El poder de la imaginación y la fecundidad del entendimiento en el «Examen de ingenios para las ciencias» de Juan Huarte de San Juan – [Sobre el origen hispánico de la filosofía moderna] – III – José Biedma López

El poder de la imaginación y la fecundidad del entendimiento en el «Examen de ingenios para las ciencias» de Juan Huarte de San Juan – [Sobre el origen hispánico de la filosofía moderna] – III – José Biedma López

El poder de la imaginación y la fecundidad del entendimiento en el Examen de ingenios para las ciencias de Juan Huarte de San Juan – [Sobre el origen hispánico de la filosofía moderna] – III

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Con motivo de la epidemia de la peste, Juan Huarte de San Juan fue contratado, por dos años, como médico en el Concejo de la Villa de Baeza ejerciendo en el Antiguo Hospital de la Concepción.

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5. Las acciones del entendimiento

            Cuando Huarte define la naturaleza del entendimiento, destaca sobre todo su dignidad, su falibilidad y la unidad de la verdad que persigue… Lo que corresponde al entendimiento es saber de raíz la verdad: el propter quid. «Es la potencia más noble del hombre y de mayor dignidad, pero ninguna hay que con tanta facilidad se engañe acerca de la verdad como él… el sentido siempre es verdadero, pero el entendimiento, por la mayor parte, raciocina mal». Este es el punto de vista de Aristóteles, pero, además, se ve claramente por experiencia -añade nuestro doctor- porque si no fuera así, ¿podría haber entre los graves filósofos, médicos, teólogos y legistas, tantas discusiones, tan varias sentencias, tantos juicios y pareceres sobre cada cosa, no siendo más que una la verdad?

            Huarte anticipa a Kant en su descripción del proceder del entendimiento. En un interesantísimo pasaje del capítulo XI, se pregunta por qué el entendimiento es más fácil de engañar que los sentidos, y responde que los objetos de los sentidos tienen ser real, firme y estable por naturaleza; «pero la verdad que el entendimiento ha de contemplar, si él mismo no la hace y no la compone, ningún ser formal tiene de suyo; toda está desbaratada y suelta en sus materiales, como casa convertida en piedras, tierra, madera y teja, de los cuales se podrían hacer tantos errores en el edificio cuantos hombres llegasen a edificar con mala imaginativa» [23].

            No es que el entendimiento dependa de la imaginación, sino que, así como la imaginación construye activamente las figuras sensibles, el entendimiento construye las inteligibles, pero sólo a partir de la «síntesis» que le proporciona la imagina­ción [24].

            Y sigue diciendo: «Lo mismo pasa en el edificio que el entendimiento hace componiendo la verdad: que si no es el que tiene buen ingenio, todos los demás harán mil disparates con unos mismos principios. De aquí proviene haber entre los hombres tantas opiniones acerca de una misma cosa, porque cada uno hace tal composición y figura como tiene el entendimiento. De estos errores y opiniones están reservados los cinco sentidos; porque ni los ojos hacen el color, ni el gusto los sabores, ni el tacto las calidades tangibles: todo está hecho y compuesto por naturaleza, antes que cada uno conozca su objeto».

            Vemos la insistencia de Huarte en el valor objetivo del contenido de las impresiones sensibles: lo dado, contrapuesto a las composiciones, figuras y opiniones fabricados por el entendimiento, y que son constructos suyos. Los sensibilia son también aquí, en el tratado de Huarte de 1575, anteriores al conocimiento objetivo, esto es, al objeto formalizado por el entendimiento. He aquí, ¡dos siglos antes de la primera edición de la Crítica de la razón pura (1781)!, la determina­ción del entendimiento como una facultad creadora, y del conocimien­to como un hacer y una composición inteligente (ingeniosa), que atribuye forma y supone estructura en el desorden material sensible. En esta concepción arquitec­tónica del conocimiento, Huarte asigna -de modo parecido a Hume en su Tratado de la naturaleza humana (1739-1740)- una función trascendental a la Imaginación, como facultad de enlace entre la sensibilidad y las acciones del entendimiento. En un doble sentido pues, como ha explicado ya Huarte, es la imaginación la que saca las figuras de la memoria para ofrecérselas al entendimiento, pero también es ella, como se dice aquí, la responsable de la aplicación de los principios del entendimiento, que son los mismos siempre, a los materiales y elementos sensibles, para construir «el edificio que el entendimiento hace componiendo la verdad».

