Vida de Antonio – Dolores Alcántara Madrid

Vida de Antonio – Dolores Alcántara Madrid

Vida de Antonio

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Vida de Antonio

Cuando Antonio nació, su padre bebía de una bota de vino a pleno sol, ignorante de que su tercer hijo llegaba al mundo bastante antes de lo previsto. En la obra había faena hasta final de julio, apenas unas tres semanas. Una enfermera llevaba rápidamente a Antonio a la incubadora mientras su padre hacía una pausa para refrescarse y secarse el sudor con un pañuelo. Pensaba que la paga cubriría las deudas y que tenía que encontrar alguna otra faena para el mes de agosto, cosa difícil, sin saber que su mujer lloraba sin parar en la sala de partos, asustada por haber traído al mundo un niño tan pequeño. El padre de Antonio miró hacia el sol sin poder verlo, se subió los pantalones y se dirigió al andamio. Preguntaría a Luis, el jefe de la obra, si sabía de algún sitio en el que necesitaran albañiles durante el mes de agosto.

Después de casi dos meses, Antonio salió de la incubadora. Su madre lo tomó en brazos y se puso a llorar. “No llores, mujer, el niño está bien”, le dijo su marido. Pero ella recordaba aquella conversación con el médico, cuando les había dicho que el niño parecía sano y normal. Y aquel “parecía” le sonaba muy diferente del “está” de los dos primeros, nacidos a los nueve meses cumplidos de embarazo. La madre de Antonio había perdido su empleo como mujer de la limpieza en dos casas de la zona alta de la ciudad. Aquel final de verano había pedido dinero a algunos familiares a la espera de que Manuel, el padre, encontrara otro trabajo. Antonio sólo podría estrenar la ropa que le regalaran y dormiría en la cama de sus padres hasta que les prestaran una cuna. Su madre no lograba levantar el ánimo desde el nacimiento prematuro de Antonio. El médico les había hablado de la depresión posparto y Manuel había pensado que si él tuviera un buen trabajo con un buen sueldo, su mujer no lloraría. Los médicos no sabían de lo que hablaban y se sacaban ideas complicadas de la manga para explicar que Marga sintiera pena por el niño y miedo por lo que pudiera pasar. El dinero lo arreglaba casi todo, creía el padre de Antonio. Y su hijo estaba perfectamente. Sólo tenía que encontrar un trabajo antes de que se acabara el mes de septiembre.

Antonio pasó su primer año escuchando los sollozos de su madre, las frases lacónicas y breves de su padre, el alboroto de sus hermanos cuando volvían de la escuela o de jugar en la calle. Supo de las saladas lágrimas de su madre y del olor de sus senos, a los que lo acercaba Marga para no privarlo de un contacto que sus hermanos sí habían tenido. Antonio dormía mucho y no adquirió el peso previsto hasta el primer año. Los comentarios del pediatra habían sido atentos y tranquilizadores.  Marga había ido poco a poco recuperando la seguridad, la alegría, la conformidad con lo que le había tocado vivir. Manuel había sido contratado en una empresa y podrían devolver el dinero que habían pedido. Incluso podrían ahorrar para comprarle una cama a Antonio. Para celebrarlo, Manuel compró un disco de Antonio Molina, a quien debía el nombre su tercer hijo. Aquel día hizo que Marga dejara al pequeño en el sofá, la tomó por la cintura y se pusieron a bailar. Manuel la besó en la mejilla y ella sonrió casi olvidada por completo de la pena que la había acompañado durante el último año.

