Toda la vida en una jornada – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – III] – Tere García Ruiz

Toda la vida en una jornada – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – III] – Tere García Ruiz

Toda la vida en una jornada – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – III]

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Un día no tan cualquiera, por ser el de la cosecha, llegó a mi casa una señora. El timbre sonó a la distancia porque yo estaba en la huerta. No es una huerta llena de riquezas. Sólo tengo un árbol de naranja agria, dos ciruelos que dejaron de dar fruto hace siete años, un durazno sin duraznos, muchas flores que gustan a las abejas y un generoso peral.

Yo estaba trepada en la escalera, con un paliacate en la cabeza y mi canasta en el brazo. Sonó la chicharra. Entonces, lo más aprisa que pude, descendí del paraíso, dejé en el césped la canasta con doce peras, me desprendí las hojas enredadas en el cabello, y obnubilada crucé el jardín y la casa. Esto que parece fácil es de las cosas más complejas. Mira cómo los oídos se quedan sumisos en el canto de los pájaros, la mano derecha en el tronco, y la izquierda en los frutos, los ojos en el verdor del árbol, en el azul del cielo que se cruza con las ramas, y el sol en la piel. Se necesita una voluntad férrea para dejar el paraíso, y sin expectativas abrir la gruesa puerta de madera que silencia hacia adentro el estridente ruido de la calle, un escándalo ofensivo que omite atender a todos los trinos, grillares y croares de la vida.

En mi huerta escucho el viento, y si atiendo puedo alcanzar el sonido de las diminutas patas de la lagartija, el aletear de un colibrí que nos visita y el bz de la abeja que tuvo a bien polinizar este peral. Voy a la puerta con los abejorros en mi memoria, los veo dentro de mi cabeza gorditos, amarillos, con sus rayas negras, de una flor a otra en el árbol de flores moradas con centros idénticos al cuerpo de mis abejorros. No me distraigo, todo el bosque está conmigo. Cruzo el umbral, avanzo otro poco, llego a la pesada verja que lleva meses maltrecha y me pesa. La abro y rechina. Me duele el tronco del esfuerzo al abrirla. Nadie lo sabe. Fuego, viento, tierra y agua revolotean en mi interior. Saludo con una sonrisa a la recién llegada, abro los brazos, le doy la bienvenida, la conduzco a la puerta, cruzamos la casa, hago como que no noto que mira hacia todas partes auscultando mi vivienda, la llevo hacia el jardín y ella se ríe. No soy capaz de comprender su risa. Le pregunto si quiere subir la escalera. Prefiere quedarse quieta. Le acerco una silla y sigo con mi feliz tarea.

Mientras cojo una a una de las peras, doy gracias a la abeja, a las ramas, a la savia y a la tierra, doy gracias a Dios, y al señor que sembrara este árbol mucho antes de que yo naciera. Recordé la vez que Agustín habló de la maldad en sus Confesiones, so pretexto del robo de peras que hizo con sus amigos al vecino de su casa; recordé también a mi tía, la yucateca, la siento cerca de mi, aunque ella viva en la zona maya. Mientras cosecho peras, cosecho nuevamente con ella los nances de su árbol, y recuerdo paso a paso el proceso, hasta enfrascarlo en almíbar. Me hace mucha ilusión hacer lo mismo con las peras.

-Después de regalar la mayor parte, con las que me quede haré peras en almíbar-, dije en voz alta a mi invitada.

-¿Cuántas peras serán en total las de tu árbol-, preguntó ella.

Ni por un instante se me había ocurrido pensar en ello. No tenía idea. No me gusta contar, y menos en un momento divino, de agradecer a la vida, y alabar al creador.

-Ni idea-, le dije. –Cuenta las que hay en esa canasta y tal vez podemos calcular.

Ella contó 25, y apenas comenzaba. Al final contamos 240. Las dividimos entre los que estábamos reunidos –tres personas-, y los que estaban ausentes: mis padres, hermanos e hijos. Pero eso fue después, al término de la jornada, y no viene al caso ahora. Lo interesante es que cuando ella contó 25, en la primera canasta, comenzó a murmurar números mientras rodeaba el árbol y se asomaba al follaje. Yo, que de cuentas ignoro, por falta de interés en ello, volví a lo que dura.

Mi tía yucateca y su nance me hicieron recordar a la monja del colegio que ató a una vara el mango que yo, inocente y feliz, recogí a la sombra. Yo no sabía que estaba prohibido; era nueva en la escuela. Desde el fondo del corazón juro entender que los frutos son gratis, por eso regalo las peras del árbol que nació en mi jardín, gracias a alguien que lo sembró desde antaño y que nunca jamás conocí.

La monja me llevó por todas las aulas para que yo misma pusiera en evidencia el pecado que, según ella, yo había cometido. Obediente y dócil, ante la disposición de la superiora, enrojecida -más por estar frente a cada grupo que por confesarme, descubrí por primera vez cuatro palabras: ignorancia, vergüenza, injusticia y humillación. Tenía siete años, recién salida de la primera infancia, y recién llegada a esa escuela y a esa ciudad.

