La prueba – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – IX] – José Luis Martín
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La prueba – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – IX]
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*
1.
A Destin se llegaba por una carretera estrecha y tortuosa que te sacaba de este mundo y te metía en el infierno. Destin era el nombre que el duque de Marvaria le había puesto a su posesión más antigua, el castillo que, desde que se construyó en 1.236, había pertenecido a su noble familia. El duque utilizaba el castillo como prisión desde que se adueñó del pequeño país de Ravelandia, venciendo en la guerra que él mismo provocó para derrocar al gobierno legítimo. Allí habían estado encarcelados los que durante la guerra habían sido sus enemigos más acérrimos, los cuales poco a poco habían ido muriendo en circunstancias nunca aclaradas, y también otros ciudadanos cuyos delitos no estaban muy bien definidos. El duque de Marvaria se divertía con ellos dando rienda suelta a sus instintos más crueles y poniendo en práctica sus más atroces ocurrencias. Por la edad del edificio y los métodos que allí se empleaban para doblegar la voluntad de los prisioneros, Destin se parecía más a una horrenda prisión medieval que a una cárcel del siglo XX. En las húmedas mazmorras, las ratas pululaban alrededor de los platos de hojalata que, dos veces al día, los carceleros dejaban en el suelo, llenos de bazofia, para alimentar a los presos, y todas las estancias a las que estos podían acceder carecían de luz natural. Los últimos grupos de prisioneros que allí habían sido confinados llegaron por separado. Primero los tres de raza negra. Luego, las tres mujeres rubias de ojos azules. Después, los dos funcionarios que ocupaban puestos irrelevantes en el anterior gobierno derrocado y, finalmente, los dos hombres de religión protestante. En total alcanzaban el número de diez. Encima de la puerta de cada celda había un cartel que identificaba a cada grupo: “prisioneros de raza negra”, “mujeres rubias de ojos azules”, “exfuncionarios” y “protestantes”. En la estancia que el duque bautizó como “sala de recreo”, todos los prisioneros se juntaban desde las cuatro hasta las seis de la tarde. El duque les había dicho que ese era el tiempo que tenían para intentar resolver la prueba a la que había decidido someterlos. El resto del tiempo lo pasaban en las celdas.
2.
—Vamos a pudrirnos en este lugar horrendo, aquí pasaremos el resto de nuestras vidas. Eso si no nos mata antes. —Tenemos la oportunidad de salvarnos. La mayoría de nosotros podemos salir de aquí vivos, si logramos ponernos de acuerdo. Eso dijo el duque. —No lo conseguiremos. Nadie está dispuesto a sacrificarse. Los dos funcionarios interrumpieron su conversación cuando se abrió la puerta de la celda. El carcelero los miró con desdén y dejó en el suelo, como siempre, la escudilla metálica, llena de una masa de judías mezcladas con puré de patatas cuya simple visión les produjo ganas de vomitar. —Ahí tenéis, que aproveche —farfulló el carcelero antes de salir y cerrar la puerta con los dos cerrojos de hierro que emitieron un insoportable chirrido al desplazarse. El funcionario más joven se puso a llorar.
3.
En la celda de los negros había dos hombres y una mujer. Eran todos jóvenes, de complexión atlética y tenían bellos rostros.
—Querrán que cedamos nosotros, siempre es lo mismo. Por mucho que se hable de igualdad, nuestra raza siempre es la que hace el trabajo duro— dijo el que tenía la cara aniñada.
—Tienen que quedarse cuatro para que los demás puedan salir. Y nosotros solo somos tres. Haría falta que uno de otro grupo se sacrificase —dijo el otro hombre.
La mujer le respondió con firmeza:
—¿No me estarás proponiendo que seamos nosotros tres y otro más, verdad? ¿Quién sería el cuarto? Una de las mujeres, supongo, aunque sea rubia, porque los funcionarios y los protestantes pertenecen al pueblo elegido, claro, siempre ha sido así. Pues conmigo que no se cuente. Si quieren, lo echamos a suertes.
—El duque prohibió que hiciéramos un sorteo —respondió el de la cara aniñada. —Si no nos ponemos de acuerdo para que cuatro de nosotros permanezcan aquí sin saber hasta cuándo, todos nos quedaremos encerrados de por vida.
