A.P.S.J. [Novela] – Capítulos I – II – Nuria Martínez Aglio

A.P.S.J. [Novela] – Capítulos I – II – Nuria Martínez Aglio

A.P.S.J.  

[Novela]

Capítulos I – II

 

***

 

A nuestros compañeros de viaje, de vida.

A los que siempre están junto a nosotros,

a los que ya no nos pueden acompañar en el camino,

a los que aún quedan por venir .

 

 

Madrid— El Ferrol

       612 km

 

—¡Vamos! ¡Venga!

—¡Que no llegamos!

—¡Os lo dije! Y vosotros que sí, que sí, que da tiempo.

—¿Dónde estarán? ¿Los veis?

—¡Por ninguna parte! No puede ser… somos un montón, tendríamos que ver a alguien, ¿o no?

—¿Y si nos hemos equivocado? Tal vez no era aquí.

—Venga, Naia, que no cunda el pánico, Irene y tú sois las tranquilas del grupo, y si vosotras os alteráis, ¡imaginaos cómo nos pondremos de frenéticos todos!

—Ya… tienes razón. ¿Y mi móvil? ¡Ay , Dios! No lo encuentro… ¡Ay! ¡No me lo puedo creer! Como me esté llamando Alberto tengo un buen problema… no quiero ni pensarlo…

—Ya estamos con el dichoso Alberto, Naia, esto no puede seguir así…

—Dani, guárdate los sermoncitos para otra ocasión. Ahora tenemos dos problemas, encontrar mi móvil y el andén correcto. ¡Vaya por Dios! ¡Aquí está! Menos mal, ¡estaba empezando a hiperventilar! ¿Os imagináis qué hubiera ocurrido si me lo hubiera dejado en casa?

—¡Sí, sabemos todos lo que hubiera pasado! —contestaron al unísono—. Y tal vez para ti hubiera sido lo mejor.

—¡Chicos, allí es! ¡Veo a Emma!

Corriendo como pudimos, cruzamos varios pasillos abarrotados de gente, los codazos se superponían unos con otros, «¡perdón, perdón, perdón!» se iba oyendo como en eco por los seis miembros del grupo. Veíamos desde lejos la cara de preocupación de Emma, era una sensación de aliento por haberlos encontrado al fin y de terror por la bronca que nos esperaba. Poco a poco esa pequeña figura en la lejanía se iba acercando, estábamos exhaustos entre los nervios, las prisas, la incertidumbre… y ahora la cara de perro de Emma.

—¿Dónde estabais? ¡No doy crédito! ¿Cuántas veces os dije en clase que el tren no esperaba? ¡Que fuerais puntuales! —En su voz se notaba el gran enfado que tenía—. Casi tenemos que salir sin vosotros… ¡No me lo puedo creer! ¡De verdad que no!

Emma era la profesora de Lengua y Literatura, y aunque hasta ahora haya podido parecer lo contrario, por el tono de perro guardián, era una profe de las de verdad. Ella apostaba por creer en los alumnos y eso se hacía notar. Confiaba a ciegas en nosotros y en una enseñanza cercana, ella tenía una máxima: se aprende mucho más fuera de las aulas que dentro. Este era su último año en nuestro instituto, le habían concedido después de muchos años, por fin, su destino definitivo en un pueblecito cercano de aquí. A ella que siempre le ha gustado enseñarnos su asignatura en su entorno, se lio la manta a la cabeza y decidió organizar un nuevo viaje. Este curso viajamos a Soria para, como decía ella, «perseguir los pasos de Bécquer y Machado», un viaje único, la verdad. El año que viene nos esperaba Salamanca, «ciudad cuyos rincones esconden literatura»; era tan graciosa verla tan trascendental cuando hablaba «de todas las experiencias místicas que gracias a la literatura y los viajes íbamos a tener»… ¡Qué palabras tan raras utilizaba a veces esta mujer! Pero lo cierto es que nos inyectaba todo su entusiasmo por su asignatura, era de esas profes que compartía la creencia del escritor Nando López: «Las tizas pueden cambiar el mundo», y así llegó un día que, como fin de curso y despedida, ideó junto con otros profes este viaje que se había convertido en un reto para todos nosotros.