            La analogía entre la doctrina que aquí se expone sintéti­camente y la de la «analítica trascendental» es tan grande, que nos parece muy verosímil que ésta deba algo a aquélla, al menos en esquema. No es descabellado conjeturar dicha influencia directa, habida cuenta de lo muy conocida y valorada que era la obra del médico español en los ámbitos universitarios de la cultura alemana de la Ilustración.

            La necesidad de una crítica de la razón, esto es, de un análisis de sus límites, es expresada a continuación por Huarte en el mismo capítulo XI de su Examen de ingenios: «Por no estar advertidos los hombres en esta triste condición del entendi­miento, se atreven a dar confiadamente su parecer, sin saber con certidumbre cuál es la manera de su ingenio y si compone bien o mal la verdad». La desconfianza huartina del entendi­miento procede también de la constatación de la variedad de gustos y apetitos que se hallan en las composturas que el entendimiento hace: «un mismo argumento, a uno parece razón so­fística, a otro probable, y a otro le concluye como si fuese demostración».

            Esta humanización del entendimien­to es distinta de su consideración como inteligencia pura o potencia espiritual. Y a Huarte no le cuesta declarar que es la pérdida del buen temperamento del cerebro lo que hace aborrecer la verdad y aprobar la mentira, y que los hombres (particularmente los graves y doctos) están persuadidos que tanto vale la autoridad humana cuanto tiene de fuerza la razón en que se funda, pero he aquí que, dada la falibilidad y variedad de los entendimientos, cada uno juzga de la razón conforme al ingenio que alcanza. A veces hace más efecto y es más persuasivo el liviano argumento que el muy bueno… «En lo cual se muestra la gran miseria de nuestro entendimiento, que compone y divide, argumenta y razona, y, después que ha concluido, no tiene prueba ni luz para conocer si su opinión es verdadera». Como ejemplo, Huarte pone la incertidumbre de la teología (en las materias que no son de fe). El teólogo, al contrario que el médico o el capitán general, no tiene que –ni puede- contrastar sus argumentos con los resultados.

            Con respecto a la utilidad de la fe, Huarte repite, sin citarle, un famoso argumento de Tomás de Aquino [25], el cual extrae toda su fuerza de la constatación de la labilidad del entendi­miento… «porque entendiendo Dios cuán inciertas son las razones humanas y con cuánta facilidad se engañan los hombres, no consintió que cosas tan altas y de tanta importan­cia quedasen a sola su determinación»… Y así, «lo que no se puede alcanzar con fuerzas humanas revela». Pero, en las demás cuestiones, el entendimiento tiene libertad de opinar, sin más limitaciones que la coherencia («buena consonancia»), aunque Huarte advierte que muchas falsedades suelen tener más apariencia de verdad y mejor probación que las muy verdaderas. En los saberes prácticos como la medicina y el arte militar, el suceso y la experiencia sirven de prueba, aunque no del todo concluyente «porque teniendo un efecto muchas causas, bien puede suceder bien por la una, y las razones ir fundadas en otra causa contraria».

            Siguiendo la doctrina de Aristóteles (Tópicos), le reconoce valor conclusivo a la opinión pública: «es bien seguir la común opinión» en que cristaliza históricamente el punto de vista de «muchos sabios varones», aunque Huarte matiza que «en las fuerzas del entendimiento, más vale la intensión que el número». Anticipando a Descartes (Discurso del método, 2ª parte), el autor del Examen afirma: «para alcanzar una verdad muy escondida, más vale un delicado <perspicaz> entendimiento que cien mil no tales; y es la causa que los entendimientos no se ayudan, ni de muchos se hace uno, como en la virtud corporal».

            Ilustra con un ejemplo la función formadora que tiene la lógica (dialéctica) para el entendimiento: «no es más la dialéctica, para el entendimiento, que las trabas que echamos en los pies y manos de una mula cerril: que andando algunos días con ellas, toma un paso asentado y gracioso. Ese mismo andar toma el entendimiento en sus disputas trabándolo primero con las reglas y preceptos de la dialéctica».

