Lucus a non lucendo [… dein quarundam arborum libris -et fanum-] – De libros – Aida Míguez Barciela
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Lucus a non lucendo
… dein quarundam arborum libris [et fanum]
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Lucus a non lucendo
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De libros
¿Cuál es el problema de esos libros: La visión de la Odisea [1], Mortal y fúnebre [2], Talar madera [3], El llanto y la polis [4]? Son ejercicios de hermenéutica; cada uno de esos libros remite a un texto o conjunto de textos determinado. Y si leer bien siempre resulta complicado, tratándose de griegos el asunto es aún más complicado.
Somos intrusos en el mundo de los griegos. Nunca estamos seguros de las lecturas que proponemos. Somos conscientes de que no entendemos, y sin embargo intentamos entender; y sin embargo pretendemos leer. Leer sin dar por sentado ninguna pregunta que hubiese que plantearle al texto. Leer con la suficiente paciencia y desinterés y esfuerzo y tiempo y libertad para que de la confrontación con el texto saliesen no mis problemas personales, sino los problemas del propio texto.
Es preciso guardarse de la tentación (la obcecación, la confusión); es preciso poder leer un texto sin dar por sentadas cuestiones que han sido prejuzgadas de antemano como las presuntamente «importantes», las presuntamente «filosóficas». Porque ahí se juega el elemento arriesgado de un libro, el elemento vivo, combativo, inconforme, creador. Sin riesgo, escribir un libro no merece la pena; sin riesgo no es posible escribir libro vivo alguno. Un libro vivo no se parece a nada, no imita nada, no se conforma con nada.
No hay ninguna «filosofía» de Homero, ni de Píndaro, ni quizá tampoco de otros autores cuyos nombres encontramos al abrir los manuales y los estudios de «filosofía» corrientes. Homero no es un filósofo, pero tampoco es un poeta en el sentido que este concepto tiene para nosotros.
El objetivo de esos libros era modesto: leer unos poemas no leídos. Cómo leer la Ilíada en lugar de pasar de largo ante la Ilíada. Cómo leer la Odisea sin proyectar sobre ella nuestros pequeños intereses y nuestras pequeñas petulancias, los intereses académicos incluidos. Y no porque se aspirase a una lectura objetiva, que por supuesto no la hay, sino precisamente por eso que parece un propósito modesto: leer el poema sin más, entender algo del poema sin más. Avanzar hacia esa lectura inocente que nos exige que destruyamos toda la inocencia. Porque la inocencia irrumpe cuando se han destruido lo más posible, en la medida de las propias fuerzas, las ilusiones, los prejuicios y todo eso que siempre ya nos acompaña de antemano en la lectura.
Contestar a una pregunta aparentemente sencilla: de qué va la Odisea, de qué va la Ilíada, no era tan sencillo como parecía.
Muchos doctos nos dicen o nos han dicho que no procede ocuparse del catálogo de las naves de la Ilíada en un centro de Filosofía. Se presumía que no hay ningún problema filosófico en el catálogo de las naves de la Ilíada. Se presumía que el proyecto estaba fuera de lugar, es decir, fuera de los tópicos académicos habituales.
El catálogo de las naves es un catálogo. En los poemas homéricos encontramos muchos catálogos y muchas listas. Son elementos que obstaculizan la lectura al contemporáneo, y lo que tiene o tendría que hacer el lector contemporáneo es aprender de su dificultad, aprender de los límites de su capacidad lectora, darse cuenta de esos límites. Porque saber que no sabemos es saber algo importante.
Las listas, los catálogos, las filas de nombres y adjetivos, nos enseñan mucho acerca de eso que, solo para resumir, llamamos la «ontología» griega antigua. Es otra ontología, y Homero nos enseña en qué sentido es otra.