No era su despedida, era la despedida de todos. Por fin acabábamos un ciclo, por fin la enseñanza secundaria obligatoria llegaba a su fin y empezábamos a encauzar nuestros sueños, era un anhelo de libertad, un pasito hacia la independencia de nuestros sentimientos, pero esa entrada en una mayor madurez implicaba también consecuencias. Es curioso cómo estás esperando con tantas ganas algo pensando que jamás llegará y cuando llega, todas esas ilusiones no son tan dulces como esperabas y vienen con un sabor amargo escondido entre sus hojas.

Sí, acabamos cuarto de la ESO, una etapa. ¡Vamos a bachillerato! ¡Somos los mayores del insti! ¡Por fin! Pero ese «por fin» conllevaba una separación. Nuestro grupo, que formamos de pequeños, iba a pasar una dura prueba. Todos, menos Álvaro y Lydia, llevábamos juntos desde Infantil. Todavía nos recuerdo yendo al cole con esas mochilas que abultaban más que nosotros, de las manos de nuestros papás a los que mirábamos expectantes sin saber lo que nos estaba esperando al otro lado de la valla. Recuerdo esa sensación de agarrar muy fuerte a mamá, mirarla desde abajo y cruzar la vista con ella buscando una sensación de reconforte y tranquilidad. Siempre me he preguntado qué tendrán los padres para poder, solo con un abrazo, un beso o una sonrisa, ser capaces de sanar cualquier mal, de sosegarte en los momentos más críticos, de hacer, en definitiva, que se pare el mundo. Pero los años pasaron sin apenas darnos cuenta y acabamos el colegio, donde éramos los reyes, los mayores de todos, y había que dar el salto al instituto, donde pasábamos de ser gigantes a pequeños, diminutos, casi invisibles y sin derechos ante los mayores; suerte que nuestros padres decidieron mandarnos juntos al mismo instituto, así haríamos piña frente a lo que nos esperaba, pero esta vez, al acabar cuarto, no iba a ser así.

Terminamos esta etapa y cada uno va a perseguir sus sueños, bueno, eso los más afortunados, y otros sucumbirán a las obligaciones. Esto iba a marcar un antes y un después en nuestras relaciones, siempre unidos, caminando juntos, incluso integrando a más gente, haciéndolos partícipes de nuestras experiencias, pero, por primera vez, esto cambiaba. Cada uno seguía su camino, un camino diferente.

Por eso, cuando Emma propuso este viaje, no nos lo pensamos, y todos a una nos embarcamos en una aventura que, sin saberlo, cambiaría nuestras vidas para siempre.

—¡Chicos! Venga, cada uno a su compartimento, nos quedan seis horas y cincuenta y dos minutos de convivencia en estos mini cubículos que harán que sepáis lo que es compartir no solo olor a sudor, sino cada centímetro cúbico de oxígeno que más os vale dosificar, porque si respiráis muy fuerte, además de inhalar los hedores fétidos de la axila contigua, ¡os quedaréis sin aire!

Ahí estaba el profe de Educación Física, tan gracioso como siempre… Javi nos ha estado preparando durante meses para este viaje. Al concluir el interminable horario de las clases, después de aguantar a la cara de acelga de la de Física y al friki de Mates, comíamos algo ligero y nos íbamos a la dehesa a andar. Era realmente una paliza, luego, al llegar a casa, había que ponerse con la tediosa rutina, los interminables deberes, las hojas que se acumulaban de estudio, leer el odioso libro de Lengua que nos habían mandado… ¿Por qué nos harán leer esas cosas de siglos pasados que cuesta tanto entender? A esto súmale el libro de Inglés y las extraescolares. Pero ese ratito en la dehesa era especial, hacía que por un momento se parara este frenético mundo en el que vivíamos.

Así que, tarde tras tarde, nos enfundábamos en nuestros trajes de superhéroes: botas de montaña, pantalón elástico y una camiseta transpirable. Al principio fue poco tiempo, le dedicábamos media horita diaria, pero con el paso de los días fuimos sumando kilómetros y minutos, era ese síntoma inequívoco de que lo estábamos haciendo bien, nos acercábamos a nuestro objetivo.

—Naia, deja el móvil. Hemos venido a disfrutar de esta experiencia todos juntos, todos los que estamos aquí, intenta desconectar, te vas a arrepentir más adelante de lo que estás dejado pasar ante tus ojos.