—Pero los cuatro que se queden para que el resto pueda salir no sabrán si algún día el duque les va a dejar en libertad.
—Es un riesgo que hay que correr. De lo contrario, todos estaremos condenados a cadena perpetua. Se trata de elegir el mal menor.
—No, se trata de elegir quiénes serán las víctimas y quiénes los afortunados. Si me tocara por azar, lo asumiría, pero no me voy a inmolar, ni aceptaré que otros me adjudiquen el papel de mártir —sentenció la mujer.
4.
En la celda de las mujeres rubias el debate empezó siendo más constructivo. —Tiene que haber una fórmula para que todos aceptemos de antemano la suerte que nos toque —dijo la que se llamaba Bárbara. —No la hay, desengáñate. No hay fórmula que deje a todos contentos. La única manera de que nadie se sienta discriminado es un sorteo y el duque lo prohibió. —Lo podemos hacer a escondidas. —No es posible, hay cámaras y micrófonos por todas partes. El duque ve y escucha todo lo que hacemos y decimos. Además, dijo que la oferta de dejar en libertad a seis de nosotros sería revocada ante cualquier movimiento sospechoso de imcumplir las condiciones que él estableció. —La única opción que tenemos es que cuatro de nosotros, voluntariamente, nos ofrezcamos para quedarnos. —Y ¿quiénes van a ser esos cuatro mártires? ¿Nosotras tres y la mujer negra? ¿Siempre tenemos que ser nosotras las que nos sacrifiquemos? Porque los protestantes no lo van a hacer. Son demasiado prácticos. Solo piensan en sacar beneficio. Y a los funcionarios les falta valentía para tomar la iniciativa —dijo Erika, la más alta de las mujeres rubias. —Pues yo no pienso ofrecerme —repondió la que se llamaba Bárbara. —Yo tampoco —dijo la tercera mujer. —Entonces nos condenamos todos. —A mí me parece lo más justo, que todos seamos iguales. —Iguales en la desgracia. ¿No veis que el sacrificio de cuatro nos hace ganar a todos, porque todos a priori, tenemos la oportunidad de salir, mientras que si nadie da el paso, la única posibilidad que tenemos todos es la prisión para el resto de nuestras vidas? —dijo Érika. —¿Vas a ser tú la primera heroína? —le preguntó Bárbara. —No. El duque dijo que quien se ofreciera para quedarse, no podía dar marcha atrás. O somos cuatro o no contéis conmigo. —No pierdes nada ofreciéndote. Si no se alcanza el número exigido, nos quedamos todos. Tú también.
5.
Los dos protestantes estaban sentados uno frente a otro, en silencio, sujetándose con las manos la cabeza, que parecía pesarles más de lo habitual debido a sus cavilaciones. —Creo que la solución es que se quede uno de cada grupo —dijo el de pelo canoso. —Es una buena idea. Cuando nos juntemos todos, lo proponemos. —Y de nosotros dos, ¿quién se quedaría? — Eso lo vemos después, cuando los demás acepten.
6.
A las cuatro de la tarde se juntaron todos en la “sala de recreo”. Los protestantes expusieron su propuesta, convencidos de que era buena y de que los demás la aceptarían. Una vez conocidos los detalles por todos, se procedió a una votación. Las mujeres rubias aceptaron. Los negros dijeron que les parecía bien. El funcionario más joven también asintió. Solo faltaba conocer la decisión del funcionario más viejo. Se produjo un silencio tenso hasta que este levantó la mano pidiendo la palabra y dijo: —Yo no estoy de acuerdo con este método. No es justo. —¿Por qué no te parece justo? Es lo único que se nos ha ocurrido hasta ahora y todos los demás estamos de acuerdo —dijo la mujer negra. —No es justo porque no todos tenemos la misma probabilidad de salir elegidos. Los protestantes y los funcionarios lo tenemos más difícil para librarnos, pues solo somos dos en cada grupo. Cada uno de nosotros tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de salir elegido, mientras que en el grupo de los negros y de las mujeres solo tenéis el treinta y tres por ciento. La mujer negra hizo un gesto de fastidio y volvió a tomar la palabra —Ya está bien. El tiempo corre. El plazo que nos dio el duque expira dentro de dos días y no somos capaces de entendernos. Yo seré la primera en sacrificarme. Los demás haced lo que os plazca. — No tienes por qué ser tú. Si no hay un acuerdo previo sobre cómo van a ser elegidos los cuatro, no te propongas — le respondió el de la cara aniñada. —Está decidido. No quiero oír más argumentos. Si me voy a fastidiar de todas formas, por lo menos que sirva de algo. Yo me quedo —dijo mirando a la cámara situada encima de la chimenea. Érika, la mujer rubia, dio un paso hacia delante y, frente a la misma cámara, utilizó la misma fórmula que la mujer negra. —Yo también me quedo. Entonces, ante la posibilidad que se acaba de abrir para llegar al acuerdo, cundió la agitación entre los demás. Uno de los protestantes, el de pelo canoso, intentó convencer a los funcionarios para que de entre ellos saliera un sacrificado. Se miraron los dos funcionarios cara a cara y se quedaron pensativos durante unos segundos. El mayor de ellos tomó la palabra. —Aceptamos, pero tenemos que ver en privado quién de los dos se ofrecerá.
