El espejo del salón – Fuensanta Niñirola [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»
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Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Ilustración para El habitante del Otoño]
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El espejo del salón
El salón, desde mi punto de vista, es grande, vetusto, con enormes ventanales abiertos al mediodía, a través de los que se disfruta la magnífica vista de un viejo y actualmente algo asilvestrado jardín donde las lilas florecen y los tilos ofrecen su sombra; contraventanas venecianas dejan pasar en algunos tramos rayas de luz coloreada. De techos altos y largas paredes, hay una acumulación enorme de objetos artísticos: cuadros enmarcados y cuadros a medio pintar, dibujos en carpetas, bustos en bronce, cabezas modeladas en barro, cerámicas, todo en un confuso desorden, mientras en el centro hay un caballete y a veces, algún lienzo sobre él. También hay un diván o cama turca, cubierta con unas telas de colores. En una gran pared a la entrada, me encuentro yo.
Soy viejo, llevo muchos, muchos años arropado por un enorme marco dorado, ya algo deteriorado y caduco, pero en tiempos brillante y refinado. En mi pulida superficie se han reflejado una gran cantidad de imágenes, a lo largo de los años que llevo en los salones. He visto rostros de mujeres jóvenes, retocándose el peinado o pellizcándose las mejillas para darse color, niños gesticulantes; ancianos decrépitos mirándose extrañados de su físico real, mujeres en su plenitud, escrutando su semblante y levantando la barbilla en un gesto de orgullo, hombres de variopinto aspecto y figura, altos y elegantes, bajos y gordos, nobles o sirvientes, con casaca, chaqué, frac o levita; con pelucas empolvadas y sin ellas; modas cambiantes se han ido reflejando en mi bruñido cristal.
Distintos han sido mis propietarios, y mis estancias en otras casas, así como distintas las épocas que he visto pasar ante mí. Y he visto muchas cosas. Si yo hablara… Jovencitas pasando mensajes a escondidas a pretendientes non gratos a la familia; jóvenes fogosos preparando su alistamiento militar; mujeres asustadas por su recién conocido embarazo; padres adoctrinando a sus hijos; madres buscando un marido para sus hijas casaderas; hijas soñando con el hombre ideal; vejestorios recordando el pasado y dándose un traguito de jerez para entonarse; severas y dolientes ancianas desplazándose con lentitud; sirvientes orgullosos de su posición; sirvientes ladrones; criados temerosos, aduladores y envidiosos. Canes de enorme tamaño, tumbados al lado de sus amos, dormitando junto al fuego; livianos gatos de angora, deslizándose por entre las cortinas con suaves ronroneos. Visitantes esperados e inesperados; amores lícitos e ilícitos; castos besos y dulces caricias, violentas agresiones y pasiones desmesuradas. También escucho. Sí, con el pasar de los años aprendí no sólo a reflejar imágenes, sino a escuchar vibraciones articuladas, a leer en los labios; atiendo las conversaciones, me entero de secretos que nunca podré revelar, oigo lamentos, risas, voces cultas y voces groseras. He escuchado tertulias sobre misterios alquímicos y astrológicos, reuniones conspirativas, charlas políticas, literarias, artísticas… incluso en varias lenguas.
Lo que más me atraía era cuando las señoras celebraban reuniones literarias: acudían con seguridad muy perfumadas, con pelucas empolvadas, grandes miriñaques y preciosos abanicos, y mientras los lacayos pasaban entre ellas con las bandejas del té, café o cacao, atisbando de reojo por entre los desmesurados escotes tan de moda, algunos caballeros, literatos, artistas y poetas hablaban de filosofía o leían sus poemas, al tiempo que otros ejecutaban alguna pieza musical al piano, al violín o al cello. ¡Esas sesiones me resultaban tan entretenidas!
Sin embargo, no siempre estuve en esta pared, ni en esta casa: en realidad, mis primeros recuerdos provienen de reflejar a una dama de cabellos rojizos, piel muy blanca —creo que abusaba de los polvos de arroz—, frente amplia y ojos claros y muy vivos. Lucía perlas por toda su superficie corporal: su corpiño estaba reluciente, no sólo de perlas sino de muy diversas joyas. Solía mirarse en mí mientras se hacía la toilette; era de una belleza algo masculina. Se llamaba Isabel, y era reina. No llegué a conocer a su madre, Ana Bolena, cuyo marido, el rey Enrique, le cortó la cabeza, según escuché contar. Le fui regalado con ocasión de su acceso al trono, e Isabel aún era muy joven y se miraba en mí con placer, pero no duré mucho tiempo entre los objetos que decoraban su tocador. Reflejé también su arrolladora pasión amorosa por Lord Essex. Pero tras la muerte —lo mandó decapitar, por traición— de su amante favorito, al comienzo de su madurez, su rostro empezó a mostrarse tristón, enfadado, y finalmente, agresivo. Un día montó en cólera al mirar su imagen reflejada —tenía un genio muy vivo, la dama— y mandó retirar todos los espejos del castillo. Y fui a parar a un gran sótano donde pasé cierto tiempo sin ver a nadie, arrumbado de cara a la pared.