—Eres muy pesado, Dani, de verdad… ¡Ya lo dejo! —respondió Naia con mucho enfado—. ¡Dejad de mirarme así! Venga ya, guardadito, ¿contentos? Venga, va, y entonces ¿cuál es el plan?

—Creo que dijo Javi que nada más llegar descansaríamos del viaje para poder estar fresquitos al día siguiente para comenzar el camino.

—¡El camino! Quién nos lo iba a decir, nosotros haciendo el Camino de Santiago, todo un reto, y más para mí —dijo Lydia—. Vamos, vamos, con lo perezosa que soy yo y todo por seguir a los locos de mis amigos… luego diréis que no os quiero. —Una sonrisa le iluminó la cara a la par que dibujaba un corazón con las dos manos.

—Yo no sé si todos vamos a aguantar este ritmo. Se me ocurre una cosa, ¿y si hacemos una apuesta a ver quién no conseguirá completarlo? –Irene siempre yendo más allá.

—¡Eso es fácil! Lydia, seguro que es Lydia. Venga, ¿qué acabo de ganar?

—Lydia… Lydia —contestó esta haciéndole burla—. Álex, siempre estás igual, y a ti ¿quién te invitó a venir?

—Esos ojazos tuyos que me decían que sin mí el viaje no tendría sentido, anda tontorrona… que lo vimos todos…

—Mira que eres imbécil… —Lydia subió los pies en el asiento encogiéndose como una niña.

—¡Ya estáis otra vez! ¡Lo que no sé es por qué nosotros os hemos dejado venir a los dos!

—¡Bien dicho, Álvaro! Desde ahora te nombramos portavoz conciliador del grupo ─ contestó socarronamente Álex.

—¿Qué pasa aquí? ¡Se oyen desde nuestro vagón las voces!

—Nada, Laura, lo sentimos, un malentendido –contestó Álvaro.

—Esto es definitivo. ¡Álvaro portavoz defensor del grupo! –Álvaro mató con la mirada a Álex mientras este seguía con los brazos en alto enunciando la frase.

—Está bien, calmaditos, chicos, que nos queda mucho viaje por delante.

—De acuerdo, Laura, palabra de boy scout —dijo Álex levantando la mano como si de un boy scout auténtico se tratara mientras todos suspirábamos de desesperación.

Laura abandonó «nuestro territorio» y se fue lentamente a donde se encontraban los otros dos profes. Laura era la profe de Pedagogía Terapéutica, la “PT”, para los amigos. Era una profe joven recién llegada al instituto, pero enseguida se hizo notar. Ella odiaba que le dijeran que era la profe de los chicos de Integración —«¡Integración somos todos! ¿O no hacemos eso cada vez que entramos en una clase, en un sitio nuevo? ¿Acaso no nos integramos allá donde vamos?»—. Ella siempre defendía los derechos de los que se consideraban alumnos especiales —«¡Especiales! Especiales somos todos, ¿no tenemos cada uno unas características diferentes que nos hacen especiales unos a otros?»—. Como veis, a Laura eso de poner etiquetas no le iba mucho, y es que, si te paras a pensar, qué razón tenía. Muchas veces seguimos la corriente de lo que nos dicen, nos inculcan, sin pararnos a reflexionar si todo lo que nos cuentan es real y, sobre todo, si es correcto, si tiene sentido o no. Y así, de esa manera, Laura nos hizo desde su llegada «especiales» a todos.

—Bueno… que Irene está esperando a que concluyamos las apuestas… ¿Alguien más quiere apostar por Lydia? —Esta volvió a taladrar con la mirada a Álex mientras le salía humo de las orejas.

—Pues yo apuesto por el bocazas del grupo, trummmmm, redoble de tambores. ¿Quién será?¡Premio para Álex!

—Ay, Alvarito, no sabes lo que dices, pero, oye, que si quieres perder, es totalmente entendible. Bueno, ¿y en qué consiste el premio? Vamos, en otras palabras, ¿qué es lo que voy a ganar?

—A mí se me ocurren muchas cosas que regalarte, pero me morderé la lengua.

—Lydia, amor, si quieres me puedes regalar ese besito que anhelas darme desde hace años sin necesidad de apuestas.

Lydia se levantó de golpe, se paró frente a Álex y, mientras farfullaba que no lo aguantaba más, salió a respirar aire fresco con la melodía de fondo Love is in the air entonada por el propio Álex.