6. Trascendencia de la voluntad racional

            Si el arte de gobernar y aplicar las leyes a los casos concretos pertenece a la imaginación, y la teórica de las leyes a la memoria, en el capítulo XI del Examen se nos dice que el abogar y juzgar corresponde al entendimiento. La ley expresa la voluntad racional del legislador. El adjetivo “racional” es aquí decisivo porque si lo que la ley ordena no es justo y con razón, entonces -proclama Huarte- no se puede llamar ley. Esto significa que la intención del legislador, para ser ella misma legal, ha de estar fundada en un argumento. La ley no es ley sin razón, como no sería hombre el ser que careciese de alma racional. Por eso, lo que importa de la letra de la norma es la intención racional implícita. El hombre a letra dado no tiene libertad de opinar, sino que ha de ajustarse a la letra. No sucede lo mismo respecto a la divina Escritura. «La letra mata, pero el espíritu fortalece» (Corintios, III).

            Tampoco los médicos tienen letra a qué sujetarse. «Porque si Hipócrates y Galeno y los demás autores graves de esta facultad dicen y afirman una cosa, y la experiencia y razón muestran lo contrario, no tienen obligación de seguirlos. Y es que en la medicina tiene más fuerza la experiencia que la razón, y la razón más que la autoridad. Pero en las leyes acontece al revés, que su autoridad y lo que ellas decretan es de más fuerza y vigor que todas las razones que se puedan hacer en contrario».

            Vemos aquí como, dos siglos antes que Hume o Kant, Huarte niega que la experiencia sea el criterio normativo más fuerte. Apunta de este modo a la esencia trascendente e ideal de los actos intelectuales respecto de la experiencia, como principios prácticos de la ética y la legisla­ción. «Por maravilla se hallan las cosas con todas las perfecciones que el entendimien­to las finge». En este campo -como dirá Enmanuel Kant, sin duda con mucha mayor precisión y finura-, es obligato­rio ser platónico, porque aquí la idea establece como prototipo ese maximum, para acercar cada vez más, según ella, la constitución jurídica de los hombres a la mayor posible perfección. El idealismo es imprescindible en lo moral, porque en este dominio la razón humana (razón práctica o voluntad racional) demuestra verdadera causalidad y las ideas se hacen causas eficientes de las acciones y sus objetos (parafraseamos a Kant, «Dialécti­ca trascendental»)…: «pues en lo que se refiere a la naturale­za, la experiencia nos da la regla y es la fuente de la verdad; pero respecto de las leyes morales, la experiencia (desgracia­damen­te) es madre del engaño y es muy reprensible tomar las leyes acerca de lo que se debe hacer (o limitarlas) atendiendo a lo que se hace» [26].

            Ya hemos hablado de la oposición entre la sabiduría racional, la prudencia del entendimiento, y la mera astucia o solercia, que pertenece a la imaginativa y cuya principal propiedad es «atinar presto al medio». Imaginación y entendi­miento parecen profesarse mutua repugnancia. Por eso, «los hombres de grande entendimiento no valen nada para la guerra, porque esta potencia es muy tarda en su obra, y amiga de rectitud, de llaneza, de simplicidad y misericordia, todo lo cual suele hacer mucho daño en la guerra. Y fuera de esto, no saben astucias ni ardides, ni entienden como se pueden hacer; y, así, les hacen muchos engaños porque de todos se fían. Estos son buenos para tratar con amigos, entre los cuales no es menester la prudencia de la imaginativa, sino la rectitud y simplicidad del entendimiento; el cual no admite dobleces ni hacer mal a nadie» (cap. XIII) [27].

            La analogía entre Huarte y Kant cesa cuando reparamos en los esfuerzos del médico de Baeza para poner en comunicación la dimensión moral con la psicológica y fisiológica, o sea, para mantener su principio de la continuidad esencial entre la materia y el espíritu. Así, en el capítulo XIII del Examen, se nos explica que las dos principales virtudes cardinales, justicia y prudencia, han menester ingenio y buen tempera­mento para poderlas ejercitar, y que la buena intención no basta: «Si la voluntad bastase para hacer las cosas bien ordenadas, ninguna obra buena ni mala errarían los hombres». Sin embargo, otra cosa pasa con las virtudes inferiores: «La fortaleza y templanza son dos virtudes que el hombre tiene en la mano aunque le falte la disposición natural». En esto, Huarte no hace más que interpretar originalmente la añeja distinción aristotélica entre las disposiciones intelec­tuales y las propiamente morales.

