Tú, Aristóteles
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Tú, Aristóteles
Qué hay de malo en ser nada más que un montón de cosas sueltas, Aristóteles. El Londres de Virginia Woolf es Picadilly y Oxford Street, son sus miles de hormigas humanas haciendo la compra un viernes por la mañana sin preocuparse las unas de las otras; son hombres y mujeres surgiendo de una boca de metro como lenguas de lava incandescente; esperando muy temprano en la parada del autobús; formando momentáneos ramos grises y quebrados; asimilando silenciosamente el sol cada uno por su lado en un banco cualquiera de Hyde Park. Londres no es bello, Aristóteles. El New York de Dos Passos es un montón desordenado. La Alexanderplatz de la prostitución, la esvástica y la desgracia ineluctable de Franz Biberkopf está hecha de desolación y desmesura. Las avenidas de Berlín Este sobrepasan las escalas; son amenazadoras, son gigantescas, son inhumanas; solo un pájaro o un dios pueden verlas enteras. La Karl-Marx-Alle es una quimera, es la vena de un gigante, es otro planeta. Y tú dices que ahí no puede haber belleza, Aristóteles. Porque lo bello tiene el tamaño adecuado, el tamaño de un cuerpo humano, por ejemplo, y esos no-cuerpos que son las ciudades modernas son cuerpos de monstruos y de quimeras, no de hombres ni de mujeres. París es un volcán que regurgita magma como Tifeo, el monstruo sepultado en los abismos subterráneos por el gran embestidor del desorden y la desmesura: Zeus y su trono celeste, Zeus y su rayo de fuego. Pero nos acordamos de Balzac y de las descripciones de París de los grandes novelistas franceses. El revoltijo de calles angustiadas en el proceso de nacer, perecer y renacer a toda velocidad sin un propósito definido (la especulación no tiene propósito, el capital es deseo in-finito). Nos acordamos del deseo vacío y fútil que tú descartas al comienzo de la Ética a Nicómaco y de las riadas de la multitud enfurecida de La educación sentimental y de la niebla dimanando de ninguna parte que engulle Londres en la apertura de La casa lúgubre. Y después pensamos en la América de Kafka, que es inmensa y la novela no termina nunca porque el tema de la novela es precisamente esa inmensidad desconcertante, exasperante y tumultuosa que no termina nunca. Nos acordamos de ti, Aristóteles. Imaginamos Atenas, con su tamaño exacto, con su cuerpo turgente modelado por las manos de un artista experto. Ese cuerpo de atleta que no es ni muy grande ni muy pequeño sino que es un cuerpo a escala humana en el que es posible habitar y construir y vivir. Atenas, que es bella porque es una ciudad en la que se puede vivir políticamente. Atenas, que es bella porque, aun poseída por un desafío insólito y llena de ambición –la fiebre de un mundo joven y el vértigo de un verano ardiente–, no es sin embargo el magma descoyuntado, desquiciado y desbordante que borbotea cada día haciendo agua las mil aceras de París. Atenas es algo en lugar de nada, mientras que la masa ingente, la ciudad desdibujada y desequilibrada, desconocida y desastrada cuyo estruendo calamitoso y disonante rinde tributo no a los dioses, sino a los rascacielos de Hong Kong y de Pekín, que son los nuevos monstruos y los gigantes renovados, los más recientes Oto y Efialtes que ha engendrado la imaginación humana, eso –dices tú– no es apenas nada. Las miríadas humanas no se conocen mutuamente; sus voces se pierden en el viento que sopla a 100 kilómetros hora desde el océano a través de los pasillos de espejos que rascan el cielo y nunca alcanzan una meta. La incomunicación es terrible (es la noche). Una acera cualquiera es la escena cotidiana de ese crimen terrible y cotidiano contra la integridad política que tú, Aristóteles, dices que es posible solo cuando la belleza es posible, es decir, cuando la pólis no es muy grande ni tampoco muy pequeña y unos pueden hablar con otros y se conocen e importa mucho que los que se conocen se comuniquen a diario y así mantengan el compás de la respiración de su conocimiento mutuo, que nace justo de ese trato íntimo y de esa comunicación cotidiana en algún rincón de Atenas y que sigue palpitando y creciendo y se mantiene con vida por eso: por la belleza de Atenas (eso era la amistad). La belleza está presente cuando algo está presente plenamente, con su esplendor y su rotundidad propia, sin equívocos ni imprecisiones ni malformaciones. La pólis bella es esa que es de verdad una pólis en lugar de no ser nada. Es un espacio en el que la vida política no está monstruosamente extirpada y condenada de antemano. Solo entonces –cuando es bella– es lo que es; solo entonces funciona como funcionan los órganos de un organismo vivo; solo entonces tiene sentido lavar las sábanas y arreglarse el pelo para ver a la gente; solo entonces hay belleza. Se recorren a pie las calles por la mañana; los coros ensayan sus bailes cómicos o trágicos; Sócrates se encuentra con Eutifrón y tú, Aristóteles, paseas en compañía por el terreno de Apolo hablando en voz no demasiado alta ni tampoco demasiado baja acerca de cosas de la máxima importancia y del máximo interés en las que solo raras veces reparamos. Es un lujo de dioses, es un ocio divino: esa larga diatriba acerca de qué significa ser una cosa y tener una naturaleza; por