Todos estábamos muy cansados y una vez terminada la cancioncita de Álex, que no paraba de sonar una y otra vez en nuestras cabezas, nos metimos en nuestro mundo interior y el silencio se apoderó del vagón. Irene decidió ponerse a leer un libro de poesía de un autor que le fascinó cuando vino al instituto a explicarnos cómo llegó a ese mundo, Jaime Sidro, Cuarenta sonetos sonando en cuarentena,  a partir de ese momento decidió que la lírica tendría un lugar en su vida, no solo como receptora, sino como autora de esta. Estaba segura de que este viaje le serviría de inspiración y que conseguiría escribir los poemas más bonitos de su vida, el enclave era mágico, único. Lydia había vuelto a su sitio, seguía en su mundo. Con las piernas flexionadas abrazada a ellas, mirando por la ventana, viendo ese paisaje verde que nos acompañaba todo el camino, reflexionaba sobre toda su pequeña gran vida, en pocos años había vivido mucho, quizás demasiado; mientras, Álex la seguía buscando con la mirada de una manera más pausada, creo, desde el interior, que no buscaba enfadarla, sino decirle que él estaba ahí para lo que necesitara. Álvaro miraba en su móvil información sobre El Ferrol, nuestro primer destino, mientras iba relatándonos un montón de datos sin que nadie apenas le hiciera caso. Y yo, aferrándome al tiempo, los miraba a cada uno intentando fijar en mi memoria la fotografía de aquel momento para siempre.

Las ocho horas pasaron volando entre chistes, recuerdos y buenos momentos. Por fin llegó Emma y nos dijo que estuviéramos preparados, que casi habíamos llegado a nuestro destino. Eran las cuatro de la tarde, se notaba ya en el vagón el cambio de temperatura de cuando salimos de Madrid, siete graditos menos son muchos, al igual que el paisaje, nada que ver con el ambiente urbanita del que veníamos.

Bajamos del tren todos ilusionados con nuestra pequeña mochila dispuestos a pasar las seis etapas más emocionantes de nuestras vidas.

—Venga, chicos, id bajando que contemos que estéis todos y no nos dejemos a alguien sin darnos cuenta y lo manden de vuelta a Madrid, aunque bien pensando es una oportunidad muy tentadora – reflexionaba en voz alta Javi entre risas.

En orden, nos fuimos colocando en el andén, esperando nuevas órdenes de lo que había que hacer.

—¿Chicos, os cuento un chiste?

―Álvaro, tú y tus chistes. Ya nos ha extrañado a todos que no hayas contado ninguno durante todo el viaje…

―Me estaba reprimiendo, pero ¡ya no puedo más! Preparaos, que empiezo y esto es un no parar. ¡Allá va! Un niño va en un tren con su madre. Durante cuatrocientos kilómetros de recorrido, el niño va hurgándose la nariz una y otra vez sin mucho éxito. El pasajero de enfrente le dice a la madre: «Es listo, ¿eh?», a lo que responde la madre: «No, mi niño es normal»; con cara de incrédulo le contesta el pasajero: «No, si me refería al moco».

―¡Pero qué guarro eres! –gritó Irene.

– ¡Yo quiero otro chiste de trenes! Ha sido buenísimo –exclamó Álex.

―Estos son dos borrachos muy borrachos andando por la vía del tren y uno le dice al otro: «Madre mía, qué larga es esta escalera», a lo que le responde el otro: «Ya te digo, aunque a mí lo que más me cuesta es agarrarme a la barandilla».

―¡Me parto, eres un crack, Alvarito! —le dice Dani mientras lo golpea en el hombro.

―Venga, chicos, vamos andando que nos espera el autobús en la puerta de la estación. —Nos indicaba Javi mientras nos marcaba con la mano que fuéramos un poco más rápido.

―¡Se nos fastidió la fiesta!

―De eso nada, Álex… ¡Tengo chistes de autobuses también!

―Venga ya, ¿esto qué es el ciclo del chiste malo? —inquirí—. ¡Vale ya! Que lo mismo nos matáis de un ataque de risa.

―El último y os dejo tranquilos hasta que lleguemos al albergue.

―¡De eso nada!¡Queremos muchos chistes, aunque sean malos! –gritaron a la vez Álex y Dani.

―Uno cortito: un chico en una parada de autobús pregunta: «¿Pasa por aquí el veinticinco?», a lo que el otro le responde: «El 25 yo no paso por aquí, estoy en Bilbao».