7.
Cuando los dos funcionarios se encontraron a solas en la celda, el más joven dijo: —Hemos aceptado que cada grupo proponga a una persona para sacrificarse, pero de nosotros dos yo no seré el que se ofrezca voluntariamente. Solo si la suerte decide que sea yo, aceptaré. —Sabes que la posibilidad de hacer sorteos está terminantemente prohibida. Se quedaron callados, pensativos, mirando al suelo durante varios minutos. El tiempo parecía haberse detenido. Entonces ocurrió el milagro. Un ratón se coló por un agujero que había en la pared de la celda, en una esquina, junto al suelo. Empezó a caminar lentamente pegado a la pared. Los dos funcionarios se quedaron observándolo. Luego se miraron fijamente a los ojos. Sin decir una sola palabra, se leyeron las mentes uno a otro. El ratón era el que iba a decidir. El pequeño roedor dio varias carreras cortas por el recinto sin acercarse a ninguno de los dos presos, que permanecían inmóviles como estatuas de piedra. De pronto, el ratón corrió hacia el más joven y se subió a uno de sus zapatos. Él había sido el elegido. Los dos funcionarios se volvieron a mirar, hicieron con la cabeza un movimiento de asentimiento. Habían aceptado su suerte.
8.
En la “sala de recreo”, los funcionarios comunicaron a los demás su decisión. Solo faltaba uno para alcanzar el número de cuatro y presentar la solución al duque. Tenía que ser uno de los protestantes, ellos habían propuesto el método, así que no podían echarse atrás. Nada más había que decidir quién de los dos sería el elegido. Los dos se retiraron a su celda a deliberar. Entre los demás la agitación se multiplicó por cien. El problema estaba casi resuelto. Cuando todos volvieron a reunirse, todas las miradas se clavaron en los dos protestantes. El más viejo de ellos tomó la palabra. —No es fácil decir lo que voy a decir y entiendo que vuestra reacción sea de enojo, pero nos hemos equivocado. Ya sé que nosotros hemos sido los que lo hemos propuesto, pero lo que estamos haciendo no es justo. Hemos elegido basándonos en la pertenencia a un grupo, pero esto no tiene nada que ver con las características comunes que hay entre nosotros, no es el grupo quién se perjudica, las consecuencias son individuales.
Un gesto de desesperación se dibujó en las caras de los otros presos. La situación estaba estancada, no había forma de designar a las cuatro personas que salvarán a los demás.
9.
Llegó el día señalado para decidir el destino de todos los prisioneros.
El tirano, que ya sabía que no habían llegado a un acuerdo, les preguntó si tenían alguna solución de última hora. Todos miraron al suelo, tenían las gargantas atenazadas, no eran capaces de pronunciar una sola sílaba. El tirano les miro a los ojos uno por uno y, de pronto, una horrenda, cruel y enigmática carcajada irrumpió de las profundidades de su fornido pecho.
—Idiotas, si os hubierais puesto de acuerdo os habría perdonado a todos, todos habríais quedado en libertad hoy mismo.
Y la carcajada restallaba en la “sala de recreo” mientras el tirano salía de ella seguido de sus secuaces.
***
José Luis Martín
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