Enemigos – Josefina Martos Peregrín

Enemigos – Josefina Martos Peregrín

Enemigos

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Enemigos

Los ocufos y los gorobas eran enemigos encarnizados, desde siempre, desde antes de que la gran serpiente gris se durmiera en el río mientras aplacaba su sed, desde antes de que los animales carniceros aprendieran a desgarrar el vientre de sus presas… Enemigos en continua disputa por la tierra fangosa, por el bosque asfixiante y oscuro, por las conchas blancas, las cestas de mijo y los saquitos de sal.

Así era y así había de ser. Odio firme como la Montaña Negra, inagotable como las tribus de mosquitos en las ciénagas del río. Y nadie se atrevió a dudarlo hasta aquel día en que el viejo Gossi soñó que un enjambre de guerreros pálidos invadía poblados, riberas, bosques y campos, destruyendo por igual a ocufos y gorobas.

Despertó en el alba con el alma menguada y quiso, presuroso, convocar a los hombres, olvidando que habían partido lejos, en busca de caza. Lo recordó de golpe, al salir de la choza y sentir la humedad gris de la última estrella: no estaban y, si estuvieran, no le atenderían. Con seguridad no creerían en la existencia de esos hombres blanquecinos, ropaje ridículo y armas negras que tronaban y escupían fuego.

¿Quién le iba a creer? Si ya nadie le obedecía ni respetaba, porque su vejez atroz había sobrepasado ese punto que inspira respeto: esquelético, débil, con un agudo hilo de voz, se recubría de barro para aliviar sus llagas desmesuradas y se movía a cuatro patas, con la torpeza y lentitud de un cachorro atacado de fiebres.

Su gente comenzaba a inquietarse, no estaba bien vivir tanto, sin duda irritaba a los antepasados haciéndoles esperar tan largamente. Pero, con todo, aún era el más sabio de los viejos, único dueño del nombre secreto de cada árbol y gran sabedor de las hazañas de los ancestros y de los cantos más antiguos.

Apenas ascendió la niebla, Gossi convocó a los niños. Le rodearon, sentados a la sombra protectora del baobab; el día se abría en paz: cerca, en la aldea, se oía el golpeteo de las niñas moliendo los granos de mijo; junto a ellos pasaban mujeres arrastrando pesadas calabazas henchidas de agua, con criaturas de pecho colgadas a sus espaldas; poco más allá, los abuelos se rascaban, perezosos, tumbados a la sombra de las cabañas.

‒¿Qué hay de más despreciable en el mundo? ‒preguntó el viejo Gossi.

‒Una hiena moribunda.

‒Una mujer sin dientes.

‒Un goroba.

‒Eso es. Un goroba. Ahora os pregunto, ¿los brillantes ocufos debemos aliarnos con los sucios gorobas? ‒su flaca voz tardó en acallar los chillidos nerviosos que repetían: “No, no”‒Pues yo os digo que hasta con un goroba hay que saber aliarse cuando surge un enemigo común, fuerte y peligroso.
Le miraban incrédulos, los ojos agrandados por la sorpresa, semejantes a los ojos de la gacela que muere de golpe, sin comprender la flecha.

‒Os contaré lo que ocurrió una vez, cuando yo aún no llegaba a la altura de los frutos del mangostán. Poned atención, porque ocurrió tal como lo cuento:

»Por el bosque Uogono caminaban dos hombres, un ocufo desde el sur, un goroba desde el norte. No podían verse en la distancia espesa, pero se acercaban el uno al otro, avanzando rápidos hacia el mismo lugar, el claro del árbol de la miel.

»Tan deseosos de llegar iban que no sentían las espinas que se les clavaban en los pies ni oían los crujidos del ramaje ni olieron, siquiera por un momento, los ajenos sudores. Pero sí olió y oyó el terrible Jai, el león hambriento. Los tres pisaron el claro en el mismo instante. Los tres rugieron a su manera. Los tres, inmóviles, se miraron.

»Y entonces ocufo y goroba fueron iguales, iguales en el miedo, paralizados ante la enorme fiera que los observaba codiciosa e indecisa. De súbito, ambos chillaron: “¡Cómetelo a él!” y a ambos obedeció el león. Primero, de un presto zarpazo le desgarró el rostro al ocufo, que cayó retorciéndose entre chorros de sangre.

»Después, con un gran salto, alcanzó al goroba cuando se volteaba para huir y de un mordisco le arrancó la cara. De nuevo los enemigos fueron iguales: dos muertos sin rostro ni reposo, próximos a fundirse en una misma masa dentro del estómago del león.

Calló Gossi. De los murmullos de descontento se elevaron algunas voces:

‒¿Qué te pasa, hombre sabio? Tienes el corazón cansado y lleno de miedo.
‒Tu espíritu se está pudriendo más deprisa que tu cuerpo.

‒¿Por qué nos mientes, abuelo de mis abuelos? Los ocufos siempre hemos vencido, tú mismo nos lo enseñaste. A leones y gorobas. A leopardos y serpientes.

‒Pero no a los guerreros cenicientos de lanzas de fuego‒, todos rieron a una ante semejante disparate.

‒¡Lanzas de fuego!

‒Te comieron el seso las hormigas.

A la puerta de las chozas humeaban las brasas, las tortas comenzaban a tostarse. Sin querer escuchar más, los niños se levantaron y corrieron a la aldea deseosos de juego y comida.

Gossi miró a lo alto, a los pedazos de cielo amarillo que se recortaban entre las ramas desnudas del baobab. Acercó los labios a la pulida corteza, susurró al árbol su nombre secreto y le confió:

‒Sabes, me duele todo el cuerpo. Permíteme descansar a tu sombra y dormir sin sueños. Porque tienen razón, estoy demasiado viejo. Y, en verdad, no sueño sino tonterías de viejo.

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Josefina Martos Peregrín

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Nota

Publicado anteriormente en El mar y los siglos [Esdrújula Ediciones, 2017].

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