Los chicos reían sin parar, doblándose del ataque de risa tan tremendo que tenían.

― Para ya, tío! ¡Cómo me duele la tripa! —exclamaba Álex como podía entre las risas y agarrándose la tripa mientras se encogía por el dolor producido por las agujetas propias de un buen ataque de risa.

―De verdad, de verdad… Lo tuyo no tiene remedio, Álvaro, de verdad que no. No he oído chistes peores en mi vida —le dijo Irene mientras negaba con la cabeza.

Poco a poco, entre risas, fuimos subiendo al autobús, la verdad es que eran malos los chistes, pero hacían mucha gracia.

Emma cogió el micrófono, era algo que la caracterizaba en todas las excursiones.

―Bienvenidos, chicos, al paisaje más bonito de España. Bienvenidos a Galicia. Bienvenidos al Camino de Santiago.

De repente una ovación inundó el autobús.

―A ver, esos hooligans —nos increpó con una sonrisa Javi.

―Ahora nos dirigimos al albergue donde vamos a dormir esta noche, y ¿habéis oído todos la palabra «dormir»?

―¡Síiiiii! —Se oyó al unísono en el autobús.

―Lo digo de verdad, ya os avisamos que no era un viaje fácil, que hay que tomárselo en serio. Si no descansáis, es imposible completar la etapa que nos espera al día siguiente. ¿Todos lleváis vuestras credenciales?

Sí, las credenciales, recuerdo esa reunión que se celebró un mes antes en el instituto en la que nos explicaron todo. Ahí estaban Laura, Emma, Javi y la directora, Teresa, aunque todos la llamábamos Tere. Era una directora sin igual, la apodábamos cariñosamente «mamá gallina», siempre quería tenerlo todo controlado, que todos nos sintiéramos a gusto y arropados en el instituto. Cualquier cosa que sucedía, como si de poderes mágicos se tratara, ella se enteraba de todo casi antes de que ocurriera, era imposible engañarla, todos lo decíamos, sus ojos lanzaban un rayo que te penetraba en el interior y hacía imposible que le pudieras mentir. Siempre iba por los pasillos preguntándonos cómo estábamos, sabía los nombres de los cientos de alumnos que éramos, conocía nuestras inquietudes y siempre intentaba resolver todos los problemas que nos atañían, aunque a primera vista pareciera que no tenían solución. Sin duda, era una gran directora, manteniendo unido al instituto e intentando hacernos a todos la vida lo más agradable posible.

En esa reunión se nos dijo todo lo que teníamos que llevar: calzado cómodo, mochila que no pesase mucho, impermeable por si llovía, lo típico, pero era importante recordarlo las veces que hicieran falta.

―¡Chicos! ¿Me escucháis? Os recuerdo, es función fática, ¿el canal está abierto? Mirad que me pongo a daros una clase improvisada de Lengua.

―¡No! –Se oyó al unísono.

―Así me gusta, ya sabía yo que me estabais escuchando –contestó con voz socarrona Emma–. Pues, como os comentaba, llegaremos en un ratito de nada.

―¿Cuánto es eso? ¡Me hago pis! –gritó una voz del fondo mientras provocaba las risas de todo el autobús.

―¡Ay! ¿Cuántos añitos tienes, Dani? —Todo el autobús se empezó a reír—. En fin, que, como decía, llegaremos en un ratito corto, muy corto, antes de que Dani se haga pis. Os repartiremos habitaciones y ¡lo mejor del viaje! ¡Lo que todos estabais esperando! ¡Tarde libre!

Un clamor atronador ensordeció el autobús y Emma se dio por vencida, soltó el micro junto con un largo suspiro.

Efectivamente, tal y como había dicho la profesora, estuvimos en pocos minutos en el albergue, bajamos extasiados, lo recuerdo perfectamente, nerviosos por ver las habitaciones, lo que nos esperaba, por empezar esa aventura en la que nos habíamos embarcado.

Los profes nos repartieron las habitaciones no sin antes leernos una vez más, y ya debían ir unas dos mil doscientas, las normas.

―¡Álex! —gritó Javi—. Ojito, que dormís los tres mosqueteros en la habitación contigua, sabes lo que quiero decir, ¿verdad? Compartimos pared y si acaso algún ronquido, no quiero compartir ni risas ni jaleo.