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Antonio no fue a la escuela hasta los cuatro años. Su padre trabajaba doce horas diarias y su madre pudo volver a limpiar casas cuando tenía un año y medio. Lo dejó al cuidado de unas vecinas viudas, dos hermanas que vivían solas y que estaban encantadas de atender a un niño risueño y obediente. Sus hermanos pasaban en la calle todas las horas que no estaban en la escuela, jugando con otros muchachos de su edad. Sólo si se habían hecho daño aparecían a horas en las que, hiciera frío o calor, se encontraban fuera de casa. A veces volvían con magulladuras por todo el cuerpo, pero no decían nada.  Marga veía las señales cuando les bañaba por las noches, aunque ya pudieran hacerlo solos. De ese modo estaba con ellos y les reñía como riñen las madres, reía con ellos y jugaba un rato. Manuel regresaba cerca de la medianoche y los niños ya estaban acostados. Era el momento para cenar el matrimonio, con algún programa de televisión de fondo. Marga recogía unos platos y traía otros. Manuel levantaba la voz, indiferente al sueño de los niños, cuando ella se alejaba en dirección a la cocina. Ella insistía, con gesto escandalizado, en que bajara la voz. Sólo Antonio dormía, aún en la cuna en la habitación de sus padres. Sus hermanos, Carlos y Manolo, maquinaban alguna travesura o hablaban de los jugadores de fútbol, o de aquella consola que le habían regalado al compañero de clase de Manolo, de nueve años, y que les había enseñado aquella tarde al salir de la escuela. “Cuando sea mayor”, decía Manolo, “tendré mucho dinero y me compraré un vídeo y una consola super guay”. “Yo me compraré un coche y viajaré por todo el mundo”, respondía Carlos, de siete. Caían rendidos cuando Marga fregaba los platos en la cocina y el sonido de los cacharros en el mármol se esparcía nítido y solitario por el patio de luces. Manuel la esperaba en la cama y, cuando Marga se quitaba la bata y se quedaba en camisón, antes de que se hubiera acostado, él ya roncaba levemente. Marga se acercaba a la cuna de Antonio y observaba durante unos minutos su respiración, después miraba el despertador, comprobaba que estuviera puesto a las seis y media, apagaba la lámpara de la mesita de noche y se giraba de espaldas a Manuel, que así la protegería durante el sueño, igual que ella protegía a Antonio.

Antonio no se despegaba de las piernas de su madre a la entrada de la escuela. Marga tenía que entrar con él hasta la puerta del aula y esperar que la maestra le distrajera para marcharse corriendo a coger el autobús. Hasta pasada la Navidad no se acostumbró a aquellos rostros nuevos y a aquel espacio tan pequeño en el que hasta las ventanas estaban cubiertas con dibujos de soles, nubes y estrellas. Lo que más le gustaba era la plastilina. Cogía una bola de plastilina y la soltaba para volver a cogerla, sorprendido de su tacto, pero nunca hacía una figura. Si uno de los niños cogía una de las bolas que dejaba caer, permanecía quieto, esperando quizás a que se la devolvieran, mirando el lugar en que la había dejado caer. La maestra le dijo a Marga que Antonio era un niño lento, muy lento, que no seguía el ritmo de la mayoría de los niños, aunque era muy bueno y hacía siempre caso de lo que se le decía.

Las cosas iban bien en la familia de Antonio. Hacía tiempo que no pasaban apuros económicos y se habían podido comprar un coche de segunda mano con el que los domingos iban al campo con la familia de Luisa, la hermana de Manuel. Antonio era el niño más pequeño y nadie se extrañaba de que prefiriera estar siempre cerca de su madre mientras los otros niños desaparecían durante horas. Manolo, Carlos y sus primos volvían despeinados y con arañazos en las piernas antes de que oscureciera. Pero un domingo de otoño, cuando los bártulos ya estaban metidos en los coches y los hombres se disponían a conducir un par de horas de vuelta para llegar a tiempo de ver el partido de fútbol, ninguno de los niños aparecía. Sólo Antonio estaba allí, jugueteando con unos vasos de plástico de colores. Levantó la cabeza hacia el lugar del que venía la voz de su madre, que gritaba el nombre de sus hermanos, cada vez más nerviosa. Luisa y su marido también gritaban el nombre de sus hijos. Todos se dispersaron en diferentes direcciones, menos Marga que tomó a Antonio y le abrazó. Antonio sintió la agitación de su pecho y se quiso separar de ella. Pero ella le apretó y empezó a caminar nerviosamente sobre las hojas caídas de los árboles. Al cabo de varias horas, apareció Manolo con sus dos primos, Raúl y Luis. “¿Dónde está tu hermano? Dime, ¿dónde está tu hermano?”, le preguntó Manuel zarandeándole. “Le ha pasado algo, Manuel, le ha pasado algo”, empezó a decir Marga. “Calla mujer”, le cortó Manuel. “¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu hermano?” “Venía detrás, no lo sé. Hace un rato”. Encontraron el cuerpecillo de Carlos en la ribera del río. La policía dijo que se había ahogado al resbalar. No sabía nadar.