qué esto es una casa y no un montón de materiales esparcidos azarosamente sobre el suelo. Porque el silbido del viento no desgarraba como el filo de un cuchillo el tejido siempre naciente y siempre desgarrado de las innumerables voces humanas que claman su desesperación por querer comunicarse y que no se comunican nunca. Y porque no teníais que cerrar los ojos al pisar el ágora para protegeros de ningún viento del norte, el templo de Hefesto alzaba su porte magnífico del suelo al cielo. Vosotros no teníais que coger al vuelo un taxi en Keats Grove para no perder el tren de las ocho y veinte en la estación Victoria. Teníais aliento. Los espejos de las avenidas no cegaban la mirada al devolver mil fragmentos rotos e inconexos de cosas rotas e inconexas dispersándonos, separándonos, desorientándonos más allá del alba, más allá del anochecer. Vosotros, Aristóteles, teníais tiempo para deambular, divagar y jugar con alegría y sin premura; jugabais con el pensamiento acerca la diferencia entre lo esencial y lo incidental, entre lo falso y lo verdadero, entre las partes y el todo. Muy cerca, otros practicaban su propio deporte con los torsos desnudos y las piernas cubiertas de gotas de aceite brillante. Tus estudiantes te escuchaban y tú te comunicabas. Nadie tenía el chillido del viento ensordecedor soplando indiferencia en sus oídos. No tenían las astillas del cristal inerte de los cielos arañando las córneas. Tus oyentes estaban despiertos, Aristóteles. Seguían la parsimonia acompasada de tu argumento y no se desmayaban cuando retrocedías para empezar de nuevo, para reanudar la indagación una y otra vez. Porque así se investiga cuando uno investiga de manera filosófica y tu auditorio no había perdido el aliento corriendo hasta ti desde Victoria Station. Y entonces tú les decías sin necesidad de gritar en voz muy alta ni de susurrar en voz muy baja a esos hombres sin viento en los oídos: una pólis tiene el carácter de pólis cuando es bella y es bella cuando tiene el tamaño adecuado, un tamaño ni muy grande ni muy pequeño, sino extenso como el cuerpo firme y vigoroso de una mujer o de un hombre desnudo. Porque la belleza consiste en una cierta forma y en una cierta medida y en una cierta magnitud y en una cierta integridad, y ni lo gigante ni lo minúsculo tienen una forma que podamos percibir de un solo golpe. Apenas vemos lo grande ni lo minúsculo; apenas vemos los rascacielos ni los parques de New York. Se nos escapan. Se pierden en lo informe. Lo que se pierde en lo informe no es bello, ni siquiera está claro que sea algo en vez de nada. Porque la belleza consiste en límite, número, forma, orden, unidad y medida. Porque la belleza de las cosas es el ser de las cosas que tú persigues en tus largas diatribas como un amante persigue el cuerpo veloz de un amado quisquilloso y huidizo.
Pero qué hay de malo en ser solo una masa informe como las olas o el fuego, Aristóteles. Un cuadro de Pollock no contiene más que un montón de arabescos desconcertados, chorros y manchas negras en las que no se reconoce nada, no se ve figura alguna; salpicaduras feas y deformes; exabruptos que ni siquiera rechazan la forma y la armonía, sino que parecen no haberlas conocido ni, por lo tanto, haberlas olvidado nunca. Qué hay de malo en ello, Aristóteles. Tu viviente se ha desintegrado. Ni siquiera se ha desmembrado: se ha pulverizado en un largo y penoso proceso de lixiviación. Tú replicas que está muerto, que entonces ya no hay nada. En el icono de Malévich no hay siquiera salpicaduras grises y manchas negras. Simplemente hay nada y nada se echa de menos y todo se echa de menos. Nada se echa de menos. El cuadro es una invitación a fijar la mirada sobre un gran borrón, sobre el único gran borrón para ser exactos. Eso se nos exhorta y se nos obliga por la fuerza a ver y encuadrar, a percibir y admirar aunque no queramos. Queremos ver con claridad eso que ni siquiera a nosotros mismos nos gusta siempre ver. Queremos ver el inmenso, único y definitivo borrón negro, excesivo y desvergonzado, en el que no hay absolutamente nada, ningún consuelo, ninguna esperanza, ninguna promesa, ningún sosiego por el hecho de que esto es así y aquello es de la otra manera. Este insecto de seis pies y este animal con plumas. Tu mariposa y tu mochuelo eran bellos, Aristóteles. En nuestro cuadro la mirada vaga desamparada porque nada hay en el cuadrado negro sobre blanco excepto negro sobre blanco. Pero tenemos que amar nuestras ruinas, Aristóteles. Tenemos que elogiar este mundo que ya no es ni siquiera un mundo mutilado, pues la mutilación supone integración perdida, remite a entereza perdida (a eso tú lo llamabas “cosa”, de eso decías que tenía “alma”), y no hay aquí en lo que veo y en lo que siento y en lo que toco y en lo que doy por supuesto cuando me levanto y hago planes y los pongo en práctica; no hay ahora que recuerdo y escribo esto nada con lo que contar; no hay consuelo ni memoria de consuelo, sino solo este imperativo espléndido abriéndose paso a dentelladas a través de vientos de silencio y de espesuras de incomunicación: trata de elogiar tu propio mundo devastado.
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Aída Míguez Barciela
Agosto de 2020
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