendo toda como un árbol de navidad. Solo nos encontramos en el ascensor pero para mí es suficiente. Llevamos dos años con estos encuentros furtivos. Para mí, el amor tiene que cocinarse como el chocolate. Si vas muy deprisa no le dejas espesarse. Y si no pones atención se te quema. Así que en ese juego de sorprendernos estamos. Desde hace unos meses ella se ha quedado un tanto estancada con lo de los pendientes. No capta que ya me he dado cuenta del mensaje que me está diciendo. Yo, sin embargo, arriesgo más, que si un broche hecho con un trozo de pladur, que si otro día aparezco con la cara toda pintada de yeso. Esto a ella sé que le gustó de veras aquella mañana de martes. En el primer instante noté cómo sus pupilas crecían enormemente. Se quedó mirándome fijamente y yo supe que aquello era una señal.
Sin embargo, como sospecho que hay alguien celoso de mi felicidad desbordante, debo disimular mi alegría. Cuando vuelvo a casa, no sé qué diablos tendré en la cara pero me lo nota todo. El último martes cuando entré al salón me dio un disgusto monumental. Se cogió la revancha. Aprovechando que llovía a mares, se puso literalmente en huelga y dejó que un buen chorro del agua se filtrara por el techo. Como es una maquiavélica, con un poco de agilidad logró que justo la gotera se deslizara sobre mi escultura preferida, una réplica en bronce de La mano de Dios de Milles. La miré con los ojos más aterradores que he puesto nunca y con el rencor heredado de mi abuela sorda, que guardaba mucha inquina sobre todo a María Callas, me armé de valor y ayudada de un martillo fui golpeando en toda la moldura de escayola hasta que le salió sangre. Una vez realizada mi maldad, me marché de casa y llamé al ascensor pero no tuve éxito. Creo que ella estaba trabajando aquel martes lluvioso y en parte lo agradecí porque no quería que me viera tan fuera de mí. Volví a casa para ponerme la ropa de deporte y me fui a correr. Abajo, a quinientos metros de mi casa, tengo un parque precioso con un estanque, patos y tortugas devoradas por los patos. Pero a mí solo me interesa la farola. Le di unas cuatro mil vueltas y cuando ya estuve lo suficientemente mareada, me sentí por fin en paz.
De nuevo, otro martes oí un portazo, me quité la bata corriendo y salí al descansillo. Allí estaba ella, peleándose con sus tacones. La sorprendí regañándolos y eso me sirvió de excusa para iniciar una conversación.
-Desde luego, son como niños.
-Sí. Mira que se lo repito todas las mañanas y no hay forma.
-No te apures. Cuando quieras, te echo una mano.
-No, si ya me apaño.
Noté sus reservas así que no insistí más. Abrió la puerta del ascensor, se descalzó, y se quedó sujetando la puerta, haciéndome un gesto para que entrara. Me colé dentro bajo su mirada magnética. Ninguna de las dos se decidía a pulsar el botón así que nos quedamos mirándonos un buen rato, ella el lunar de mi cuello y yo sus labios mojados. Aunque ya adivinaba que era tímida, abrió la boca y me desafió con una sonrisa de bellos dientes grandes. Busqué su mano izquierda, que sospechaba más despistada, se la cogí sin despegar mi mirada de su lengua rosa y me la metí al bolsillo. Aprovechando que ya tenía una mano inmovilizada, centré toda mi atención en sus pies. Eran pequeños y delicados. Tenían heridas en dos dedos y lloraban sin parar. Comencé a tararear El muro de Pink Floyd y dejaron de sollozar muy pronto. Ella seguía quieta. No decía ni mu pero escuché que cada vez respiraba más fuerte, y sus uñas en mi bolsillo se clavaban en mi muslo. Me eché hacia delante, sujetándola con mi cuerpo, ya sentía su aliento caliente, sus rizos desparramados en mi cara, su perfume y su olor a piedra, tan terrenal.
De pronto, su mano salió escurridiza de mi bolsillo y me robó la iniciativa. Se acercó a mis labios, que se abrían ante ella. Y lo hizo. Me atropelló con sus pechos voluminosos vagamente sujetos a su escote. Empecé a sudar, así, de pronto, y cuando ya me estaba rozando los labios, me aparté de ella, no sin antes apreciar su cara de decepción. Al día siguiente, quise remediarlo. Di un paso. Como ya habían pasado 730 días exactamente desde nuestro primer encuentro, me lancé a la piscina. Le metí en el buzón una historia de amor en formato de película que se llama Contra la pared. Mis intenciones eran obvias. No obstante, no sé qué se le pasaría por la cabeza porque no contestó. Yo me puse francamente triste; me dio por no probar bocado. Me encerraba en mi cuarto, sin música, sin luz, sin nada. Tenía que salir de mi propia casa; me asfixiaba. Además, mi pared me lo nota todo.
El martes siguiente recibí un ultimátum en mi buzón: o la pared o yo. Al leerlo se me escapaban las lágrimas. No. Otra vez no.
Volví a casa y me tendí en la pared a llorar unos buenos diez minutos. Al principio el disgusto se me salía por los ojos pero al rato, ya más relajada, sentí su tacto, frío y paciente, su aroma de cal, sus latidos apagados y muy lentamente, como en un sueño, comenzamos a hacer el amor como salvajes. Cuando acabamos mi piel estaba toda rosa a lunares blancos.
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Teresa Grande
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