Vanitas vanitatis

Antonio de Pereda y Salgado – Alegoría de la Vanidad
La muerte segó con su fría guadaña el manuscrito con el que el clarividente poeta chileno Pablo Neruda pretendía ofrecer al mundo sus recuerdos. Recuerdos que son, a su entender, siempre “intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la vida”. Neruda confiesa “que ha vivido” desde ese momento mágico en el que naciera “a la vida, a la tierra, a la poesía y a la lluvia”. Ahí es nada.
Me gusta fabular pensando que los recuerdos con los que edifico mi propia memoria no se engarzan en un collar de frías fotografías instantáneas, sino que se aproximan, aunque sea de lejos, a las memorias del poeta. Me gusta imaginar, con Neruda, que “tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros” (el título de esa gran película de Florian Henckel von Donnersmarck) y por eso, “mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta”. Y por ello he decidido disfrutar de la escritura y “dar vida” al colorido fragmentario de las primeras frases de algunos libros que amo y he amado con verdadera pasión. Espero que les guste mi sincera confesión a corazón abierto.
“Todos los hombres desean por naturaleza saber”, escribe Aristóteles, al comienzo de su monumental Metafísica, persiguiendo encontrar el ADN de “una cierta ciencia que estudia el ente en cuanto ente y las determinaciones que a él le pertenecen”. Aunque el texto está un tanto desnaturalizado, al ser los “apuntes de clase” de las enseñanzas de Aristóteles en el Liceo, caminando de un lugar para otro, y no una obra escrita de puño y letras por el insigne maestro, pienso que es un buen punto de partida. Todos queremos saber, adquirir conocimientos teóricos y prácticos, y esto nos viene muy bien para poder sobrevivir en este mundo cruel y llenarlo de significado, dotándolo de un sentido que, muchas veces, se nos escapa. De momento, ni las plantas ni los animales tienen este quebradero de cabeza, salvo en las películas La invasión de los ultracuerpos o El planeta de los simios. Y resulta que desde mi más tierna infancia tengo a gala ser un apasionado de la lectura, lo que desembocó inevitablemente en un idilio todavía no resuelto con el mundo del conocimiento. Hay tanta información sobrevolando nuestras cabezas, que me costaba decidir en la librería de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, si adquirir la Revista Mathesis promovida por los filósofos, o la Revista Solemne el gordo, editada por los filólogos.
Con el paso del tiempo, he reconocido una cierta intención en el destino: me decanté por el saber filosófico y, tal vez como consecuencia de ello, tengo la tendencia a adoptar una cierta pose sacerdotal y oracular, acorde a mis inclinaciones histriónicas. La odisea del Ulises de James Joyce se abre con esta clara imagen de mis intenciones ocultas: “Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó: –Introibo ad altare Dei”. Me gusta imaginarme convertido en un ser tan poderoso como Torquemada, el cardenal Rouco Varela o Cayetano, el ínclito tomista, empuñando la “navaja de Ockham”, ese osado instrumento epistemológico tardomedieval que nos permite eliminar de cuajo “los entes” que nuestro cerebro, lleno de pájaros metafísicos, sin cesar multiplica. A la hora de dar un sentido a nuestros actos y un significado amplio al mundo y a la existencia, más vale perseguir la simplicidad y buscar el cobijo de la ciencia.
Pero no sólo de ciencia vive el hombre, y menos mi compleja corteza cerebral, e incluso mi sistema límbico que tanto admira a las hembras de “mantis religiosa”. Me gusta hacer mundos, como nos recuerdan el filósofo Nelson Goodman o los relatos de Italo Calvino. Me encanta situarme en la posición privilegiada que proporcionan el arte y la experiencia estética. Ello me permite pensar que “mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta”, como decía Neruda. Insuflando vida a la vida, a través de infinitos mundos posibles, sea a través de la lectura o la escritura, me convierto en un ser babeante, ebrio de amor, estupefaciente. La realidad del científico, entonces, me importa un comino, como me sucedió cuando leí, por vez primera, el inicio del exquisito Concierto barroco de Alejo Carpentier: “De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amarillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales…” Con el arte, el placer se convierte en el protagonista del tiempo.
“Cuando Zaratustra tenía treinta años –escribe el filósofo Friedrich Nietzsche al principio de Así habló Zaratustra– abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad, y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, -y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así: “¡Oh gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas”.” La soledad es connatural a las grandes gestas filosóficas, como las de Nietzsche. Y la transformación del corazón, uno de los efectos más notables del discurso bien trabado y argumentado, y de la práctica filosófica, cuando se hace “de corazón”. Incluso cuando lo que se proclama es “la muerte de Dios”, la muerte de las entidades ideales que enmascaran los instintos vitales, que nos amargan esos momentos en los que disfrutamos del placer de leer el inventario poético de los objetos de plata de la novela de Carpentier. Porque los dioses necesitan inevitablemente de tristes mortales que los adoren. Somos los humanos, de nuevo, y no los repollos o los osos hormigueros, los que damos sentido a todas las cosas, lo que incluye a los dioses, dioses que están constituidos por “agua”, al igual que los restantes seres del cosmos, según Tales de Mileto. Es difícil desprenderse del antropocentrismo, aunque afirmar su imperio no sea políticamente correcto.
“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Con esta descripción aterradora se abre La metamorfosis de Franz Kafka. Les confieso que, a estas alturas del artículo, así es como empiezo a sentirme, como “un monstruoso insecto”. Como algo “monstruoso”, en definitiva. La memoria y los textos han hecho que me tope, cara a cara, con mi “sombra”, con mi Mr.Hyde, con emociones inconfesables, con el lado oscuro de la naturaleza humana que silenciamos y adornamos con las pasiones del intelecto, los gestos sacerdotales que hacemos cuando nos afeitamos y decimos latinajos sin pudor, o con el preciosismo de un inventario de artefactos de plata o invocaciones al astro rey tras un prolongado ataque de misantropía. Para el psicoanalista Carl G. Jung no podemos alcanzar la iluminación fantaseando sobre la luz, sino “haciendo consciente la oscuridad”. ¿Conviene, entonces, darse de bruces con nuestro “lado oscuro”? Parece que no está tan mal eso de aceptar la fuerza energizante de las emociones negativas, practicar la aceptación de nuestro sino de la que hablan tanto los estoicos como los budistas, recuperar la crónica de nuestros “crímenes” para cimentar así nuestra humanidad sobre sólidas bases. Reconocer la oscuridad de nuestra sombra es un buen remedio para sacudirnos la culpa. En sintonía con lo dicho, las primeras frases de El extranjero de Albert Camus: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.” Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”. En ocasiones somos tan miserables, que condenamos abiertamente a una persona por no recordar una fecha con dolor extremo, impidiéndole que se libere de la culpa. Y no dudamos a la hora de censurar la intensidad de la pasión erótica asimilándola a la brutalidad, cuando ésta se desata sin disfunciones eréctiles, vaginismo ni eyaculaciones precoces y con unas altas dosis de sobreabundancia. “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, -dice el protagonista de La vorágine de José Eustasio Rivera al comienzo del relato- jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.”
¿Se imaginan lo que habría pasado si el mítico, asmático y prosoviético Darth Vader, el representante del “lado oscuro” por excelencia, en lugar de hacer a Luke Skywalker la confesión: “No. Yo soy tu padre”, le hubiera recitado el principio del bíblico Eclesiastés: “Vanidad de vanidades; todo es vanidad. ¿Qué provecho queda al hombre de todo el trabajo con que se afana bajo el sol?”? Otro gallo nos habría cantado en nuestra galaxia.
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Rafael Guardiola Iranzo