―¡Sí, señor! —respondió cuadrándose como si de un militar se tratara.

―Menos lobos, Caperucita –le dijo guiñando el ojo Javi con un tono de gánster propio de la mafia italiana.

Cogimos las maletas y, una vez abierta la puerta de la habitación y de haber inspeccionado cada cubículo con una gran curiosidad, nos acomodamos, nos tiramos en las camas de espaldas con los brazos abiertos a la par que un gran suspiro salía de nuestras bocas. Nos miramos y nos empezamos a reír a la vez.

― Vaya tres mosqueteros que estamos hechos! Estamos reventados y no hemos empezado. —Los tres reían sin parar con unas sonrisas muy cómplices, sonrisas de amigos de verdad.

Una vez nos lavamos la cara y nos pusimos guapos, nos fuimos a dar un paseo por los alrededores.

Los seis descubrimos con gran admiración aquella ciudad que nos abría sus puertas tan diferente a nuestra Madrid.

No sabíamos por dónde empezar, pero ahí fue cuando Álvaro, que se tenía estudiado todo, nos dirigió por el paseo de la Marina, lleno de bares que le daban una vida increíble a sus calles, para luego admirar las vistas del puerto desde el baluarte de San Xoán, resto de la muralla del siglo XVIII, todo un tesoro. Íbamos con la boca abierta disfrutando de aquel ambiente que nos envolvió desde el principio. Poco a poco, llegamos hasta las casas típicas marineras de un solo piso con sus balcones de madera,  alrededor de la Praza Vella, y subimos por la calle de San Francisco hacia el barrio de la Magdalena, uno de los más famosos de la ciudad por sus edificios modernistas, que alberga el mercado de la Ucha, todos pensamos al unísono «¡Si lo ve Emma le da un chungo!». Y es que esa «ucha» sin hache nos resultó muy curiosa, y sí, estaba bien escrito, lejos de tener relación con esos cerditos de cerámica con una ranura en su lomo, debía su nombre al arquitecto que lo construyó. Y, de repente, ahí fue donde el corazón se nos encogió al ver por primera vez la vieira pintada a nuestros pies, estábamos siguiendo la ruta de los antiguos peregrinos a Santiago que llegaban del norte de Europa al puerto de Ferrol, porque, sí, aquí empieza el camino inglés: nuestro camino.

Habían elegido este camino, que no es el más popular precisamente por eso. Querían los profesores que nos sintiéramos embriagados por ese halo mágico que dicen que tiene el camino, pero en estas fechas, los caminos más tradicionales están repletos de peregrinos. Javi comentaba entre risas, cuando nos explicaron la ruta días atrás, que los peregrinos eran parte del camino y de su encanto y que todo el que hace el camino,  además de llevarse una experiencia personal única, se lleva muchos amigos, pero que preferían algo menos concurrido para podernos tener más a la vista. Además, es el camino que más se adecuaba a los tiempos, seis etapas y ciento diecinueve kilómetros. Casi una semana de viaje y más de cien kilómetros a nuestras espaldas, que es lo mínimo que todo peregrino tiene que hacer para que le entreguen en Santiago la compostelana.

Poco a poco la noche se nos fue echando encima, tocaba volver al albergue a cenar. Llegamos enseguida y allí nos esperaba toda una cena: puré de brócoli con un trozo de pescado un tanto revuelto, negro, pegado, el aspecto era… Uf, era… solo recordarlo hace que se me erice el pelo, menos mal que llevábamos provisiones y había que comérselas, mañana empezábamos el camino y había que liberar peso de la mochila que llevaríamos a cuestas, así que fuimos tipos listos y engullimos todo lo que nuestros padres nos habían preparado con mucho cariño y que agradecimos infinitamente a seiscientos kilómetros de distancia.

El empezar de aquel camino lo recuerdo como algo mágico, la ilusión de emprender un viaje que sabíamos que tal vez sería el último juntos y que, sin quererlo, cambiaría el curso de nuestras vidas.  Por cierto, creo que aún no nos han presentado.

 

Naia

 

Naia, dieciséis años, inteligente y astuta. Esta sería mi descripción más acertada y precisa. Me encantaría añadirle metro setenta, 90-60-90, rubia y ojazos azul mar, pero no, soy más bien tirando a normalita, morena y ojos marrones, vamos, typical spanish.