            En cualquier caso, se preserva el dominio del entendimien­to. Se ve que el valor natural es contrario a la prudencia, pero uno puede ser valiente porque así lo impone el entendi­miento: así el prudente entiende que «por el ánima ha de poner <ofrecer> la honra, y por la honra la vida, y por la vida la hacienda». El hombre muy sabio no es valiente por disposición natural, porque los mismos humores que le hacen prudente le hacen temeroso y cobarde. Ahora bien, la sabiduría no es blandura. Hay una intimidad natural y trágica entre la inteligencia y el dolor… «La gente de poco saber llama desasosiego al cuidado, al castigo crueldad, a la remisión misericordia, y al sufrir y disimular las cosas mal hechas buena condición; y esto realmente nace de ser los hombres necios…; los prudentes y sabios no tienen paciencia ni pueden sufrir las cosas que van mal guiadas, aunque no sean suyas: por donde viven muy poco y con muchos dolores de espíritu», mientras que «los necios viven más descansados», «angelitos» -les llama irónicamente Huarte-, en realidad no son «ángeles del cielo», sino «asnos en la tierra». Pues los ángeles verdaderos del cielo nos hablan en lenguaje espiritual moviendo la imaginativa y si nos dijeran palabras materiales los tendríamos más bien por importunos y mal acondicionados. Pero el necio carece de imaginación y tiene remisa la facultad irascible, gran deficiencia en el hombre, por cuanto «la irascible es el verdugo y espada de la razón». Y el hombre que no riñe las cosas mal hechas, o lo hace de necio o por ser falto de irascible.

            A pesar de los esfuerzos denodados que hace Huarte para mantener la continuidad entre naturaleza y espíritu, entre causalidad y libertad, los mismos hechos sociales apuntan una cierta contrariedad entre la norma convencional y la naturale­za, por la que él mismo muestra su repugnancia, pues hombres bien dotados por la Naturaleza para gobernar quedan privados por su condición humilde del honor y la libertad en que naturaleza les puso y, por el contrario, otros cuyo ingenio y costumbres fueron ordenados para ser esclavos y siervos quedan hechos señores por nacer en casas ilustres. Este naturalismo, socialmente crítico (suavemente similar al del Calicles del Gorgias platónico o al anticonvencionalismo de ciertos sofistas como Antifonte), se convierte en una especie de «alabanza de aldea» cuando Huarte considera «que por maravilla salen hombres muy hazaño­sos, o de grande ingenio para las ciencias y armas, que no nazcan en aldeas o lugares pajizos, y no en las ciudades muy grandes».

7. El bruto y el ángel

            A los factores fisiológicos y temperamentales que determinan el grado y diversidad de los ingenios [28], Huarte añade otros que hoy llamaríamos medioambientales o educacio­nales. Hay que anotar su pintoresca ocurrencia eugenésica de que para la futura calidad del talento del engendrado resultan decisivos el orden y concierto con que los padres se llegan al acto de la genera­ción…

            En general, entre las limitaciones del discurso de Huarte, hay que destacar dos que afectan a toda la filosofía moderna, incluyen­do al idealismo de Kant. En primer lugar, la tendencia mecanicista que tiende a comprender los fenómenos vitales y anímicos en los reducidos términos de la física de fuerzas que rigen la causalidad de lo inerte, despreciando los princi­pios teleonómi­cos, imprescindibles sin embargo en la explicación funcional de la evolución de la vida (ortogénesis), de manera que la libertad es segregada al ámbito de lo espiri­tual, lo inefable, lo religioso, la fe, lo místico, en lugar de explicar su enlace con el psiquismo de los animales superiores, como capacidad de autorregulación funcional de la conducta…

            En segundo lugar, una clara tendencia subjetivista o individua­lis­ta, incapaz de destacar la extraordinaria importan­cia de los otros, o del Otro, en la construcción de la inteligen­cia, cuya decisiva e importantísima dimensión social sólo se reconoce en menudísima parte.

            Sin duda, de estas limitaciones, la mecanicista y la individualista, ha padecido todo el saber occidental y sigue padeciendo. El subjetivismo y el mecanicismo no son en Huarte todavía más que tendencias que se insinúan, como ternísimos brotes, en mitad de un discurso que aún debe mucho a la visión espiritualista y encantadora, propia del medievo. Puede que el atractivo del Examen se deba precisamente a esta posición ambigua, entre el fideísmo tradicional, de un lado, y el raciona­lismo y empirismo ingenuos, del otro, habiendo nacido como nació en una encruci­ja­da histórica y dada la intención armonista de su autor y su genio excepcional.