De allí me llevaron, por fin, a una bella y lujosa mansión, donde vivía un gran señor, un marino que había hecho su fortuna en los mares caribeños, fortuna de corso, principalmente, y en tierras americanas del norte. Fue el marino y explorador que bautizó un país como Virginia, en honor a la reina que tan mal me quiso. Esta mansión principalmente adquiría vida por la noche. Sir Walter Raleigh —pues este era mi dueño— me había colocado en el salón donde recibía a sus visitantes, y solía celebrar animadísimas reuniones nocturnas con un grupo de literatos y visionarios, que entre ellos se llamaban Escuela de la Noche. Allí solía estar un excelente joven poeta, al que llamaban Marlowe, que amenizaba con lecturas de sus textos muchas de las reuniones. No asistió a demasiadas; murió joven, por lo que escuché después. Mi dueño y señor, además de estas reuniones nocturnas, disfrutaba de otras, también nocturnas pero mucho más jugosas o, podríamos decir, excitantes. En esas ocasiones eran las damas las que participaban en exclusiva con Sir Walter, y uno de sus placeres precisamente consistía en realizar sus afectuosos ejercicios de gimnasia sexual ante mi pulida superficie, puesto que les excitaba verse reflejados por mí en las posturas más lujuriosas. He de confesar que aquello me perturbaba profundamente, a pesar de que mi calidad de objeto no me permite mucho más.
Tampoco duré mucho tiempo en aquella deliciosa mansión. Cuando me estaba acostumbrando a aquella vida tan entretenida, ocurrió una hecatombe, creo que un incendio, hubo mucho entrar y salir de la casa y finalmente me descolgaron y volví a pasar un tiempo ensombrecido, hasta que encontré nuevo asiento… y hube de aprender otro idioma.
El tiempo pasó lento, imperceptible, como en un largo sueño. Sé que fui trasladado de un sitio a otro, pero no colgado de nuevo. Quizás me tuvieron en un almacén o en una tienda, pero empaquetado, cubierto mi cristal y protegido de posibles roturas, me sumí en una especie de somnolencia, de la que sin saber bien qué pasaba, un día me sentí movido, transportado, y desperté con unas voces muy cerca de mí.
–¿Dónde quiere que le coloque este espejo, señor? ¡Esto está ya bastante lleno!– preguntó un operario mientras me trasladaban a mi nuevo emplazamiento.
Me quitaron los envoltorios que me cubrían y por fin pude ver la luz. Y vi… una habitación abarrotada de cuadros, lienzos a medio pintar, esculturas arrinconadas, objetos de todo tipo en un caos que a la vez era armónico. La habitación era de techos altos, y grandes ventanales dejaban entrar el sol a raudales. No había cortinas, solo unas contraventanas venecianas que marcaban unas rayas de luz en alguna parte de la estancia. En la pared frente a mí, yo podía ver colgado un calendario: marcaba el año 1946. ¡Cómo había pasado el tiempo!
–Déjelo ahí, con cuidado, apoyado en aquella pared– contestó un hombre bajo y fornido, con el pelo algo escaso y gris, pero con una fuerza tremenda en su mirada, como pude apreciar cuando lo tuve ante mí. Vestía muy descuidadamente un pantalón corto y una vulgar camiseta a rayas horizontales, llena de manchas de pintura. Estaba colocando un caballete en medio de la habitación. Pasó sus dedos por mi superficie, como buscando impurezas en mi cristal, como una leve caricia que me gustó. Luego se miró en mí, y sus ojos me taladraron como nunca nadie lo había hecho. Parecía querer atravesar mi cristal, buscando profundidades ocultas. Le devolví la mirada con mi reflejo y él pareció contento. Pasó la mano por su cabeza, tocando los pocos cabellos que le quedaban, y paseó los ojos por su propio rostro, escrutándose, viendo cada arruga, que las tenía muy marcadas en la frente y en las bronceadas mejillas que hacían que su cabello gris pareciera casi blanco. Fue solo un momento. Después se olvidó de sí mismo y se concentró en preparar un lienzo sobre el caballete.
Más tarde entró una joven y esbelta mujer, de lánguida mirada clara y cabellos largos, oscuros, que llevaba sueltos. Envuelta en una bata, se plantó delante de mí y comenzó a arreglarse el pelo. La bata se entreabrió y pude ver que estaba desnuda bajo ella. Su blanca piel parecía tersa y suave. A pesar de que poco puede sorprenderme ya en mi vida, me dejó un tanto turbado.
–Françoise, ¡por favor! Ya tenemos espejo, y bien grande; ¡lo que me ha costado encontrar uno de estas dimensiones! ¿quieres tumbarte en ese diván y comenzamos la sesión? ¡He de trabajar!
Mientras ella se despojaba de la bata con naturalidad y se recostaba en el diván, desplegando su bello cuerpo, rotundo y relajado, el artista quitaba una tela que cubría un lienzo a medio dibujar, lo colocaba en el caballete y cogía un trozo de carboncillo. Allí había ya dibujado una figura, con unos trazos fuertes, vigorosos, nada parecido a lo que yo había visto hasta ese momento; algo que, francamente, no sabía cómo entender. Me limité a reflejarlo: círculos, hojas, líneas…y los bellos ojos de Françoise, que ya había cautivado mi corazón.
–Quiero que el cuerpo se vea desde todos los ángulos. De ahí el espejo. Necesito una visión completa, plasmar todos los puntos de vista en una sola imagen. Tu espalda reflejada en el espejo es un regalo del cielo.
–¿Solo mi espalda? Creía disponer de otros encantos para ti…
–Y los tienes, querida, los tienes. Todas las partes de tu cuerpo son encantadoras– hablaba a la vez que su mano se movía constantemente y sus ojos chispeaban– pero ahora hay que trabajar. Intenta no moverte demasiado, por favor.
–¿Cómo vas a titular esta pintura, Pablo?
–Mujer-flor.
Françoise sonrió, y su mirada se volvió hacia mí, cómplice. Puedo dar fe de que la joven, y no solo su espalda, era realmente encantadora. Devolví su sonrisa con un leve brillo en mi reflejo. Si de mí dependiera, acabaría mis días en este salón, rodeado de arte vivo, tremendamente vivo, devolviendo sonrisas y miradas, contagiado de esa alegría de vivir.
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Fuensanta Niñirola
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