Marga nunca se recuperó. Antonio creció entre los llantos de su madre, la expresión sombría de su padre y el silencio de su hermano mayor, que se había convertido en su único hermano. Los años de escuela pasaban como pasan las páginas de un libro escrito en un idioma incomprensible, pero con fotografías y dibujos que a veces dejaban boquiabierto a Antonio. Esa era su actitud habitual, la de tranquilo asombro, la de observador callado de pocos detalles, de pocas cosas. Lo único que Antonio consiguió aprender fueron las canciones de Antonio Molina, las de los pocos discos que tenía su padre y que tardó tiempo en volver a poner, siempre en domingo, después del desayuno. Antonio las empezó a cantar al poco de morir Carlos. Marga le riñó. Manuel le dijo que lo dejara, que él no tenía la culpa, que si así se distraía, mejor para él. Y Antonio cantó hasta saber de memoria todas, o casi todas, las canciones de Antonio Molina.

Dejó la escuela antes de tiempo. Había aprendido a leer y a escribir con dificultad. En la escuela dijeron que aprendía poco y despacio, hasta que el retraso acumulado hizo que no pudiera seguir las clases, ni siquiera las de educación física. Lo único que Antonio había aprendido cuando llegó a la adolescencia eran las canciones del cantaor favorito de su padre, al que empezó a acompañar a las obras en las que trabajaba. En su tiempo libre, Antonio paseaba por el barrio y regaba las calles con las canciones de Antonio Molina que cantaba. Los vecinos le empezaron a conocer. Un día que iba con mi madre a comprar, tan pequeña aún que me llevaba de la mano, le vimos y le escuché cantar. Mi madre me dijo qué cantaba y cómo se llamaba. Se refirió a él como “ese chico”. Me hice mayor y empecé a salir sola por el barrio. Muchas veces me crucé con él. En alguna ocasión se acercó a mí y me lanzó un requiebro cantando, como en las películas que Antonio Molina había protagonizado. Lo hacía con todas las jovencitas.

Fue mi madre quien me contó que a ese chico que cantaba canciones de Antonio Molina el padre de una jovencita y sus amigos le habían dado una paliza tan tremenda que había estado muy grave varios días en el hospital municipal. La chica decía que la había intentado violar. Mi madre no lo creía. Cuando Antonio salió del hospital tardó en volver a pasear por el barrio. Cuando lo hizo aún llevaba una venda en la cabeza. Cantaba poco, pero cantaba. No era el mismo. No había alegría en su canto, sino desorientación. No sonreía, como antes, se le veía concentrado y preocupado. Nunca volvió a trabajar.

Cuando Antonio murió, de una embolia cerebral según dijeron, muchos sospecharon que era una secuela de la paliza que había recibido. La familia de Antonio no denunció entonces a esos vecinos del barrio, aunque se cruzara con ellos casi cada día. Marga hacía años que apenas se relacionaba. Manolo se había casado y vivía en otro barrio. Al padre se le veía por los bares al fin de la jornada laboral. Pero cuando Antonio cayó fulminado en la calle, Marga preparaba la comida y tuvo que ser la vecina que le dio la noticia la que se encargó de apagar los fogones y coger las llaves del piso. Marga salió a la calle en zapatillas y con el delantal puesto a buscar a su hijo pequeño. Gritó y gritó aferrada a su cuerpo. Antonio tenía 22 años. Cuando se levantó del suelo se fue al bloque de viviendas donde vivía el padre de aquella muchacha que había acusado a su hijo de querer violarla. Gritó y lloró y maldijo. Varias personas tuvieron que sacarla de allí. Al padre de Antonio no le volvieron a ver por los bares. Al cabo de un tiempo se fueron del barrio. A vivir cerca del único hijo que les quedaba, dijeron.

Cuando Antonio murió mi madre me prevenía de los hombres que podían querer aprovecharse de mí. No de los que siempre he creído que mataron a Antonio.

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Dolores Alcántara Madrid

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