Esos nombres adornados con epítetos eran cosas adornadas, cosas ensalzadas, cosas importantes; no triviales sino misteriosas, relevantes, consistentes, exigentes, divinas. La cosa en Grecia todavía es importante. Es singular, es irreductible, es indescifrable. Y si nos aburrimos con las listas, si nos molestamos al tener que leer tantos nombres y adjetivos, ¿qué nos enseña esta molestia? Nos enseña que la cosa ya no es importante para nosotros (las cosas se han desvanecido como humo: lo dominamos todo). Nos enseña que hemos perdido esa capacidad de ver las cosas una por una y separadamente de la que los estudiosos nos hablan a propósito de la lengua griega y su parataxis, de la pintura geométrica sobre vasos, del «estilo» de la poesía, etcétera. Ellos sí podían nombrar las cosas de manera fiable; ellos sí podían pura y simplemente ver las cosas.
Las listas y los catálogos no eran tonterías, eran un problema filosófico de primer orden: por qué es posible para ellos nombrar adecuadamente cada cosa, qué mundo es ese donde las cosas son importantes y exigentes y tienen todavía su ser propio, sus adjetivos propios, unos y no otros, estos y no cualesquiera. El poeta griego era el maestro en ponerle a la cosa su adjetivo, y esto no era un problema «literario», sino que el poeta era «poeta» justamente por ser capaz de decir la cosa bien, decirla hasta su último detalle. Todos decimos, pero no todos decimos bien. Todos nos movemos, pero no todos hacemos del movimiento una danza.
Leíamos a los poetas porque no nos interesaban los problemas presuntamente «filosóficos»: nos interesaba Grecia misma como problema filosófico. Lo cual tenía el efecto colateral siguiente: poder leer a los «filósofos» con más finura, con mayor acierto; leerlos con más sensibilidad y más competencia lectora. Parménides, Jenófanes, Heráclito: ¿acaso debíamos leerlos al margen de esa plétora de decires al alrededor? ¿Leer a Anaximandro sin Esquilo? ¿Leer a Heráclito sin Píndaro?
Tanto peor para quienes se empeñan en hacerlo de esa manera (tópica, gastada, muerta), pensábamos. Porque esforzarse por leer un poco mejor el proemio de Parménides es necesario para comprender un poco mejor los restos del poema de Parménides. Porque para leer un poco mejor ese proemio resulta instructivo tener presente la Odisea, Hesíodo y muchas otras cosas.
El hombre que ha visto es el hombre que ha errado, ha viajado, ha sido desviado del camino ordinario de los hombres (la hodós se aparta del pátos). Se trata de un viaje sin el cual no hay conocimiento; un camino que conduce lejos del sendero trillado y mil veces pisado de los hombres. Es preciso apartarse de todo para poner el pie en ese camino que está aparte de todo. No te ha traído hasta aquí una moira funesta, dice la diosa.
Odiseo fue arrastrado lejos del mundo conocido de los hombres. Y llegó hasta los límites, llegó hasta las fronteras. Y vio lo que no se había visto nunca, y trabó conocimiento íntimo con figuras femeninas inmortales que le enseñaron cosas nuevas.
No eres tú el que se pone en el camino. Algo más grande que tú te conduce hasta el camino: para remontar lo mortal se necesitan transportistas más grandes y más capaces que lo mortal. El viajero no viaja por su cuenta porque por su cuenta nunca llegaría a ese camino que es distancia frente a todos y cada uno de los caminos.
La voz de los fragmentos de Heráclito se aparta del camino de los hombres no para despreciarlo, sino porque de otro modo no habría reconocimiento de cómo es y en qué consiste ese camino.
Así también la Odisea: el sabio, que es sabio porque ha emprendido un viaje extra-ordinario, vuelve como el que juzga las cosas en las que estaba instalado; las juzga porque ha estado fuera del camino; las reconoce porque retorna de la distancia.
Así también Aristófanes: las nubes ponen de manifiesto la phýsis de cada cosa porque son nubes, seres de aire, distancia, lejanía.
