The Colony Room Club – Un relato de Rosario Martínez

The Colony Room Club – Un relato de Rosario Martínez

The Colony Room Club [Relato]

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The Colony Room Club

Llueve sobre Londres. El taxi  le conduce al Soho, 41 Dean Street. La bruma que sube del Támesis, el silencio en el interior del coche roto por el agua que rebota en el techo,  el secreto de su relación robándole la lucidez, exacerban su conducta temeraria.

Sube las escaleras que le conducen al primer piso. Entra como desposeído, con una mirada de súplica en los ojos al tiempo que pronuncia el nombre de Francis Bacon a la mujer que le franquea la puerta. Francis Bacon, el pintor más oscuro del alma humana, el más original, el verdadero, el que, en sus cuadros, el horror ocupa el mismo espacio que el placer.

The Colony Room, un club privado donde personajes trasnochados, bohemios, artistas, intelectuales, o todo a la vez, intercambian ideas y pasión por el alcohol. MEMBERS ONLY, reza en la puerta. Solo se admite socios y amigos.

En el interior se celebra uno de tantos encuentros, de tantas fiestas. Varios miembros llevan los ojos tapados con una venda negra. Francis Bacon se incorpora al juego. Consiste en atrapar a alguien que no tenga la vista tapada y, además, que no esté borracho. Alguien pone un cigarrillo encendido en los labios de Bacon.  No ve, pero sabe quién ha sido. ¡Bienvenido al campo de mariposas! – exclama con un movimiento desenvuelto.

Francis Bacon es uno de los fundadores. Define el club como un refugio para almas perdidas. Puede que tenga razón. Allí habita un nutrido grupo de gente que vive por encima de formalismos y protocolos. A la cabeza, Muriel Belcher, la autocrática y temperamental dueña y manager del local de bebidas, mujer de afilada lengua, ingeniosa, inteligente, que presume de sus amigos intelectuales y de sus propias bellas amantes.

La sexualidad de Belcher atrae al club a homosexuales, muchos de ellos  cautivados por su novia jamaicana Camel, de extraña y misteriosa belleza.

¿Qué aportaba este club al Londres de 1948, fecha de su fundación?

Hace apenas tres años que la Guerra ha terminado, la ciudad, igual que el país, lucha por rehacer su vida, por recobrar la normalidad. La brutalidad de la contienda ha relajado las costumbres, rígidas en ciertas capas de la sociedad. Londres ha sido bombardeada, todavía las gentes tienen la imagen en la retina de los refugios, la precariedad del valor de la vida, el desabastecimiento.

La sociedad del momento alimenta el ansia de volver a ser lo que fue, de crear, divertirse, tener trabajo, criar unos hijos.

En la intelectualidad controvertida e impactante del Colony Club se apuesta por las ideas, el sexo y la bebida sin límites. Allí acuden los considerados por ellos mismos unos inadaptados, que intentan vivir al margen de las absurdas reglas morales.

El lugar adquiere notoriedad tanto por sus clientes, el excelente pintor Lucien Freud, nieto del médico vienés, huido a Londres de las ideas nazis, el actor Peter O´Toole, el fotógrafo John Deakin,  y tantos otros, como por la libertad que se respira. Subir las sucias escaleras ya les produce la sensación de salirse de los moldes, igual que las paredes, de un vil color verde y la abigarrada decoración de objetos inútiles. ¿Qué importa? Es el talento británico el que brilla en aquel icónico reducto. Arrumbados en la barra del bar, con las biliosas paredes del fondo repletas de fotografías y cuadros, sienten que la soledad siempre se interpondrá entre ellos y los que intenten su compañía. Solo el alcohol, persiguiéndoles como una sombra, les permite ciertas aproximaciones a sus cárceles privadas.

Han pasado los años. Esta noche no se celebra una reunión cualquiera. Todos saben que la dueña del local tiene algo que anunciarles. Antes quiere sentir una vez más la belleza y el sufrimiento en las caras y los cuerpos de sus amigos. Ella también participa en el juego. Le gusta llevar las acciones al límite. Alguien la define como una desgracia perenne a punto de ocurrir. Nunca se sabe con qué provocativa y desasosegante noticia les va a sorprender.

Se han quitado las vendas de los ojos. Francis Bacon ha atrapado por los hombros al hombre de anchas espaldas y pelo oscuro que entró a última hora.

El nuevo visitante acude a su estudio como modelo. Nadie más lo sabe. Le asquea que se haya servido de su nombre para entrar en el club, cosa a la que siempre se ha negado pero, por otro lado, le halaga y le provoca sensaciones placenteras su empeño por estar cerca de él. Quiere imaginarle calculando con avaricia el espacio que les separa, al acecho de sus pasos. De todos es conocido el gusto de Bacon por los encuentros fortuitos y los amores fulminantes.