Junto con Irene, Álex y Dani comencé la andadura de la vida. Siempre hemos ido unidos a todo: cumpleaños, partidos, excursiones, viajes, cursos… Todo. Llevamos juntos desde la guardería y jamás nos habíamos separado. Sin ellos no sé qué haría. Siempre estamos ahí para ayudarnos, somos… ¡como los cuatro mosqueteros! Porque si no hay dos sin tres, tampoco hay tres sin cuatro, ¡digo yo!

Me considero una chica estudiosa y después de este gran año voy a hacer un ciclo de Administración y Gestión de Empresas en un instituto de otro pueblo. Mi sueño era seguir estudiando bachillerato para hacer una carrera, pero lo cierto es que, cuando la vida te da un revés, tienes que estar preparado para afrontarlo y buscar salidas y soluciones.

Mi madre nos abandonó a mi hermana y a mí cuando la canija solo tenía dos años. Se agobió, no pudo con tanta responsabilidad, es lo único que nos ha dicho siempre mi padre. En casa no se habla mucho del tema, yo sé que a mi padre lo hace sufrir, pero me gustaría poder hacerlo, poder preguntar, encontrar respuestas a interrogantes que me acompañan día y noche, sé que llegará el día en que podamos hacerlo y, aunque han pasado años ya de aquello, hay heridas que tardan en cicatrizar y hay que darle tiempo para que pueda exteriorizar y compartir todo aquello que tiene dentro.

Mi padre es un tío genial. Lo mejor que me ha podido pasar en la vida. Cuando ocurrió el terrible pasaje de mi madre, sacó fuerzas de donde no las había, cogió a sus dos pequeñas del alma y decidió plantar cara a lo que le estaba ocurriendo. Para mí es un héroe, mi ejemplo a seguir. Y ahora toca devolverle el favor. Tenemos un taller de coches, que es el que nos da para vivir, mi padre siempre ha sido un currante nato y ahora le está pasando factura tanto sobresfuerzo y tanto sacrificio, y esas interminables horas de trabajo han mermado considerablemente su salud, así que alguien tiene que ayudarlo en su negocio, en nuestro negocio, y esa soy yo. Desde hace mucho tiempo decidí que quería estudiar empresariales, siempre con el fin de ayudarlo a llevar la empresa. Pero los planes han cambiado, hacer el bachillerato me costaría mucho tiempo totalmente dedicada a los estudios y luego súmale los cuatro años de carrera… imposible. Así que ha habido que tomar un atajo, lo ayudaré por las mañanas, que es cuando más trabajo hay, por la tarde iré al instituto, siempre que se pueda, y las noches serán para estudiar. ¿Y quién sabe si con los años podré retomar la carrera? Así que me formaré a la par que ayudaré al amor de mi vida, al que se lo debo todo: mi padre.

Ahora que hablo del amor de mi vida, he de confesaros que soy muy afortunada, porque no tengo un amor, tengo dos. A uno os lo acabo de presentar y a Alberto os lo presento a continuación. Es fácil: guapo. Lo resume todo. ¡Ay! Si es que es pensar en él y me salen corazones por las orejas, no lo puedo remediar. Llevamos saliendo unos meses, los más bonitos de mi vida. Pero no es todo perfecto. Mis amigos no lo aguantan, dicen que es un prepotente, un chulo, un manipulador, un controlador y me quedo corta, si por ellos fuera podrían estar calificándolo dos días seguidos sin descanso, eso sí, en esa lista solo cabrían adjetivos con cierto tinte negativo, ahí es nada. Yo creo que están totalmente equivocados. ¿Chulo? Es que es tan guapo que se lo puede permitir. ¿Controlador? No lo creo, sí que es verdad que me pregunta constantemente dónde estoy y con quién voy y me obliga a contestarle al WhatsApp cada vez que me escribe, pero eso no es ser controlador, mis amigos están tan equivocados… ellos no saben lo que es el amor. Alberto solo se preocupa por mí y quiere que no me pase nada malo. Ay, ¡y es que es tan guapo! Espero de corazón que algún día se reconcilien y podamos estar juntos en un mismo lugar. Tal vez el camino me ayude a hacerles ver lo importante que es para mí Alberto.

Del camino espero eso y mucho más.

 

***

Nuria Martínez Aglio

Categories: Literatura