Sabemos que es una ilicitud (caminar por el aire), y que esta ilicitud se llama «filosofía» (los filósofos son peatones del aire). Es preciso engañar con dulces palabras a la guardiana más poderosa para que la puerta se abra y la diosa se vea y se escuche. Para oír el discurso que nunca oímos es preciso cruzar un umbral y transgredir una frontera. Es preciso atreverse a engañar a la mismísima díke.
El sabio transgrede o rebasa una frontera; abre la puerta que siempre está cerrada, desgarra los velos que encubren lo que tenemos más cerca, ante los pies, al alcance de las manos. Porque eso no lo ven, dice Heráclito, eso con lo que tratan siempre no se les muestra nunca. El sabio es el transgresor: Odiseo, el maldito Odiseo.
Para entender a los «filósofos» necesitamos entender a los «poetas». ¿Con quiénes polemizan los «primeros filósofos» sino con los que han hablado antes de eso de lo que ellos pretenden hablar ahora? De los dioses. De la pluralidad y de la diversidad de las cosas. Pero si ellos (los llamados «presocráticos») dicen Afrodita, Apolo, Zeus, es solo para decir que hay algo por debajo o por encima de Zeus, Apolo, Afrodita. Algo que no es nada, sino distancia frente a…, apartamiento de…
El único dios (el uno-dios) es lo que aparece cuando se plantea la pregunta «en qué consiste que los dioses sean». Y si ese uno-dios es distancia, lo normal es que no haga nada de lo que los dioses siempre hacen: no engañar, no cometer adulterio, no corretear de un lado a otro. Esto no es moralismo, es pensamiento.
Homero no dice «en cada cosa hay dioses»; se necesita un Tales para decirlo. Llevar delante lo que siempre queda atrás caracteriza la pretensión que está en juego. Y esa pretensión trastornaba, detenía o perturbaba de manera irreparable (una vez roto, el silencio no se recompone nunca). Por eso la ilicitud, por eso los velos rasgados, por eso el retorno que no es retorno.
Odiseo veía eso pretérito como por primera vez, es más: lo investigaba y lo comprobaba en profundidad como si el territorio o territorios del viaje fuesen un laboratorio. Y qué ocurre entonces. Qué pasa con esa investigación o visión o examen o comprobación profunda de lo inexplorado.
La prueba alteraba desde las raíces el hasta el momento tranquilo ser de lo probado. Perturbaba lo que hasta ahora no había sido nunca perturbado.
Pero tenemos que preguntar: qué es interpretar, qué son las interpretaciones.
Las interpretaciones no son exhaustivas: están llenas de agujeros. Por eso seguimos adelante; por eso un libro sigue a veces a otro libro. Y ninguno es completo ni perfecto ni está en verdad acabado. Pero precisamente por la incorrección (la corrección se acaba solo cuando todo se acaba), un libro necesita el siguiente para corregirse en el siguiente. El blanco de un libro está siempre en el siguiente.
Holzfällen gravita en torno al problema de un bosque que ha sido talado ilegalmente. La ilicitud se ha cometido (¡hace tanto tiempo!). Y si la novela se irrita desmesuradamente con los que se obstinan en seguir hablando de bosques y caminos de bosque es porque quiere aceptar que no hay restauración (ningún refugio en ningún bosque). Pretender restaurar lo que el conocimiento ha devastado no solo es disparate: es mentira, es hipocresía. En esa destrucción se funda todo lo que sois; de esa violación procede todo lo que tenéis, dice de una u otra forma la novela.
Talar madera es lo que hace un leñador. Solo para el leñador el árbol es madera en lugar de lisa y llanamente árbol. Se destruye el bosque y se construye la balsa o la nave o la puerta.
Para ver el bosque había que construir un no-bosque: un vacío, un espacio de aire. Fundar la pólis es algo más que construir una ciudad; es también relativizar la pertenencia a un lugar. Por eso la pólis presupone un viaje, una ruptura, un crimen.