            Su naturalismo simplista no llega a ser nunca desagradable porque se equilibra con toques de un cierto y conmovedor lirismo. Acabaré con un ejemplo ilusionante. Al final de su Examen, Huarte se pregunta por qué los hombres sienten vergüenza de manifestar abiertamen­te el deseo sexual, y se le ocurre una respuesta de sentido metafísico: que el alma racional se contrista por verse metida en un cuerpo que tiene comunidad con los brutos animales (pg. 297). A ello se añade el senti­miento de culpa derivado del pecado original y del reconoci­miento de que el sexo está asociado íntimamente a la mortalidad y corrupti­bilidad del cuerpo, pues somos seres sexuados precisamente porque somos efímeros y hemos de dejar a otros en nuestro lugar… Al primer hombre, después del pecado, «crecióle más la vergüenza viendo que los ángeles, con quien él frisaba, eran inmortales y que no habían menester comer ni beber ni dormir para conservar la vida, ni tenían instrumentos para engendrarse los unos a los otros, antes fueron criados todos juntos, de ninguna materia y sin miedo de corromperse… y así le pesa al ánima racional y se avergüenza que le traigan a la memoria las cosas que dieron al hombre por ser mortal y corruptible». En lo cual nota precisamente Huarte un indicio de ser el ánima racional inmortal. Después del juicio final, la gloria que Dios repartirá a los justos consistirá en devolver a su cuerpo las propiedades del ángel; a saber: sutilidad, agilidad, inmortali­dad y resplandor.

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Este artículo es resultado de la ponencia presentada en el Colloque International Juan Huarte au XXIe siècle, 27-28 mars 2003. Faculté de Bayonne-Mairie de Saint-Jean-Pied-de-Port, evento auspiciado por la traducción al francés del Examen de Jean Baptiste Etcharren (2000). En dicho coloquio, su autor fue nombrado Vicepresidente de la Asociación de Amigos de Juan Huarte de San Juan con sede en dicha Facultad del país vasco francés. Dicha ponencia fue publicada en las Actas del Coloquio, Juan Huarte au XXIe siècle, Anglet, 2003, pgs 213-235., bajo la supervisión de Véronique Duché-Gavet, organizadora del Coloquio de la Universidad de Pau, bajo el patronazgo de la Association d’Études sur la Renaisssance, l`Humanise et la Réforme. Para su publicación en Café Montaigne hemos revisado y corregido ligeramente aquel texto.

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José Biedma López

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Notas

[23] En la edición de 1594 se suprimió «mala». Compárese con el siguiente texto de la Crítica kantiana: «El juicio pues es el conocimiento mediato de un objeto; por lo tanto, la representación de una representación del mismo» («Analítica trascendental», L. 1º, 1er. cap., 1ª secc. «Del uso lógico del entendimiento en general», trad. de M. García Morente).

[24] v. Kant. Crítica de la razón pura: «La síntesis es propiamente la que colecciona los elementos para los conoci­mientos y los une en un cierto contenido; es pues lo primero a que hemos de atender, si queremos juzgar sobre el primer origen de nuestro conocimiento.

            » La síntesis en general es… el mero efecto de la imaginación, función ciega aunque indispensable del alma, sin la cual no tendríamos conocimiento alguno, mas de la cual rara vez llegamos a ser conscientes» («Analítica trascendental», L. 1º, 1er. cap., 3ª sección).

[25] Tomás de Aquino. Suma contra gentiles, I, capítulo 1.

[26] v. Kant. «Tuve pues que anular el saber, para reservar un sitio a la fe; y el dogmatismo de la metafísica, es decir, el prejuicio de que puede avanzarse en metafísica, sin crítica de la razón pura, es la verdadera fuente de todo descreimiento opuesto a la moralidad, que siempre es muy dogmático» (C.R.P., prólogo de la segunda edición de 1787). V. también Kant. Crítica de la razón pura. «De las ideas en general», primera secc. del libro primero de la «Dialéctica trascenden­tal», trad. M. García Morente, Porrúa, México, 1979, pgs. 173-176.

[27] Bien podemos pensar que este «irenismo» o pacifismo de Huarte sea una consecuencia de la divulgación de las ideas erasmistas.

[28] «Todas las facultades que gobiernan al hombre (naturales, vitales, animales y racionales), cada una pide particular temperamento, para hacer sus obras como conviene, sin hacer perjuicio a las demás», Examen, cap. I, 1594.

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