No pueden olvidar su amor frenético por George Dyer, que comenzó el día en que le sorprendió robando en su casa y solo finalizó con su suicidio en París, dos días antes de la exposición retrospectiva de Bacon en el Grand Palais.

Muriel es una bruja benévola, una lesbiana impetuosa que tiene el don de atraer y descubrir gente interesante, que dé color y brillo al club, a su gatera única. Una gran cocinera que utiliza solo dos ingredientes: la bebida y sus clientes, y con ellos sacia su sed de dinero. Disfruta con el cotilleo y el insulto. Cree que añade pimienta a las relaciones y sirve para propagar la leyenda de intelectualidad exquisita y canalla.

El hombre que ha entrado es el nuevo amante de Francis, proclama perdida en alucinaciones, dirigiéndose a todos con la misma ansiedad con que apura el vaso.

–¡Le ha gustado la nena!

Pero se guarda mucho de decir, como es de su gusto, que parece salido de los urinarios de Picadilly. Reserva su lengua envenenada para otra ocasión. Ahora toca despedirse.

–Amigos, hasta aquí he llegado. Ha sido un gusto y un honor acogeros a todos, disfrutar de vuestra jodida amistad.  Ya sabéis que la salud es mi mayor enemiga pero, ahora que me falta, empiezo a echarla en falta, aunque solo sea para maldecirla.  Me retiro. Este 1976 me está abriendo las puertas del infierno. Allí os espero.

Pronuncia las últimas palabras con la boca seca, a oleadas, con las facciones descompuestas.

Nadie pregunta por la naturaleza del mal, muchos de ellos andan por el filo del mismo precipicio.

Bacon sabe que la bebida produce rostros y cuerpos distorsionados, deformados, masacrados, pero reconocibles. Es la misma técnica que él utiliza en sus cuadros, por eso sabe que el hombre que tiene entre sus brazos es su nueva promesa y no piensa dejarle escapar. Huye, una vez más de los convencionalismos. Se ríe de las bromas procaces que han provocado las palabras de la mujer. Es, de acuerdo con su forma de entender el amor y el sexo, satisfactoriamente coherente.

Por eso, cuando el desconocido aparece en escena ocupando un espacio en el club para elegidos, Bacon le acoge, le reconoce, para conjugar las miradas de los que ven en él un advenedizo. Es una puesta en escena digna de un camarógrafo. Sabe que es un imán para jóvenes ambiciosos y presume de ello.

Cuando vuelven a casa, finalizada la reunión, Bacon siente el pellizco de la emoción en el estómago, la que le obliga a pintar. Medio desnudo, agarra la botella de whisky, se dirige al estudio y, a grandes trazos, a pinceladas, con las propias manos, da comienzo al retrato de su nuevo amante.

Defendiendo la figura, paradójicamente a costa de la desfiguración, recrea los rasgos con ímpetu, con furia. En la mente cobra vida un tríptico, un hombre multiplicado por tres, como espejos que devuelven imágenes diferentes.

Beben juntos. En su estado de ebriedad, las luces del techo actúan como látigos contra sus ojos. Se deja llevar. Los pinceles rigen sus actos, son autónomos. ¿Es posible que esa perfección imperfecta sea la clave de su pintura, de su elevación a la categoría de genio? El resultado siempre es sobrecogedor, de una belleza opresiva, malvada, viciosa y, a la vez, dolorosamente verdadera.

Uno de los pintores más importantes del siglo XX. Emociona y fascina, dicen los espectadores y la crítica.

Su nuevo amante ya no es el mismo, le ha despedazado las entrañas y tiene un charco de sangre a sus pies. Bacon siempre ha vivido su homosexualidad a rebufo de impulsos sadomasoquistas. Goza con los sentidos, con las bajas pasiones. Le pide con la mirada que le encienda un cigarrillo, el comienzo tácito, la puesta en escena.

La habitación en tinieblas. Sobrecogido, inmovilizado por el deseo, la respiración contenida y, luego, el golpeteo del corazón a la vista de la correa en manos de su amante.

De ahora en adelante irán juntos al club, a exposiciones, a pasear las calles. Y el pintor recreará su relación tortuosa, su ambigüedad en el plano emocional, en cuadros  provocativos, desgarradores, en los que la belleza, la deformación y el sufrimiento van de la mano.

Pasados los años, muerta la carismática Muriel Belcher, el club ha pasado de unas manos a otras pretendiendo conservar el espíritu que ella alentó. Está lleno de deudas y toca retirarse.

A finales de 2008 cierra sus puertas por última vez a esa pléyade de bebedores talentosos de la que presumía y que opinan que el club ha sido testigo de un beber vibrante y no hay otro lugar igual en el mundo, único e histórico para los artistas, escritores, músicos, actores y sus acólitos. Una obra de arte viva.

Luego, en un alarde de cinismo se preguntan:

¿Y no habrá muerto el propio club de cirrosis?

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Rosario Martínez      

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