Se trataba de romper con el lugar para construir un espacio. Esto es el témenos: el espacio cortado. Esto es el álsos: el recinto para los dioses. No un lugar, sino un espacio arrancado al lugar. El espacio suprimía el lugar por lo mismo que lo hacía aparecer como lugar. La pólis segaba las raíces y uno aprendía que tenía esas raíces.
Un témenos es una delimitación. Un corte. Un spatium. Es el resultado de una operación de cortar y dividir. Se divide no por donde uno quiere, no por donde uno «cree» que están los dioses, sino por donde los dioses están de suyo (si se corta como uno quiere, es que no hay dioses). El témenos es el reconocimiento profundo de un lugar: esa delimitación precisa, ese recinto bien delimitado.
Y qué pasa al considerar este espacio delimitado en sí mismo; qué ocurre al considerar esta distancia por su parte. Nos lo dicen esos personajes a los que solo por pereza intelectual llamamos los «presocráticos».
El bosque se destruye por lo mismo que es reconocido (la mirada que descubre es la mirada que destruye). Ahora bien: esto es Grecia. Aquí el bosque se defiende y se opone y se venga del personaje sabio porque todavía es más grande que el sabio y todavía puede más que el sabio. Ártemis resiste donde Apolo ha puesto ya su pie. Las figuras femeninas han sido derrotadas, pero siguen siendo poderosas: son los baluartes o los bastiones que detienen una marcha que resulta ya imparable. Y cuanto más se acelera, más debe frenarse. Porque las consecuencias saltan a la vista, los bastiones se hacen más grandes. Porque la cosa está en peligro, hay que defenderla más. Se defiende lo que corre peligro, se habla de lo que está en trace de desaparición.
El sabio que ha tenido la audacia de viajar más allá de lo permitido; el joven que deja de ser joven porque ha visto tras la puerta que nunca se abre, ese es todavía un personaje maldito. Y no solo es maldito, dice la tragedia, también es miserable. Y no solo es criminal, dice la comedia, también es risible.
Cómo no va a ser risible el que las mujeres se quejen de esos sabios que han puesto en jaque a los dioses (los poetas, los sofistas) no porque les importen demasiado los dioses, sino porque no podrán vender las coronas para las fiestas. Cómo no va a ser risible el que aquellos que han pretendido caminar por los tejados terminen haciendo que el techo de la casa (el techo que ellos han negado) se desplome sobre sus cabezas. La risa reconoce el disparate en el que todos se han enmarañado.
La pólis no vive sus propias consecuencias. Sus consecuencias son en cambio el pan que comen cada día los personajes de Moll Flanders, Roxana, La comedia humana. De qué tratan estas «novelas modernas» sino de la criminalidad del individuo moderno. Qué ridiculiza Swift sino la vieja frase de escuela «el hombre es el animal racional». Y qué analiza Balzac sino la anatomía de la sociedad civil. Y esto es luz sobre el propio tiempo [5]. Y esto es –pensamos– lucidez para leer mejor a los griegos.
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Aida Míguez Barciela
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Notas
- Aida Míguez Barciela. La visión de la Odisea. La Oficina de Arte y Ediciones, 2014. ISBN: 978-84-941270-2-1.
- Aida Míguez Barciela. Mortal y fúnebre: leer La Ilíada. Dioptrías, 2016. ISBN: 978-84-9429-737-3.
- Aida Míguez Barciela. Talar madera. La Oficina de Arte y Ediciones, 2017. ISBN: 978-84-9412-702-1.
- Aida Míguez Barciela. El llanto y la polis. La Oficina de Arte y Ediciones, 2019. ISBN: 978-84-9497-142-6.
- Aida Míguez Barciela. Cuando los pájaros cantan en griego. Punto de Vista Editores S.L., 2017. ISBN: 978-84-1687-605-1.