Qué ignorante la monja, pensaba yo en mi inocencia, no sabe que el mango lo encontré en el suelo y que aunque lo hubiera descolgado de una rama, todos los mangos los hizo Dios. Es injusto que me haga pasar por esta vergüenza. Me siento humillada. Todo eso pensaba, mientras recordaba a mi tía, la de los nances que después de envasarlos los regala; pensaba en mis padres que vivían para desvivirse por otros, niños, enfermos y ancianos; pensaba en mis abuelos de cuyos corazones brotaban alabanzas a Dios, mientras bendecían a toda la gente a su paso… Y daban gracias al Señor por la vida.

-¡Ay, gracias a Dios por estas peras!-, dije en voz alta.

La visitante tropezó con mi corazón, y dijo:

-Falta ver si están jugosas y dulces, falta ver si sirven para ensalada.

Con el corazón rojo en forma de pera, una abeja parada en mi nariz, un colibrí en mi oreja derecha y un cardenal de copete rojo en la izquierda, con la lagartija en mi zapato, las mariposas en mi pelo, las hormigas en el paliacate, los frutos en la canasta que colgaba de mi brazo y los abejorros celebrando mi trabajo, descendí de la escalera, di un beso al señor árbol y dije:

-Terminamos. El árbol nos ha regalado todas sus peras. Gracias Dios, gracias señor árbol. Hummmmmm. Huele delicioso. ¿Sienten el aroma del ambiente?.

Ahí fue cuando la invitada contó todas las peras y por ella supimos que eran 240.

-Toma las que quieras-, le dije. -Y tú también, y tú..-, dije a los otros que habían venido a la fiesta de la cosecha. –Cada uno puede llevar a su casa una canasta. Las que quedan son para mis padres, hermanos e hijos.

Hay suficientes para todos, pensé.

¡Viva!-, grité.

Clamé con el tono infantil al que me aferro, cuando despierta la alegría. Lo hago, para mantenerme viva en lo que dura mientras soporto el mundo fuera de mi casa, donde la injusticia, la ignorancia y la humillación están a la orden del día. No me tapo los oídos al salir a la calle, sé todo lo que suena, y de dónde viene tanto escándalo, pero no me gusta; salgo de mi casa con mis recuerdos, con la huerta dentro, con la vida misma y toda, desde que fui gestada en el vientre de mi madre y hasta el momento presente. Todo lo que amo vive en mi memoria, no como pasado, sino en presente.

Cuando celebré con el ¡Viva! Expresivo, aniñado y jubiloso, la invitada no pudo evitar hacerme una pregunta incómoda, e incontestable -de inmediato:

-¿Por qué siempre quieres mostrarte así, tan buenita?

Atónita por su pregunta, sin poder explicarle todo lo que viví mientras cortaba las peras, sin poder hablarle de Agustín, de mi tía, de la monja, de mis padres y abuelos, de todos ellos y los bichos, aves y polinizadores que estuvieron conmigo al bajar las peras, sin poder sacar en ese instante los libros de Bergson, sin poder contarle que amanecí leyendo a Buber, sin poder platicarle de Levinaz, sin hablarle del circunvalente de Jaspers, ni del amor en Fromm… turbada, me quité el paliacate, lo sacudí sobre las flores, y con la mirada baja sólo le dije: no quiero mostrarme así, ni siquiera me atrevería a decir que soy buena, sólo no sé si hay otra forma de vivir, no me gusta el ruido de la calle.

Tomé del brazo a mi invitada, mientras hice a los otros dos el gesto de acompañarnos, y les dije, de camino a la sala:

-Miren, hice cacao en agua caliente para beber con este pan dulce, también tenemos maní, nuez y fruta seca. ¿Quieren limonada?.

Si fuera buena, habría hecho un banquete más laborioso, pensé.

Sabrá Dios qué se fue pensando ella cuando terminó la jornada. Yo no quiero que vuelvan a preguntarme la razón por la que según mi invitada me muestro buena. Sólo Dios es bueno.

El otro día, un amigo me llamó insolente porque insulté a dos transnacionales que envenenan las aguas y las tierras, mientras provocan el desplazamiento de miles de indígenas y campesinos hacia zonas marginadas. No soy buena. A mi amigo le consta. Hace bien en llamarme insolente. Como periodista, sólo denuncio, pero no paso de mover los dedos sobre esta máquina. En cambio, mis otros amigos, que son misioneros en la Amazonia, ellos sí que son buenos. Y hasta eso, la verdad es que sólo Dios es quien lo sabe.

A lo más que llego es a bajar peras de mi árbol. Jamás me atrevería a probar del árbol del bien y del mal, porque como dice Agustín de Hipona, hay cosas por las que deberíamos llorar, en lugar de reír -como hacemos- y hay cosas por las que debiéramos reír, en lugar de llorar, y en el acto, pocas veces sabemos cuando corresponde a la belleza, una expresión o la otra.

La verdad se sabe a posteriori de la experiencia, y muchas veces hasta el final, como este día que al final supimos que la cosecha total era de 240 peras jugosas y dulces. Me importa más el sabor que el número.

Mientras vivimos, al paso del tiempo me he dado cuenta que soy más feliz, inmersa en lo que dura, que sujeta a los fragmentos, episodios y cambios, mismos que, sin la Fuente del Ser que los une, sólo me provocan sinsentido.

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Tere García Ruiz

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